Capítulo 51

El coyote astuto

Estaba sentada en el borde de la cama de Ralph, con su mano derecha entre las mías. Era el sábado por la noche, ya tarde, pero la enfermera a cargo de la planta me había dicho que él no se dormiría hasta haber hablado conmigo.

– Se ve que no tengo suerte en mis relaciones con la empresa -dijo-. ¿Por qué no te habré hecho caso la segunda vez, ya que no te lo hice la primera? Toda esa gente muerta… Pobre Connie. Y yo con otra bala en el hombro. Supongo que no puedo soportar que siempre tengas razón, ¿verdad?

– Por lo menos esta vez te han dado en el izquierdo -le dije-. Ahora has quedado equilibrado. Ralph, eres una buena persona y te gusta trabajar en equipo. Deseabas creer que tu gente era tan buena como tú y yo te estaba advirtiendo de que no era así. Eres tan honrado que no puedes pensar nada malo de la gente que te rodea. Pero, de todos modos, me has salvado la vida. Sólo puedo estarte eternamente agradecida -acerqué su mano derecha a mis labios.

– Eres muy amable -cerró los ojos un momento-. Connie… ¿Por qué habrá hecho una cosa así?

– No creo que estuviese siendo desleal, ni contigo ni con la compañía, pero supongo que Rossy la confundió un poco. Allí estaba el gran jefe que había llegado representando a los nuevos dueños de Suiza, diciéndole que sólo tenía que informarle a él directamente, que no tenía que decirle a nadie lo que él le confiase porque había alguien que estaba haciendo un desfalco dentro de la compañía, alguien que podía ser cualquiera, tú, Karen, su supervisora. Supongo que eso fue lo que pasó. Cualquiera que se haya pasado catorce años trabajando duro como empleada del Departamento de Reclamaciones estaría encantada, pero además ella tenía el mérito añadido de ser una persona leal y de confianza. El dijo que no hablara y ella no abrió la boca. Y encima él era un tipo elegante, de gustos sofisticados.

– ¿Es una indirecta contra mis hamburguesas con queso? -preguntó Ralph con un atisbo de humor-. El tipo sólo es dos años menor que yo. Tendré que intentar ser más elegante con las empleadas del Departamento de Reclamaciones. Así que coqueteó con ella y después la estranguló. ¡Qué final más horrible para Connie! ¿Y eso se puede demostrar?

– Terry Finchley, el detective que está al frente de la investigación, ha conseguido una orden de registro. Van a buscar entre la ropa de Rossy, investigarán las huellas dactilares, las compararán con las marcas del cuello de Connie. Filuda y él eran de una arrogancia tal que es probable que no se hayan ni tomado la molestia de ocultar las pruebas.

»Y Filuda, ésa es otra historia -continué diciéndole-. Tendrá que enfrentarse a un montón de cargos: el asesinato de Fepple, la agresión a Paul Hoffman, la agresión a Rhea Wielí. Pero es atractiva y rica. Están buscando huellas suyas, fibras de ropa o cualquier otra prueba en casa de Paul. Aunque al fiscal no le va a resultar tan fácil trincarla. Al menos esas hamburguesas con queso que te comes han dado resultado: cuando te tiraste encima de ella le partiste la pelvis. Ya no podrá esquiar en ningún sitio durante mucho tiempo.

Me sonrió levemente, con aquella sonrisa torcida que me recordaba al Ralph de los viejos tiempos, y cerró los ojos. Pensé que se había quedado dormido, pero cuando me estaba poniendo de pie volvió a levantar la mirada hacia mí.

– ¿Qué estaba haciendo el concejal Durham en la clínica? Lo he visto cuando me traían en la camilla.

– Ah, es que Fillida y Bertrand se habían vuelto locos -le dije-. Pensaron que lo mejor era conseguir una bomba, hacernos volar a los tres por los aires y hacer que aquello pareciese un atentado de unos terroristas en contra del aborto. Le habían pedido a Durham que les consiguiese una bomba. Daban por sentado que ya lo tenían comprado, que no era más que otro de sus criados y que haría lo que le pidiesen.

»Rossy le había hecho algunos favores a Durham -continué explicándole-, a cambio de un poco de fuerza bruta. Rossy consiguió que la Asamblea Legislativa bloqueara la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto hasta que no se incluyesen las indemnizaciones para los descendientes de los esclavos y también le dio dinero para que tuviese los fondos necesarios para su campaña a la alcaldía, aparte de proporcionarle un asunto de suma importancia, el de las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos, con el que construir una plataforma que abarcase la ciudad entera. A cambio de toda esa ayuda, Durham puso a Rossy en contacto con algunos macarras del South Side, cuando necesitó que alguien entrase en el apartamento de Amy Blount para ver si tenía los cuadernos de Hoffman. Pero el concejal es un coyote astuto, nunca pone nada por escrito. El nunca le dijo a Rossy directamente que podía proporcionarle fuerza bruta…

»Rossy pensaba que tenía comprado a Durham -continué-. Pero el concejal tiene más ganas de ser alcalde que de ser Al Capone. Así que llamó a la policía y le dijo que los Rossy querían poner una bomba en la clínica. Los policías ya estaban en camino, aunque llegaron un poco tarde.

Ahora el concejal parecía Don Perfecto. Me había dedicado una sonrisilla al pasar junto a mí. La sonrisilla de un hombre que había quedado limpio con la muerte de Colby Sommers y que, además, contaba con un buen botín para su campaña de lanzamiento en toda la ciudad. Le había confesado a Terry Finchley, más con pena que con odio, que algunos de los jóvenes de su grupo OJO no estaban tan rehabilitados como él hubiese deseado. Y Finch, que suele ser uno de los polis más rectos y sensatos de la ciudad, me soltó un sermón sobre mi tendencia a acusar al concejal. Si tuviese que ganar todos los asaltos del combate para ser feliz, sería una detective tristísima, pero la verdad es que haber perdido ése me daba una rabia tremenda.

La enfermera entró en la habitación.

– Este paciente está recuperándose de un trauma. Ya ha tenido sus cinco minutos multiplicados por dos, así que márchese ahora mismo.

Ralph se había dormido. Me incliné para besarle la frente, cubierta por un mechón de pelo gris.

Ya en el aparcamiento del hospital Beth Israel, me masajeé los hombros antes de subir al coche. Todavía me dolían por haber tenido los brazos atados a la espalda. Después de hablar con la policía me había ido a casa a descansar, pero todavía estaba molida.

Una vez en casa, había pensado que tenía la obligación moral de contarle al señor Contreras lo que había sucedido, antes de arrastrarme hasta mi cama. Había dormido unas pocas horas, pero cuando me desperté seguía reventada. Todas aquellas muertes y toda la energía que había empleado en intentar desentrañar los casos habían acabado por desvelar algo tan sórdido: Fillida Rossy, protegiendo la empresa de su bisabuelo. Protegiendo su fortuna y su posición social. No es que fuese una Lady Macbeth detrás de Bertrand, él no necesitaba que su esposa le azuzase para enfrentarse a los escollos del camino. Tenía su propia arrogancia y una idea muy particular de sus derechos.

Cuando me levanté, antes de ir al hospital a ver a Ralph, había pasado por mi oficina para mandarle un email a Morrell: «¡Cómo me gustaría que estuvieses aquí! ¡Cómo necesito tus abrazos esta noche!».

Me contestó de inmediato, enviándome su amor, su comprensión y… un resumen de los artículos sobre Edelweiss que le había enviado el día anterior. No porque importase ya mucho, no era más que otro aspecto de la fortuna amasada por la familia de Fillida. Nesthorn había asegurado a un montón de peces gordos nazis durante la guerra e incluso había obligado a ciudadanos de la Holanda y la Francia ocupadas a contratar con ellos sus seguros de vida. En la década de 1960 consideraron prudente cambiar el nombre de la empresa por el de Edelweiss, ya que en la Europa Occidental todavía había mucho resentimiento contra Nesthorn.

Allí, de pie en el aparcamiento, solté una risa amarga y volví a masajearme los hombros. Una figura gigantesca apareció de entre las sombras y vino hacia mí.

– ¡Murray! -dije, ahogando un grito y con la pistola en la mano, sin siquiera haberme dado cuenta de que la había sacado-. No me des estos sustos después del día que he tenido.

Me pasó un brazo por los hombros.

– Ya te estás haciendo mayor para escalar edificios tan altos, Warshawski.

– En eso tienes razón -le dije, guardando mi arma-. Sin la ayuda de Ralph y de la señora Coltrain, ahora estaría bajo una losa.

– Y no te olvides de Durham -me dijo.

– ¿Durham? -pregunté-. Ya sé que ahora va por ahí de Don Limpio, pero ese pedazo de político mentiroso sabe muy bien que se ha librado por poco de que lo acusen de asesinato.

– Tal vez, tal vez. Pero esta tarde he tenido algunas palabras con el concejal. Por desgracia, con los micrófonos apagados. Pero dijo que anoche te miró a ti y miró a Rossy y decidió apostar por el talento local. Dijo que había estudiado tu ficha y que había visto que siempre te llevabas muchas patadas en el culo pero que solías caer de pie. ¿Quién sabe, Warshawski? Si llega a alcalde tal vez acabe nombrándote comisario de policía.

– Y tú dirigirás su oficina de prensa -le contesté con tono seco-. Ese tipo ha hecho un montón de cosas horribles, entre las que se incluye delatar a Isaiah Sommers achacándole el asesinato de Howard Fepple.

– No sabía que se trataba de Isaiah Sommers, o al menos eso es lo que me han dicho mis contactos en el Departamento de Policía. O sea, él no sabía que Isaiah era pariente de la misma familia Sommers a la que había ayudado en la década de los noventa -Murray seguía rodeándome con el brazo-. Cuando se enteró, obligó a Rossy a pagarle el seguro a Gertrude Sommers. E intentó hacer que la policía no trabajase a partir de ideas preconcebidas en la investigación del asesinato. Por eso no acusaron a Isaiah Sommers. Ahora te toca a ti. Quiero ver esos misteriosos cuadernos o libretas de contabilidad o lo que fuesen y que los Rossy habían estado buscando por toda la ciudad con tanta desesperación.

– Yo también querría -me desembaracé de su brazo y me giré para quedar de frente a él-. Lotty se ha esfumado con ellos.

Cuando le conté a Murray que Lotty había desaparecido después de su altercado con Rhea junto a la cama de Paul HoffmanRadbuka, me miró con tristeza.

– La vas a encontrar, ¿verdad? ¿Por qué se llevó los libros?

Sacudí la cabeza.

– No lo sé. Ella veía algo en ellos… Algo que los demás no podíamos ver.

Saqué mi maletín del coche y busqué las fotocopias que había hecho del cuaderno.

– Puedes quedarte con esto y puedes reproducirlas si quieres.

Entrecerró los ojos, intentando leer lo que ponía con aquella luz tan débil.

– Pero ¿esto qué quiere decir?

Me recosté con aire cansado contra mi coche y señalé el renglón que ponía «Omschutz, K 30 Nestroy (2h.f) N13426ÓL».

– Según mi entender, estamos viendo un registro de K. Omschutz, que vivía en el número 30 de la calle Nestroy, en Viena. El «2h.f» significa que vivía en el apartamento 2 f, interior. Las cifras corresponden al número de póliza y luego hay una seña que le servía para recordar que era una póliza de vida austríaca: la O de Osterreich, que significa Austria en alemán. ¿Vale?

Tras observar el papel durante un minuto, asintió con la cabeza.

– En esta otra página sólo vienen los valores nominales de las pólizas en miles de chelines austríacos y el pago semanal acordado. No era ningún código. Significa algo muy claro para Ulrich Hoffman: sabía que le había vendido una póliza a K. Omschutz por un valor nominal de cincuenta y cuatro mil chelines contra una iguala semanal de veinte chelines. En cuanto Ralph Devereux, el de Ajax, se dio cuenta de que aquello se refería a pagos de seguros de vida anteriores a la guerra, lo asoció enseguida con el material que encontró en los archivos de mesa de la empleada del Departamento de Reclamaciones que había sido asesinada. Aquello fue lo que le hizo abandonar toda precaución y salir como un vendaval hacia el despacho de Bertrand Rossy.

Ralph me había estado contando todo aquello esa misma noche cuando llegué al hospital, torciendo la boca con una mueca burlona ante su imprudencia. Yo ya estaba cansada de todo aquel asunto, pero Murray estaba tan entusiasmado por haber conseguido en primicia unas cuantas páginas de los libros de Hoffman que casi no podía contenerse.

– Gracias por darme la exclusiva, Warshawski. Sabía que no podías estar enfadada conmigo para siempre. ¿Y qué va a pasar con Rhea Wiell y Paul Hoffman o Radbuka? Esta tarde Beth Blacksin estaba muy contrariada después de haber estado en la clínica y enterarse de que todo el asunto podía acabar siendo un fraude.

Beth Blacksin había estado revoloteando alrededor de los polis en la clínica con sus omnipresentes cámaras. En aquel momento les respondí la mayor cantidad de preguntas que pude, para no tener que someterme a ellas más tarde. Les hablé de los Rossy, de los cobros de las pólizas del Holocausto y de los cuadernos de Ulrich.

No sabía lo que Don pensaba hacer con su libro, pero no sentía ninguna gana de protegerlo. Hablé ante las cámaras de Paul Hoffman, del material relacionado con Ana Freud, del cuarto secreto de Paul. Cuando a Beth se le iluminaron los ojos de sólo pensar en la posibilidad de filmar aquel escenario, me acordé de lo furiosa que se había puesto Lotty por el modo en que los libros y las películas se ceban con los horrores del pasado. Y Don, que quería incluirlo todo en un libro para Envision Press. Y Beth, consciente de que su contrato estaba a punto de vencer, ya preveía un aumento de los niveles de audiencia para su programa si conseguía filmar los horrores íntimos de Paul. Le dije a Murray que, cuando empezaron a contarme todo aquello, me marché y les dejé con la palabra en la boca.

– No me extraña. Que nos ocupemos de la noticia no significa que tengamos que comportarnos como chacales en plena cena.

Me abrió la puerta del coche para que subiera, lo cual era una galantería inusual en él.

– ¿Por qué no vamos al Glow, Vic? Tú y yo tenemos que ponernos al día en un montón de asuntos relacionados con la vida, no sólo con los seguros de vida.

Negué con la cabeza.

– Tengo que ir a Evanston a ver a Max Loewenthal. Pero te acepto la invitación para otro momento.

Murray se inclinó y me dio un beso en los labios, después cerró la puerta del coche rápidamente. Por el espejo retrovisor, lo vi quedarse allí, mirándome, hasta que mi coche desapareció por la rampa de salida.

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