Galimatías: otra palabra para la misma historia de siempre
Me dirigí anclando despacio hasta mi coche y conduje de regreso a mi oficina respetando todos los límites de velocidad y todas las señales de tráfico. El paroxismo de aquella mañana, alimentado por la adrenalina, había desaparecido. Miré el montón de mensajes que me había dejado Mary Louise y luego llamé a Morrell a su hotel de Roma, donde eran las nueve de la noche. La conversación me levantó el ánimo y me deprimió, al mismo tiempo. Me dijo todo lo que queremos oír del ser amado, especialmente cuando el ser amado está a punto de internarse en territorio talibán durante ocho semanas. Pero después de colgar, me sentí más desamparada que nunca.
Intenté echar una cabezadita en el camastro del cuarto trasero, pero mi mente se negaba a desconectar. Al final, acabé por levantarme y me puse a revisar los mensajes y a contestar las llamadas. Entre los mensajes había uno que decía que llamase a Ralph en Ajax: la compañía había decidido cubrir todo el dinero del seguro de los Sommers. Lo llamé de inmediato.
– Que te quede claro, Vic, que ésta es una excepción -me advirtió Ralph Devereux nada más ponerse al teléfono-. No sueñes con que se convierta en una costumbre.
– Es una noticia maravillosa, Ralph, pero ¿de quién ha sido la idea? ¿Tuya? ¿De Rossy? ¿Te ha llamado el concejal Durham y te ha presionado para que lo hagas?
No me hizo caso.
– Ah, y otra cosa. Te estaría muy agradecido si la próxima vez que decidas echarle la policía encima a uno de mis empleados me lo hicieses saber.
– Tienes toda la razón, Ralph. Estaba en medio de una emergencia en un hospital pero te debería haber llamado. ¿Han detenido a Connie Ingram?
Mary Louise me había dejado un informe escrito a máquina sobre Sommers y otro sobre Amy Blount, que estaba intentando leer por encima mientras hablaba. Gracias a los contactos policiales de Mary Louise y a la habilidad de Freeman Cárter, el Estado había puesto en libertad a Isaiah Sommers, aunque dejando bien claro que era el principal sospechoso. El problema, en sí, no había surgido porque descubrieran sus huellas en la puerta. Finch había dicho que los técnicos del 911 habían confirmado lo que los polis de la comisaría del Distrito Veintiuno le habían dicho a Margaret Sommers: que habían recibido una llamada anónima, probablemente de un hombre de raza negra, y por eso se habían puesto a investigar las huellas digitales que había en la oficina.
– No. Pero se han presentado aquí, en el edificio, para interrogarla.
– ¿En el mismísimo templo sagrado de Ajax?
Después de que farfuñase una protesta para que me dejara ya de sarcasmos, porque tener a los polis en el edificio había perturbado la jornada laboral de todo el mundo, añadí:
– Connie Ingram tiene mucha, mucha suerte, de ser mujer y blanca. Tal vez sea desagradable que los polis vengan a interrogarte a la oficina, pero a mi cliente lo sacaron esposado del lugar donde trabaja. Se lo llevaron a la comisaría de la Veintinueve y Prairie para charlar con él en un cuarto sin ventanas, con un puñado de tipos que le observaban a través de esos cristales que sólo permiten ver desde el lado de fuera. Esta noche cenará en casa gracias a que le he contratado al mejor abogado criminalista de la ciudad.
Ralph hizo caso omiso a mi comentario.
– Karen Bigelow, la supervisora de Connie, ¿te acuerdas de ella?, Karen asistió al interrogatorio con uno de nuestros abogados. Connie estaba muy alterada, pero parece que la policía la creyó o, por lo menos, no la han detenido. El problema es que la policía obtuvo el registro de llamadas de la oficina de Fepple y encontró que varias se habían hecho desde la extensión de Connie, una de ellas el día anterior a su muerte. Ella dice que le había llamado varias veces para pedirle que le enviara por fax las copias de los documentos de Sommers. Pero Janoff está cabreado porque la policía ha entrado en el edificio, Rossy también está cabreado y, francamente, Vic, yo tampoco estoy muy contento.
Dejé a un lado las notas que estaba leyendo para prestarle toda mi atención.
– Pobre Connie, es muy duro que la recompensa por cumplir con tu deber sea que unos polis te acribillen a preguntas. Espero que la compañía no la abandone -le dije y pasé a otro tema-. Ralph, ¿a qué acuerdo llegó Rossy con Durham y Posner para lograr que suspendieran sus protestas?
– Pero ¿de qué demonios estás hablando? -de repente se puso furioso de verdad, no estaba fingiendo.
– Hablo de que ayer, mientras estaba arriba contigo, Rossy dobló por la calle Adams, llamó a Durham para que se acercara a su coche, se reunió con él una hora más tarde en su casa y acabó hablando después en privado con Joseph Posner. Y hoy Posner estaba manifestándose frente al hospital Beth Israel mientras Durham abandonaba la arena. Acabo de pasar por el Ayuntamiento. Durham estaba en su despacho recibiendo instancias para que se consideren ciertas excepciones a las ordenanzas de urbanismo en la zona de Stewart Ridge.
Ralph me soltó una ráfaga gélida a través de la línea telefónica.
– ¿Te parece tan raro que un director ejecutivo se reúna, cara a cara, con los tipos que intentan cerrarle la compañía? Ayer estaba atascado en un embotellamiento, como cualquier mortal en el centro, y vio su oportunidad. No trates de convertir todo en una conspiración.
– Ralph, ¿te acuerdas de cuando nos conocimos? ¿Te acuerdas de por qué te pegaron un balazo en el hombro?
Todavía le dolía recordar cómo su jefe les había traicionado a él y a la compañía.
– Pero ¿en qué puede estar metido Rossy que también implique a un agente de seguros del South Side de Chicago que, además, era un inútil? Es imposible que Edelweiss tuviese algo que ver con Howard Fepple. Usa la cabeza, Vic.
– Es lo que intento, pero no me está sirviendo para mucho. Oye, Ralph, ya sé que tienes sentimientos encontrados respecto a mí, pero eres un tipo listo en esto de los seguros. Explícame lo siguiente: todos los documentos de los Sommers desaparecen, excepto el expediente de vuestro archivo -expediente que tú piensas que tiene algo raro; aunque no puedas darte cuenta de qué es en concreto- y ese expediente estuvo durante una semana en el despacho de Rossy.
»Añádele lo siguiente -continué diciéndole-: Connie Ingram, o alguien que se hizo pasar por ella, tuvo una cita con Fepple el viernes pasado por la noche. ¿Quién sabía, aparte de alguna persona dentro de Ajax, que ella había estado hablando con él? A continuación, matan a Fepple, desaparece su copia del expediente y Rossy me invita a cenar en última instancia. Después Fillida y sus amigos italianos me acribillan a preguntas sobre Fepple, su muerte y sus archivos. Y, finalmente, está ese extraño documento que hallé entre los papeles de Fepple, el que te mostré y en el que aparecía el nombre de Sommers. ¿Qué te dice todo eso?
– Que nos equivocamos con Sommers y con Fepple -dijo Ralph fríamente-. Preston Janoff ha estado hablando con el director de relaciones con los agentes porque quería saber por qué seguíamos trabajando con un tipo que vendía una póliza nuestra al mes y eso cuando le iba bien. Y ha sido Janoff quien ha acordado pagarle el dinero a la familia Sommers y mañana les mandaremos un cheque. Pero esto es algo totalmente excepcional, como te he dicho. Aparte de eso, Vic, los invitados de los Rossy saben que eres detective, les vuelven locos las historias de los crímenes en Estados Unidos, es normal que te hagan millones de preguntas. Además, dime una cosa: ¿qué motivos podría tener Bertrand Rossy para relacionarse con un fracasado como Fepple, del que ni siquiera había oído hablar la semana pasada?
Tenía razón. Ahí estaba el quid de la cuestión. No se me ocurría ningún motivo.
– Ralph, la otra noche me enteré de que el dinero de Edelweiss viene de la familia de Fillida, que Bertrand se casó con la hija del jefe.
– Eso no es nada nuevo. Fue la familia de la madre de Fillida la que fundó la compañía en la década de 1890. Su abuelo materno era suizo y siguen conservando la mayoría de las acciones.
– Es una mujer curiosa. Muy elegante, con una forma de hablar muy suave, pero no cabe duda de que es la que lleva las riendas en todo lo que se dice y hace en esa casa. Supongo que también vigila muy de cerca lo que pasa en la calle Adams.
– Rossy es un tipo con una gran capacidad. Que haya dado un braguetazo no quiere decir que no haga bien su trabajo. De todos modos, no tengo tiempo de andar cotilleando sobre la esposa de mi director general. Tengo mucho trabajo.
– ¡Vete a paseo! -dije, pero ya había colgado.
Volví a marcar el número de Ajax y pedí que me pusieran con el despacho de Rossy. Su secretaria, la distante y bien peinada Suzanne, me dijo que esperase un momento. Rossy se puso al teléfono con una premura sorprendente.
Cuando le agradecí por la cena de la noche anterior, me dijo:
– Mi esposa disfrutó muchísimo con usted anoche. Dice que tiene usted mucha chispa y que es muy original.
– Lo añadiré a mi curriculum -dije cortésmente, lo cual le hizo soltar una de sus sonoras carcajadas-. Debe de estar contento de que Joseph Posner haya dejado de dar la lata frente al edificio de Ajax.
– Por supuesto. Un día tranquilo siempre es bien recibido en una gran compañía -contestó.
– Tiene razón. Puede que no le sorprenda saber que se llevó a sus manifestantes al hospital Beth Israel. Me contó no sé qué galimatías que usted le propuso. Dijo que usted iba a ordenar una auditoría interna de las pólizas de Edelweiss y de Ajax si dejaba tranquila a su empresa y se iban con la música frente al Beth Israel.
– Disculpe, pero no entiendo qué quiere decir «galimatías».
– Algo farragoso, una sarta de disparates. ¿Qué tiene que ver el hospital con los bienes perdidos de las víctimas del Holocausto?
– Eso yo no lo sé, señora Warshawski, o Vic, supongo que puedo llamarla Vic, después de la amistosa velada de anoche. Si quiere saber algo sobre el hospital y los bienes del Holocausto tendrá que hablar con Max Loewenthal. ¿Eso es todo? ¿Ha descubierto algo más, alguna información inusual sobre ese trozo de papel tan curioso que encontró en la oficina del señor Fepple?
Me enderecé en la silla: no podía permitirme ni una sola distracción.
– El papel está en un laboratorio. Pero me han dicho que se fabricaba en Basilea alrededor de los años treinta. ¿Eso le dice algo?
– Mi madre nació en 1931, señora Warshawski, así que un papel de esa época no me dice mucho. Y a usted, ¿le dice algo?
– Todavía no, señor Rossy, pero tendré en cuenta que está usted muy interesado en el tema. Por cierto, por la calle corre un rumor: que el concejal Durham no comenzó su campaña a favor de las indemnizaciones a los descendientes de los esclavos hasta después de que Ajax no empezase a preocuparse por la presión que iba a sufrir bajo la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto. ¿Ha oído algo de eso?
Otra carcajada volvió a retumbar en la línea telefónica.
– Lo malo de ocupar un alto cargo directivo es que uno se encuentra muy aislado. A mí no me llegan los rumores, lo cual es una pena porque, después de todo, es lo que hace girar la rueda del molino, ¿o no? Y ése es un rumor muy interesante, desde luego, aunque también me resulta nuevo.
– Me pregunto si también le resultará nuevo a la señora Rossy.
Esta vez hizo una breve pausa antes de continuar.
– Dejará de serlo en cuanto se lo cuente. Como bien dijo usted anoche, ningún asunto de Ajax escapa a su interés. Y también le diré que usted nos ha enseñado otra palabra que no sabíamos: galimatías. Bueno, que he salido de una reunión para este galimatías. Adiós.
¿Qué había conseguido con aquella llamada? Casi nada, pero lo dicté de inmediato y lo dejé grabado en mi procesador de textos para poder estudiarlo cuando no me sintiese tan abrumada. Todavía tenía que hacer un montón de otras llamadas.
Primero volví a revisar todas las notas de Mary Louise, antes de llamar a mi abogado. Freeman me dijo, deprisa y corriendo, como siempre, que él personalmente estaba convencido de la inocencia de Isaiah Sommers pero que aquella llamada anónima denunciándolo y las huellas digitales no nos favorecían.
– Entonces supongo que necesitamos encontrar al verdadero asesino -dije con tenaz entusiasmo.
– No creo que ese tipo pueda permitirse pagar tus honorarios, Vic.
– Tampoco puede pagarte los tuyos, Freeman, pero, aun así, te pido que lleves el caso.
– ¿Así que también tengo que añadir esto a tu deuda pendiente? -dijo Freeman, riéndose entre dientes.
– Todos los meses te mando un montón de monedas -dije a modo de protesta.
– Eso es verdad. Aunque también es verdad que tu deuda ya iba por los trece mil antes de los honorarios de Sommers. Pero ¿me podrás traer alguna prueba? Fantástico. Sabía que podíamos contar contigo. Mientras tanto no dejo de repetirle al fiscal que Fepple tuvo una cita el viernes por la noche con una persona llamada Connie Ingram y que hizo todo lo posible para que tú no la vieras. Tengo mucha prisa, Vic, hablamos mañana.
El saldo que tenía pendiente con Freeman era uno de mis grandes dolores de cabeza. Se me había ido de las manos el año anterior cuando tuve problemas legales importantes pero, incluso antes de eso, siempre había rondado cantidades de cuatro cifras. Yo le había estado pagando mil dólares al mes, pero parecía que todos los meses surgían nuevas razones para acudir a él.
Llamé a Isaiah Sommers. Cuando le dije que alguien había llamado a la policía y le había denunciado, se quedó estupefacto.
– ¿Quién puede haber hecho una cosa así, señora Warshawski?
– ¿Cómo sabes que no lo ha hecho ella misma? -dijo Margaret Sommers entre dientes, hablando desde un teléfono supletorio.
– El que le dio el soplo a la policía por teléfono era un hombre que, por cierto, señora Sommers, en la grabación parece ser afroamericano. Mis contactos dentro del Departamento dicen que están bastante seguros de que la llamada fue realmente anónima. Yo seguiré investigando, pero sería de gran ayuda si pudiera decirme si conoce a alguien que le odie tanto como para querer mandarle a la cárcel por un asesinato que no ha cometido.
– No siga investigando -farfulló-. No puedo pagarle.
– No se preocupe por eso. La investigación ha alcanzado tal calibre que otro pagará la cuenta -le dije. No tenía por qué saber que ese otro iba a ser yo-. Por cierto, ya sé que no es un gran consuelo cuando uno está acusado de asesinato, pero Ajax le va a pagar a su tía todo el dinero de la póliza.
– Que curioso que esto pase justo cuando tiene que decirnos que su factura va a aumentar -me soltó Margaret.
– Por favor, Maggie, por favor. Acaba de decir que otra persona se hará cargo de la cuenta. Señora Warshawshi, ésa es una noticia estupenda. Perdone a Margaret, es que está muy preocupada. Igual que yo, por supuesto. Pero el señor Cárter parece un buen abogado. Un abogado realmente bueno. Y está convencido de que entre usted y él lograrán arreglar este asunto.
Está muy bien saber que tu cliente está contento. El problema es cuando parece ser el único que lo está. Su mujer se sentía fatal. Al igual que Amy Blount. Y que Paul Radbuka. Y que yo y que Max, y, sobre todo, Lotty.
Después de su enfrentamiento con Posner, Lotty se había ido del hospital a su clínica pero, cuando la llamé, la señora Coltrain me dijo que la doctora Herschel no podía interrumpir su consulta para hablar conmigo. Me acordé de su vehemente protesta la noche anterior, diciendo que ella jamás había desatendido a un paciente y que era un alivio estar en el hospital, ser la doctora y no la amiga ni la esposa ni la hija.
¡Ay, Lotty! ¿Quiénes eran los Radbuka? Grité en la soledad de la habitación. ¿A quién crees que has traicionado? A un paciente, no. Eso era lo que había dicho la noche anterior. A alguien a quien le había vuelto la espalda y cuya muerte le remordía en la conciencia. Tenía que haber sido alguien en Inglaterra: si no, ¿cómo había hecho el Escorpión Indagador para conseguir el nombre? Sólo se me ocurría que fuese un pariente. Tal vez un pariente que había aparecido en Inglaterra después de la guerra y a quien Lotty no podía soportar. Alguien que ella había querido mucho en Viena, pero a quien los horrores de la guerra habían afectado tanto que Lotty se había alejado de ella. Podía entenderlo, podía imaginarme a mí misma reaccionando así. Entonces, ¿por qué no me lo contaba? ¿De verdad pensaba que yo la iba a juzgar y a condenar por ello?
Miré a ver si el Escorpión Indagador había dejado algún mensaje, pero todavía no había respondido. ¿Qué otra cosa podía hacer, aparte de ir a casa a pasear los perros, preparar la cena y acostarme? A veces la rutina te tranquiliza pero otras supone una carga. Busqué Edelweiss en la Red para ver si podía encontrar alguna información sobre la familia de Fillida Rossy. Introduje los datos, tanto en el Lexis como en el ProQuest, y regresé al teléfono para llamar a Don Strzepek.
Me saludó sin bajar la guardia, pues todavía se acordaba de que no nos habíamos despedido muy cordialmente el día anterior.
– ¿Sabes algo del intrépido periodista? -me preguntó.
– Ha logrado llegar hasta Roma sin un rasguño. Creo que mañana sale hacia Islamabad.
– No te preocupes por él, Vic. Ha estado en lugares peores que Kabul, aunque ahora mismo no se me ocurre ninguno. Quiero decir, que hoy en día ésa no es una zona en guerra, que nadie va a dispararlo. Puede que le hagan mil preguntas, pero lo más probable es que sólo despierte curiosidad, sobre todo entre los niños.
Me sentí un poco mejor.
– Pasando a otro tema, Don, ¿qué conclusión has sacado después de ver los apuntes de Max anoche? ¿Coincides conmigo en que no conocía a los Radbuka antes de hacer aquel viaje a Viena, después de la guerra?
– Sí. Queda claro que estaban conectados con la doctora Herschel y no con Max. Sobre todo después de desmayarse en la cena del domingo tras oír el nombre de Sofíe Radbuka. Parece que sabía muy bien cómo llegar al apartamento de Leopoldsgasse -añadió, con tono dubitativo-. Me pregunto si los Radbuka no serían parientes suyos.
– ¿Así que ahora Radbuka puede empezar a acosarla a ella en lugar de a Max? ¿Sabes que hoy ha estado en el Beth Israel con Posner y sus macabeos, gritándole al mundo, a voz en cuello, que Lotty y Max estaban tratando de separar a los supervivientes del Holocausto de sus familias?
– Ya sé que debe de ser muy doloroso para ellos, pero es que Paul es un ser atormentado, Vic. Si pudiese encontrar un sitio donde sentirse seguro, eso lo calmaría.
– ¿Y tú has logrado hablar con ese ser que ha recuperado la memoria? -le pregunté-. ¿Hay alguna posibilidad de que consigas que te muestre esos papeles que dejó su padre? Los que prueban que era miembro de los Einsatzgruppen y que él es un superviviente de un campo de concentración y que se llama Radbuka.
Don hizo una pausa y se oyó un ruido sibilante, probablemente estuviese dando una calada a un cigarrillo.
– Lo he visto un momentito esta mañana, supongo que después habrá ido con Posner al hospital. Estos días está bastante nervioso. Rhea no me dejó hacerle demasiadas preguntas por miedo a que se alterase aún más. No quiere dejarme ver esos papeles. Es como si me considerase un rival que le va a quitar el afecto de Rhea, así que es muy poco comunicativo conmigo.
No pude evitar soltar una carcajada.
– Hay que quitarse el sombrero ante Rhea por aguantar a ese tipo. Si yo tuviera que seguirle sus giros por la pista de baile acabaría en el manicomio de Elgin en menos de un mes. Aunque, claro que tiene razón al considerarte como a un rival. Eso lo entiendo. ¿Y Rhea qué dice?
– Dice que no puede traicionar la confianza de un paciente, cosa que, por supuesto, respeto. Aunque me cuesta contener mis viejos instintos de reportero -soltó una risa que logró que sonara compungida y llena de admiración al mismo tiempo-. Rhea ha fomentado la relación de Radbuka con Posner porque éste le da la sensación de que tiene una auténtica familia. Pero claro que, cuando estuvimos con él, no sabíamos que iba a ir al hospital a manifestarse en contra de Max. Esta noche voy a cenar con ella, así que se lo comentaré.
Mientras escogía las palabras que iba a usar, construí una pequeña estructura con los clips.
– Don, hoy por la tarde le he preguntado a Radbuka quién era Ulrich y casi le da un ataque en medio de la calle. Dijo que ése era el nombre de su padre adoptivo y que yo estaba acusando a Rhea de mentirosa. Pero es que ayer ella dejó bien claro que Ulrich no era el apellido del tipo. Incluso pareció que se reía de mí por pensarlo.
Oí cómo daba otra calada a su cigarrillo.
– Me había olvidado de eso. Intentaré preguntárselo esta noche. Pero, Vic, yo no voy a hacer de correveidile entre tú y Rhea.
– No, Don, ni tampoco lo pretendo -lo único que quería es que estuviese de mi parte, que le sacara información a Rhea y que me la pasara a mí. Eso no era realmente pedirle que hiciera de correveidile-. Pero si pudieras convencerla de que Max no está emparentado con la familia Radbuka tal vez ella, a cambio, pudiera convencer a Paul de que deje de armar jaleo en el Beth Israel. Pero lo único que te pido, Don, por amor de Dios, es que no hagas que Rhea vea en Lotty a una sustituía de Max, por favor. Yo no sé si los Radbuka eran primos o pacientes de Lotty, o sólo unos extraños odiosos que ella conoció en Londres. Lo que sé es que Lotty no sobreviviría al acoso al que Paul ha estado sometiendo a Max.
Esperé a ver qué contestaba, pero no parecía estar dispuesto a prometerme nada. Acabé colgando el teléfono, enfadada.
Antes de abandonar la investigación por aquel día, llamé también a Amy Blount. El informe de Mary Louise ponía que el robo en casa de Amy era cosa de un profesional y no de ladronzuelos ocasionales. El candado de la reja estaba intacto, había escrito Mary Louise.
Han aplicado un soplete alrededor de la reja y después la han arrancado. Era evidente que la puerta de la cocina estaba quemada. Dado que lo que te interesaba era su conexión con Ajax, le pregunté directamente si tenía en casa algún documento de Ajax. No tenía ningún original; había escaneado varios documentos del siglo XIX y los tenía en uno de los disquetes robados. De hecho, le habían robado todas las notas de su tesis. También le habían roto el ordenador. No se habían llevado nada más, ni siquiera el equipo de música. Convencí a Terry de que mandara a un equipo de la policía científica, aunque no creo que podamos dar con los responsables.
Le dije a la señorita Blount lo mucho que sentía lo que le había pasado y le pregunté si habían tocado las notas que tuviera escritas en papel.
– Oh, sí, también se las han llevado. Se han llevado todas las notas de mi trabajo. ¿A quién pueden interesarle? Si hubiese sabido que tenía un material tan importante entre manos ya habría publicado mi tesis. Tendría un trabajo de verdad, en lugar de vivir en una ratonera y tener que escribir estúpidas historias corporativas.
– Señorita Blount, ¿qué tipo de documentos copió de los archivos de Ajax?
– Ninguno clasificado de uso interno. No le pasé ninguna información confidencial sobre la compañía al concejal Durham…
– Por favor, señorita Blount, sé que las últimas veinticuatro horas han sido muy difíciles, pero no la tome conmigo. Se lo estoy preguntando por un motivo muy diferente. Estoy intentando averiguar qué es lo que está sucediendo últimamente en la Compañía de Seguros Ajax.
Le conté todo lo que había pasado desde que había ido a visitarla el viernes anterior. Sobre todo, la muerte de Fepple, los problemas de Sommers, el detalle del nombre de Connie Ingram que figuraba en el registro de citas de Fepple.
– Lo más raro de todo fue un trozo de un documento que encontré.
Escuchó mi relato con mucha atención, pero la descripción que le hice del tipo de letra del documento no le sonaba a ninguno de los que había visto.
– Me gustaría verlo. Podría pasarme mañana por su oficina en algún momento. En principio suena como algo perteneciente a un libro de contabilidad, pero no puedo interpretar todas esas marcas sin verlas. Si figura el nombre de su cliente entonces es un documento reciente, al menos para mis parámetros. Los papeles que yo copié databan de la década de 1850, puesto que mi investigación se centra en los aspectos económicos de la esclavitud.
De repente, volvió a deprimirse.
– Todo ese material perdido. Ya sé que puedo ir otra vez a los archivos y volver a copiarlos. Pero lo que me deja por los suelos es esta sensación de violación. Y lo absurdo de todo esto.