Capítulo 28

Pelea entre (ex) amantes

El ascensor me llevó hasta la planta sesenta y tres tan deprisa que se me taponaron los oídos pero apenas fui consciente del malestar. ¡Paul Radbuka con Joseph Posner! Pero ¿por qué me sorprendía? En cierto modo era lógico. Eran dos hombres obsesionados por los recuerdos de la guerra y por su identidad judía. Nada podía ser más natural que verlos juntos.

El ordenanza de la planta de los directivos ya se había marchado. Me acerqué a la ventana que tenía detrás de su consola de caoba, desde donde podía ver más allá del Art Institute hasta el lago. El azul claro se perdía en el horizonte entre las nubes, de modo que no podía distinguir dónde acababa el agua y dónde empezaba el cielo. Casi parecía algo artificial, aquel horizonte, como si un pintor hubiese empezado a sobrepintar un cielo blancuzco y hubiera perdido luego el interés por la obra.

Tenía que estar en casa de los Rossy a las ocho. Eran las cinco. Me preguntaba si podría seguir a Radbuka desde allí hasta su casa, aunque, tal vez, aquella noche se fuera a la casa de Posner. A lo mejor había encontrado una familia que le acogiera y le alimentara como parecía que necesitaba. A lo mejor empezaba a dejar a Max en paz.

– ¡Vic! Pero ¿qué estás haciendo aquí fuera? Me has llamado desde el almacén hace quince minutos.

La voz de enfado e inquietud de Ralph me devolvió al presente. Estaba en mangas de camisa, ion el nudo de la corbata flojo y, bajo la fachada de enojo, sus ojos reflejaban preocupación.

– Estoy admirando la vista. Sería maravilloso dejar toda esta agitación y caminar hacia el horizonte, ¿verdad? Yo sé por qué estoy molesta con Connie Ingram, pero no tengo la menor idea de por qué estás tú tan alterado.

– ¿Qué has hecho con la microficha?

U la lá, vishti banko.

– ¿Qué demonios quiere decir eso? -dijo apretando los labios.

– Tu pregunta tampoco tiene sentido para mí. No conozco a ninguna microficha ni personalmente ni de oídas, o sea que será mejor que empieces por el principio -al llegar a ese punto frené en seco-. ¡No me digas que la microficha de los Sommers se ha dañado!

– Muy bien, Vic, la inocencia sorprendida. Casi me convences.

Entonces perdí la calma, le empujé y me dirigí a apretar el botón del ascensor.

– ¿Adonde vas?

– A mi casa -dije escupiendo las palabras-. Quería preguntarte por qué Connie Ingram fue la última persona que vio a Howard Fepple con vida y por qué le había hecho pensar a Fepple que sería una cita erótica y por qué tras esa cita erótica Fepple fue hallado muerto y por qué el expediente de los Sommers que había en la agencia se ha esfumado. Pero no tengo ninguna necesidad de aguantar que me sigas lanzando mierda encima. Puedo hacerle esas preguntas directamente a la policía. Créeme, hablarán con esa señorita, doña Lealtad a la Empresa, y obtendrán las respuestas de un modo muy persuasivo.

Oí que el ascensor paraba detrás de mí. Antes de poder subirme en él, Ralph me agarró por el brazo.

– Ya que estás aquí, concédeme otros dos minutos. Quiero que hables con una persona de mi Departamento.

– Si pierdo la oportunidad de seguir a un tipo que está en la manifestación, me convertiré en una detective bastante enfadada, así que al grano, Ralph, ¿vale? Y eso me lleva a otra pregunta: ¿por qué estás tan obsesionado con la maldita microficha cuando tu edificio está sitiado?

Pasó por alto mi pregunta y se dirigió caminando muy deprisa por las alfombras de color rosa hasta su despacho. Denise, su secretaría, seguía en su puesto. Connie Ingram y una mujer negra, desconocida para mí, estaban sentadas, muy derechas, en las sillas tubulares. Cuando Ralph entró, lo miraron nerviosas.

Ralph me presentó a la desconocida, Karen Bigelow, la supervisora de Connie en el Departamento de Reclamaciones.

– Simplemente cuéntale a Vic lo que me has contado a mí, Karen.

Ella asintió con la cabeza y se volvió hacia mí.

– Ya estoy informada de todo lo del asunto Sommers. La semana pasada estuve de vacaciones, pero Connie ya me ha explicado que tuvo que dejarle el expediente al señor Rossy y que una detective privada podría intentar sonsacarle datos confidenciales de la empresa, así que cuando la detective, o sea usted, apareció pidiendo ver la ficha, Connie vino directamente a decírmelo. A ninguna de nosotras nos sorprendió demasiado. Como ya sabe, aquí, Connie, se mantuvo firme, pero se quedó preocupada y fue a ver la microficha. La correspondiente al expediente de los Sommers no estaba. No es que alguien la estuviera revisando o algo así. Es que había desaparecido. Y creo entender que usted estuvo sola en la planta durante un rato, señora.

Yo puse mi mejor sonrisa.

– Ya veo, pero tengo que confesarles que no sé dónde se guardan las fichas, en caso contrario podrían tener motivos fundados para sospechar de mí. Para ustedes, que se conocen al dedillo esa madriguera donde trabajan en la planta treinta y nueve, todo es coser y cantar, pero para un extraño ése es un lugar impenetrable. Aunque puede hacer algo muy sencillo: comprueben las huellas dactilares. Las mías figuran en los archivos del Ministerio del Interior porque tengo una licencia de detective y porque soy agente jurado ante los tribunales. Llamen a la policía, traten este asunto como un auténtico robo.

Se hizo un silencio en el despacho. Un minuto después Ralph dijo:

– Sí hubieras abierto ese armario, habrías limpiado las huellas, Vic.

– Mayor razón para buscarlas. Si hay otras huellas, aparte de las de Connie, lo que resulta lógico porque ha estado revisando los cajones, o eso dice, comprobarán que yo no he estado allí.

– ¿Qué quiere decir con lo de «o eso dice», señorita detective? -preguntó Karen Bigelow fulminándome con la mirada.

– Pues eso mismo, señorita supervisora, que no sé qué clase de juego se trae Ajax con la reclamación de la familia Sommers, pero es un juego en el que las apuestas están muy altas ahora que un hombre ha sido asesinado. La madre de Fepple me dio una llave para entrar en la agencia. He estado allí hoy para ver si podía encontrar algo en su agenda de citas.

Hice una pausa para mirar a Connie Ingram, pero su rostro redondo no reflejaba ninguna inquietud especial.

– Quienquiera que matase a Howard Fepple birló el expediente y su agenda electrónica de bolsillo. Pero no se le ocurrió borrar la cita de la agenda del ordenador, o le dio más asco que a mí acercarse al ordenador puesto que estaba cubierto de sangre y de restos de sesos.

Tanto Karen Bigelow como Connie se estremecieron al oírlo, lo cual sólo probaba que no les gustaba la idea de mezclar ordenadores, sangre y sesos.

– Bueno, a ver si averiguan quién tenía una cita con Howard Fepple el viernes pasado por la noche. ¡La joven Connie Ingram, aquí presente!

Su boca se abrió con un gigantesco «Oh» de protesta.

– Jamás. Yo jamás he tenido una cita para verlo. Si puso eso en su agenda, estaba mintiendo.

– Está claro que alguien miente -dije yo-. Yo estuve con él el viernes por la tarde y alguien muy rebuscado le proporcionó un método simple pero ingenioso para darme esquinazo. Esa misma persona volvió a entrar con él, mezclada entre un grupo de parejas que iban a clase de Lamaze y, luego, también salió entre ellos. Probablemente después de haberle matado. Connie Ingram era el único nombre que figuraba en las citas del viernes y, a su lado, había escrito dice que quiere hablar sobre Sommers, pero me parece que está cachonda -saqué la hoja impresa de mi bolso y se la pasé por delante de las narices.

– ¿Escribió eso sobre mí? Pero si yo sólo hablé con él por teléfono para que volviera a comprobar lo del pago. Y eso fue la semana pasada, justo después de que usted viniera por aquí. Me lo encargó el señor Rossy. Yo vivo en casa, vivo con mi madre. Yo jamás haría… Yo jamás he hecho una llamada telefónica de esa clase -dijo y hundió la cara entre las manos, toda colorada de vergüenza.

Ralph me arrancó la hoja de las manos. La miró y, luego, la echó con desprecio a un lado.

– Yo también tengo una agenda electrónica. Se pueden meter datos después de que haya pasado la fecha; cualquiera puede haberlos metido, incluida tú, Vic, para desviar la atención sobre ti por haberte llevado la microficha.

– Otra cosa más para que la analicen los expertos -solté yo bruscamente-. Se pueden meter citas después de la fecha, pero no se puede engañar a la máquina. Ella te dirá en qué fecha se introdujo esa anotación. Y me parece que ya hemos hablado todo lo que había que hablar aquí. Tengo que comunicarle estos problemas técnicos a la policía antes de que la señorita Inocencia, aquí presente, baje y borre el disco duro.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Connie.

– Karen, señor Devereux, de verdad, nunca he estado en esa agencia. Nunca le dije que saldría con él, aunque él me lo pidió, ¿por qué iba a hacerlo? Por teléfono no parecía una persona agradable.

– ¿Le pidió que saliera con él? -pregunté yo interrumpiendo su llanto-. ¿Cuándo fue eso?

– Cuando lo llamé. Después de estar usted aquí la semana pasada, lo llamé, como ya he dicho, porque el señor Rossy y el señor Devereux me lo pidieron, para que averiguara qué era lo que tenía en sus archivos y él me dijo, de esa forma grosera con la que hablaba, «Un montón de asuntos muy jugosos, ¿no te gustaría verlos? Podríamos tomarnos una botellita de vino mientras repasamos el expediente los dos juntos», y yo le dije: «No, señor, sólo quiero que me envíe copias de los documentos más importantes que tenga, para que yo pueda ver cómo es que se extendió un cheque contra esa póliza cuando el tomador del seguro aún estaba vivo». Y, entonces, él siguió diciendo esas cosas que, de verdad, no puedo repetirlas, y parecía que pensaba que lo pasaría bien conmigo pero, sinceramente, ya sé que tengo treinta y tres años y sigo viviendo con mi madre, pero no soy esa clase de virgen desesperada… Bueno, que yo nunca le dije que iba a verlo y si puso eso en su agenda es que era un mentiroso y ¡no siento para nada que esté muerto! ¡Ya está! -y salió corriendo de la habitación, envuelta en llanto.

– ¿Está satisfecha, señorita Detective? -dijo fríamente Karen Bigelow-. Me parece que podría haber encontrado algo mejor que hacer que amedrentar a una chica honrada y trabajadora como Connie Ingram. Perdóneme, señor Devereux, pero será mejor que vaya a ver si está bien.

Empezó a surcar la habitación con paso majestuoso, pero antes de que pudiera salir, me interpuse en su camino.

– Señorita Supervisora de Reclamaciones, es maravilloso cómo se preocupa por la gente de su equipo, pero ha venido usted aquí para acusarme de un robo. Antes de irse a enjugar las lágrimas de Connie Ingram, quiero que me aclare su acusación.

Resopló.

– La chica que la acompañó a la mesa de Connie Ingram me ha dicho que estuvo usted dándose una vuelta por la planta. Puede haber estado en la zona de los archivos.

– Entonces, vamos a llamar ahora mismo a la policía. No voy a permitir que se me hagan esas acusaciones tan alegremente. Aparte de todo, alguien está intentando asegurarse de que no quede ninguna copia de ese expediente. Puede que tenga que recomendar a mi cliente que ponga un pleito a Ajax y, en tal caso, si no pueden encontrar los documentos, se le va a quedar a usted cara de tonta ante el tribunal.

– Si ésa era la jugada que tenías prevista, tenías motivos más que suficientes para haber robado la ficha -dijo Ralph.

Unas lucecitas rojas de rabia empezaron a bailarme ante los ojos.

– Y, además, presentaré una demanda por difamación.

Fui hasta su mesa y empecé a pulsar las teclas del teléfono. Hacía mucho tiempo que no marcaba el número de la oficina del amigo más antiguo que papá tenía en el cuerpo de policía, pero seguía sabiéndomelo de memoria. Bobby Mallory había acabado aceptando, aunque de mala gana, que me convirtiera en detective, pero seguía prefiriendo que, cuando nos viéramos, fuese por alguna celebración familiar.

– ¿Qué estás haciendo? -me preguntó Ralph, cuando oyó la voz de un agente de policía que contestaba al teléfono.

– Estoy haciendo lo que tú deberías haber hecho: llamar a la policía -me volví hacia el aparato-. Agente Bostwick, soy V. I. Warshawski, ¿está por ahí el capitán Mallory?

A Ralph se le encendieron los ojos.

– Tú no tienes autoridad para pedir que la policía entre en este edificio. Voy a hablar yo con ese agente y se lo voy a decir.

El hecho de que, a pesar de no habernos visto nunca en persona, el agente Bostwick hubiera reconocido mi nombre era señal de un cambio de actitud en Bobby Mallory. Me dijo que el capitán no me podía atender en aquel momento y que si quería dejarle algún recado.

– Se trata de un crimen en el Distrito Veintiuno, agente. En el ordenador, que se quedó conectado en la oficina de la víctima, hay datos que podrían considerarse pruebas -le di la dirección de Fepple y la fecha de su muerte-. Puede que el comisario Purling no se haya dado cuenta de la importancia del ordenador en este caso, pero yo estoy ahora en la Compañía de Seguros Ajax, con la que la víctima hacía muchos de sus negocios, y me parece que puede ser importante comprobar las horas en las que se introdujeron ciertos datos.

– ¿En Ajax? -preguntó Bostwick-. Ahí están teniendo muchos problemas estos días. Durham y Posner están ahora ahí fuera, ¿verdad?

– Sí, así es. El edificio está rodeado por manifestantes, pero el director del área de Reclamaciones piensa que la muerte de ese agente merece más atención que unos cuantos manifestantes.

– Pues a mí no me ha parecido que fueran unos cuantos, señorita, porque han pedido refuerzos en la calle Adams. Pero, bueno, déme los detalles sobre ese ordenador y me aseguraré de que vaya para allá alguien de la policía científica. El comisario Purling, con todo el lío que se ha formado en su distrito con las viviendas subsidiadas Robert Taylor, no tiene demasiado tiempo para hilar muy fino.

Era un modo discreto de decir que aquel tío era un vago. Le di los datos sobre Fepple y recalqué lo importante que era averiguar la fecha y hora de las entradas en el ordenador y añadí que yo había estado con la víctima a última hora del viernes, poco antes de que saliera para acudir a una cita. Bostwick me repitió lo que le había dicho, comprobó que había escrito bien mi nombre deletreándomelo y me preguntó que dónde podría encontrarme el capitán Mallory si quería tratar el asunto conmigo directamente.

Colgué y me quedé mirando fijamente a Ralph.

– Respeto la intimidad de tu empresa y tu autoridad en ella, pero hubieras hecho mejor haciendo tú una llamada como ésta, si quisieras saber de verdad quién se ha colado en el archivo de las microfichas. Sobre todo, si vas a continuar acusándome del robo. Mañana a última hora o, a lo sumo, el jueves sabremos cuándo se introdujo el apunte de la cita con Connie Ingram en el ordenador de Fepple y, si fue antes de que yo estuviese en su oficina el viernes pasado, entonces la pobre señorita Ingram llorará para una audiencia mayor que la nuestra. Por cierto, ¿qué es lo que ha ocurrido con vuestro expediente? El que se quedó Rossy la semana pasada.

Ralph y Karen Bigelow intercambiaron unas miradas de susto.

– Supongo que lo seguirá teniendo -dijo la supervisora-. No consta que lo haya devuelto al Departamento.

– ¿Tiene aquí su despacho? Vamos a preguntárselo. A menos que pienses que, después de hablar contigo al mediodía, estuve husmeando por allí y también lo robé.

Enrojeció.

– No, no creo que hicieras eso. Pero ¿por qué fuiste a la planta treinta y nueve a mediodía sin decírmelo? Habías estado conmigo un momento antes.

– Fue un impulso. Se me ocurrió cuando ya estaba en el ascensor. Me habías estado mareando con el expediente y tenía la esperanza de que la señorita Ingram me permitiera verlo. Bueno, ¿podemos ir a ver a Rossy y que nos devuelva esa carpeta ahora?

– El presidente está hoy en Springfíeld porque se va a debatir la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto en el comité de banqueros y aseguradores y quiere ir a votar en contra. Y el señor Rossy ha ido con él.

– ¿En serio? -dije alzando las cejas-. Me había invitado a cenar a su casa esta noche.

– ¿Para qué iba él a invitarte? -dijo Ralph mientras su arrebato se transformaba en una especie de rencor.

– Cuando me llamó ayer, me dijo que su mujer echaba mucho de menos su tierra y quería estar con alguien con quien pudiese hablar en italiano.

– ¿Te lo estás inventando?

– No, Ralph. No me he inventado nada de lo que he dicho aquí esta tarde. Puede que haya olvidado que me había invitado. ¿Cuándo decidió ir a Springfíeld?

El resentimiento seguía en la mente de Ralph.

– Oye, yo sólo me ocupo del Departamento de Reclamaciones, y parece que no lo hago demasiado bien, ya que la gente se lleva nuestros archivos. Nadie tiene por qué informarme sobre asuntos como el qué se cuece en las sesiones legislativas. Rossy tiene su despacho al otro lado de la planta. Probablemente su secretaria estará allí. Puedes preguntarle a ella si va a volver hoy. Te acompañaré para saber si todavía tiene allí la carpeta.

– Yo debería ir a ver a Connie, señor Devereux -dijo Karen Bigelow-. Pero ¿qué hago con lo de la microficha? ¿Tengo que informar del robo a Seguridad?

Ralph dudó un momento y luego le dijo que cerrara con llave el armario y pusiera un cartel de «Prohibido el acceso».

– Mañana puede emprender una búsqueda mesa por mesa en su servicio. Puede que alguien se haya quedado esa microficha sin darse cuenta, tras haber estado consultándola. Si no la encuentra, hágamelo saber. Yo mismo informaré a Seguridad.

– Escuchad, vosotros dos -dije yo, perdiendo la paciencia ante la futilidad de su propuesta-. Que el nombre de Connie figure en la agenda de Fepple es un asunto muy serio. Si ella no se citó con él, alguien lo hizo usurpando su nombre, lo cual quiere decir que se trata de alguien que sabe que trabaja en el Departamento de Reclamaciones. Y eso reduce mucho el abanico de posibilidades, sobre todo porque no he sido yo.

Ralph se ajustó el nudo de la corbata y se bajó las mangas de la camisa.

– Eso es lo que tú dices.

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