Capítulo 14

La cinta de video

Aquella noche, cuando yacía en la oscuridad junto a Morrell, me invadió un desasosiego inútil e interminable por todo lo que me había sucedido durante el día. Mi mente saltaba -como una bolita de pinball- de Rhea Wiell al concejal Durham, enfureciéndome con él cada vez que pensaba en aquel panfleto que estaba repartiendo en la plaza frente a Ajax. Cuando apartaba aquel pensamiento, me venían a la mente las imágenes de Amy Blount y de Howard Fepple. También me abrumaba mi perenne preocupación por Lotty.

Cuando llegué a mí oficina, tras haber visitado a Amy Blount, me encontré con las copias del vídeo y las fotos de Paul Radbuka que me habían hecho en La Mirada Fija.

Había pasado una tarde tan larga luchando con Sommers y Fepple que me había olvidado totalmente de Radbuka. Al principio me quedé mirando el paquete, intentando recordar qué era lo que había encargado en La Mirada Fija. Cuando vi las fotografías con el rostro de Radbuka, me acordé que le había prometido a Lotty llevarle una copia del vídeo aquel día. Muerta de cansancio, estaba pensando que sería mejor dejarlo hasta que la viese en casa de Max el domingo, cuando sonó el teléfono.

– Victoria, estoy intentando ser educada pero ¿es que no has oído los mensajes que te he dejado esta tarde?

Le expliqué que todavía no había tenido tiempo de escuchar los mensajes.

– Dentro de quince minutos tengo que hablar con una periodista sobre las acusaciones que me ha lanzado Bull Durham, así que estoy intentando organizar mis ideas para que mis respuestas sean sucintas y sinceras.

– ¿Bull Durham? ¿El hombre que se ha manifestado contra la Ley sobre la Recuperación de los Bienes de las Víctimas del Holocausto? No me digas que ahora está relacionado con Paul Radbuka…

Parpadeé sin poder creérmelo.

– No. Está relacionado con un caso en el que estoy trabajando. Un fraude de un seguro de vida en el que está implicada una familia del South Side.

– ¿Y eso es más importante que contestar a mis mensajes?

– ¡Lotty! -grité, indignada-. Hoy el concejal Durham ha estado repartiendo panfletos difamándome. Se ha manifestado en un espacio público insultándome por un megáfono. No creo que sea algo extraordinario que tenga que responder a un ataque así. Acabo de entrar en mi oficina hace cinco minutos y todavía no he escuchado los mensajes del contestador.

– Sí, ya lo veo -dijo-. Pero es que yo…, yo también necesito un poco de apoyo. Quiero ver el vídeo de ese hombre, Victoria. Quiero pensar que estás tratando de ayudarme. Que no vas a aban…, que no vas a olvidarte de nuestra…

Estaba al borde de la histeria y luchaba de tal forma con las palabras que se me revolvieron las tripas.

– Lotty, por favor, ¿cómo me voy a olvidar de nuestra amistad? ¿O a abandonarte? Voy para tu casa en cuanto termine la entrevista. ¿Te parece dentro de una hora?

Después de colgar me puse a escuchar los mensajes. Lotty me había llamado tres veces. Había una llamada de Beth Blacksin diciendo que le encantaría hablar conmigo pero que si podía ir yo al edificio del Global, puesto que estaba con muchísimo trabajo montando en vídeo todas las entrevistas y las manifestaciones de la jornada. Había estado con Murray Ryerson y él había quedado en acudir también al estudio. Pensé con nostalgia en el catre que tengo en el cuarto del fondo, pero recogí mis cosas, me subí a mi coche y volví al centro de la ciudad.

Beth estuvo grabándome veinte minutos mientras ella y Murray me acribillaban a preguntas. Tuve mucho cuidado de no implicar a mi cliente, pero dejé caer una y otra vez el nombre de Howard Fepple. Ya era hora de que alguien, aparte de mí, empezara a presionarlo. Beth estaba tan contenta de haber conseguido aquella nueva fuente de información exclusiva que compartió conmigo encantada lo que sabía, aunque ni ella ni Murray tenían la menor idea de quién le había pasado a Durham los datos sobre los Birnbaum.

– Sólo hablé treinta segundos con el concejal, que me dijo que era de dominio público -me contó Murray-. Hablé con el consejero legal de los Birnbaum y éste me dijo que es una versión distorsionada de una historia muy antigua. No conseguí hablar con la mujer que escribió la historia de Ajax, Amy Blount, pero alguien de Ajax me sugirió que había sido ella.

– Pues yo sí he hablado con ella -dije con aire de suficiencia-. Y apostaría todo mi dinero a que no ha sido ella. Tiene que ser otra persona de dentro de Ajax. O tal vez algún trabajador resentido dentro de la compañía de Birnbaum. ¿Habéis hablado con Bertrand Rossy? Supongo que debe de estar que echa chispas. Seguro que los suizos no están acostumbrados a las manifestaciones callejeras. Si Durham no me hubiese difamado, probablemente estaría muerta de risa con este asunto.

– ¿Te acuerdas de esa entrevista a Paul Radbuka que emitimos el miércoles? -dijo Beth, cambiando de tema hacia otro que a ella le interesaba personalmente-. Hemos recibido alrededor de ciento treinta correos electrónicos de gente que afirma conocer a su amiguita Miriam. Mi ayudante se está poniendo en contacto con ellos. La mayoría son desequilibrados que buscan su minuto de gloria, pero sería un golpe maestro si una de esas personas dijese la verdad. ¡Imagínate si llegamos a reunirlos y los sacamos al aire en directo!

– Espero que no saques todo eso al aire antes de tiempo -dije con tono cortante-. Porque puede acabar siendo sólo eso: aire.

– ¿Qué? -Beth me clavó los ojos-. ¿Crees que se ha inventado a su amiga? No, Vic, en eso te equivocas.

Murray, que había mantenido su metro noventa de altura recostado contra un mueble archivador, se irguió de golpe y empezó a acribillarme a preguntas: ¿Qué información secreta tenía sobre Paul Kadbuka? ¿Qué sabía de su amiguita Miriam? ¿Qué sabía sobre Rhea Wiell?

– No sé nada de todo eso -le dije-. No he hablado con ese tipo. Pero esta mañana conocí a Rhea Wiell.

– Pero ella no es una impostora, Vic -dijo Beth con tono cortante.

– Ya sé que no. No es una impostora ni una estafadora. Pero tiene una confianza tan ciega en sí misma que, no sé, no puedo explicarlo -acabé haciendo un esfuerzo inútil para explicar por qué aquel aire extasiado que tenía cuando hablaba de Paul Radbuka me había hecho sentirme tan incómoda-. Estoy de acuerdo en que parece imposible que puedan engatusar a alguien tan experimentado como Rhea Wiell. Pero…, bueno, supongo que no podré formarme una opinión hasta que no conozca a Radbuka -acabé por decir de manera poco convincente.

– Cuando lo hagas, creerás realmente en él -me prometió Beth.

Un minuto más tarde se marchó a montar en vídeo mis palabras para las noticias de las diez de la noche. Murray intentó convencerme de que fuéramos a tomarnos una copa.

– ¿Sabes una cosa, Warshawski? Trabajamos tan bien juntos que es una pena que no retomemos nuestras viejas costumbres.

– Ay, Murray, qué zalamero eres. Me doy cuenta de lo desesperado que estás por conseguir tu propia versión de este asunto. Pero esta noche no puedo quedarme, es vital que dentro de media hora esté en la casa de Lotty Herschel.

Me siguió por el pasillo hasta la cabina del guardia de seguridad, donde entregué mi pase.

– Pero ¿en cuál de las historias estás tú en realidad, Warshawski? ¿En la de Radbuka y Rhea Wiell? ¿O en la de Durham y la familia Sommers?

Levanté la mirada, con el ceño fruncido.

– En las dos. Ése es el problema. Que no puedo concentrarme totalmente en ninguna de ellas.

– Hoy por hoy Durham es el político más hábil de la ciudad junto con el alcalde. Ten cuidado cuando te metas con él. Saluda a la doctora de mi parte, ¿de acuerdo? -me apretó el hombro con cariño y se alejó por el pasillo.

Conozco a Lotty Herschel desde mi época de estudiante en la Universidad de Chicago. Yo era entonces una chica de familia obrera rodeada de universitarios de un nivel social más alto y me sentía un poco fuera de lugar. Ella estaba de consejera médica en una clínica clandestina donde se hacían abortos y en la que yo trabajaba como voluntaria. Me acogió bajo su manto y me proporcionó las pautas sociales que había perdido cuando me quedé sin madre, ayudándome a no apartarme del buen camino en aquella época de drogas y protestas violentas, sacando tiempo de una agenda apretadísima para aplaudir mis triunfos y consolarme en mis fracasos. Incluso hasta fue a verme jugar algún partido de baloncesto en la universidad, lo cual demostraba lo buena amiga que era, ya que todos los deportes la aburrían sobremanera. Pero, como yo pude estudiar gracias a una beca deportiva, ella me daba ánimos para que me esforzase todo lo posible en ese campo. Y si ahora era Lotty la que se estaba derrumbando, si le estaba ocurriendo algo horrible… No podía ni siquiera pensarlo de tanto miedo como me daba.

Hacía poco se había mudado a una torre de apartamentos frente al lago, a uno de esos preciosos edificios antiguos desde donde se puede ver salir el sol desde el agua, sin más interferencia que la avenida que rodea el lago y una franja del parque. Antes vivía en un edificio de apartamentos de dos plantas que quedaba cerca de su consulta, situada en un local comercial. Su única concesión a la vejez fue vender su apartamento en un barrio lleno de delincuentes y drogadictos. Max y yo sentimos un gran alivio al verla mudarse a un edificio con garaje.

Eran apenas las ocho cuando le entregué mi coche al portero de su edificio para que me lo aparcara. La jornada se había estirado tanto que me parecía que ya habíamos cruzado al otro lado de la oscuridad y estábamos a punto de empezar un nuevo día.

Cuando salí del ascensor, Lotty me estaba esperando en el vestíbulo, haciendo un gran esfuerzo por mantener la compostura. Estiré el brazo para entregarle el sobre con las fotos y el vídeo y, en lugar de arrancármelos de las manos, me invitó a pasar al salón y me ofreció una copa. Cuando dije que sólo quería agua, siguió sin prestarle atención al sobre e intentó hacer una broma, diciéndome que debía de estar enferma si prefería agua en lugar de whisky. Sonreí, pero me preocuparon los cercos oscuros debajo de sus ojos. No hice ningún comentario sobre su aspecto sino que, cuando se volvió para dirigirse a la cocina, le pedí si podía traerme un pedazo de queso o una fruta.

Entonces pareció fijarse en mí por primera vez.

– ¿No has comido? Estás agotada, lo noto por las arrugas de tu cara. Quédate aquí. Te prepararé algo.

Aquella actitud se parecía más a su forma intempestiva de ser. Sintiéndome ya un poco más tranquila, me hundí en el sofá y me quedé adormilada hasta que regresó con una bandeja. Pollo frío, zanahoria cortada en palitos, una pequeña ensalada y unas rebanadas del contundente pan ucraniano que le preparaba una enfermera del hospital. Me contuve para no saltar sobre la comida como uno de mis perros.

Lotty me observó mientras comía, como si estuviera haciendo un ejercicio de voluntad para mantener los ojos apartados del sobre. Su conversación era bastante dispersa: me preguntó si al final me iría de fin de semana con Morrell, si nos daría tiempo a volver para el concierto del domingo por la tarde, dijo que Max esperaba que después fuesen a su casa unas cuarenta o cincuenta personas, pero que él -y especialmente Calia- me echarían de menos si no iba.

Interrumpí aquella cháchara de repente.

– Lotty, ¿te da miedo mirar las fotos por lo que puedas encontrar en ellas o por lo que no vayas a encontrar?

Apenas si me sonrió.

– Muy sagaz, querida. Supongo que un poco de las dos cosas. Pero creo que estoy lista para verlo si pones el vídeo. Max ya me advirtió que el hombre no es nada atractivo.

Fuimos al cuarto del fondo, que ella usa para ver la televisión, y puse el vídeo en el aparato. Me fijé en Lotty, pero tenía tanto miedo reflejado en su rostro que casi no podía soportar mirarla. Clavé la mirada en Paul Radbuka mientras contaba sus pesadillas y lloraba de un modo desgarrador por su amiga de la infancia. Cuando lo vimos todo, incluyendo el trozo de Explorando Chicago en el que aparecían Rhea Wiell y Arnold Praeger, Lotty me pidió, con un hilo de voz, que volviese a poner la entrevista de Radbuka.

Se la pasé dos veces más, pero, cuando me pidió que la pusiera una tercera vez, me negué. Estaba pálida de tanta tensión.

– ¿Por qué te torturas con todo esto, Lotty?

– Yo… Es todo muy difícil -aunque yo estaba sentada en el suelo, junto a su sillón, casi no podía entender lo que decía-. Hay algo que me resulta conocido en lo que dice. Sólo que no puedo pensar, porque… No puedo pensar. Odio todo esto. Odio ver cosas que me paralizan la mente. ¿Tú crees que su historia es cierta?

Hice un gesto de desconcierto.

– La entiendo, pero habla de algo tan lejano a lo que yo espero de la vida que mi mente la rechaza. Ayer conocí a la psicóloga, no, ha sido hoy. Aunque me parece que fue hace mucho tiempo. Creo que es una profesional auténtica pero, bueno, un poco fanática. Una obsesa con su trabajo y en particular con ese tipo. Le dije que quería entrevistar a Radbuka para ver si estaba emparentado con esas personas que tú y Max conocéis, pero ella no quiso ponerme en contacto con él. Y tampoco aparece en la guía telefónica como Paul Radbuka ni como Paul Ulrich, así que voy a mandar a Mary Louise a que visite a todos los Ulrich de Chicago. Puede que todavía siga viviendo en casa de su padre o quizá algún vecino lo reconozca al ver la foto. No sabemos el nombre de pila de su padre.

– ¿Qué edad te parece que tiene? -me preguntó Lotty de repente.

– ¿Te refieres a que si tiene una edad como para haber vivido la experiencia que cuenta? Tú puedes juzgar eso mejor que yo, pero, de todos modos, sería más fácil de responder si le viésemos en persona.

Saqué las fotos del sobre y sostuve las tres tomas diferentes de forma que les diese bien la luz. Lotty las miró durante un rato largo pero, al final, movió la cabeza de un lado a otro con gesto de impotencia.

– ¿Por qué pensé que habría algo evidente que me saltaría a la vista? Es lo que me dijo Max. Después de todo, los parecidos suelen tener que ver con la expresión y aquí no tenemos más que unas fotos y, además, son fotos sacadas de una película. Tendría que ver al hombre, e incluso así… Después de todo, estoy intentando comparar la cara de un adulto con el recuerdo que tiene un niño de alguien que era muchísimo más joven de lo que es este hombre.

Apreté su mano entre las mías.

– Lotty, ¿de qué tienes miedo? Esto te causa tanto dolor que no puedo soportarlo. ¿Es que él podría ser alguien de tu familia? ¿Crees que tiene algún parentesco con tu madre?

– Si supieras algo de esos asuntos, jamás se te ocurriría preguntar una cosa así -dijo, dejando traslucir el lado más fuerte de su carácter.

– Pero… tú conoces a la familia Radbuka, ¿verdad?

Puso las fotos sobre la mesita baja, colocándolas como si fuesen cartas de una baraja y luego se puso a cambiarlas de orden, aunque en realidad no las estaba mirando.

– Conocí a algunos miembros de esa familia hace muchos años. Las circunstancias en que los vi por última vez eran extremadamente dolorosas. Me refiero a la forma en que nos separamos o, bueno, a toda la situación. Si este hombre es…, pero no veo cómo puede ser quien dice ser. Pero si lo fuera, tengo una deuda con su familia y he de intentar hacerme amiga de él.

– ¿Quieres que haga algunas averiguaciones? Si es que llego a conseguir alguna información con la que averiguar algo…

Su rostro cetrino y lleno de vida estaba desencajado por la tensión.

– Ay, Victoria, no sé lo que quiero. Quiero que lo que ocurrió en el pasado no hubiese sucedido o, ya que sucedió y no puedo cambiarlo, quiero que se quede donde está, en el pasado, que se muera, que desaparezca. No quiero conocer a ese hombre. Pero comprendo que tendré que hablar con él. ¿Que si quiero que lo investigues? No, no quiero que te acerques a él. Pero encuéntramelo, encuéntralo para que pueda hablar con él y tú, tú… Lo que tú puedes hacer es intentar averiguar cuál fue el documento que le convenció de que su verdadero nombre era Paul Radbuka.

Bien entrada la noche, sus palabras angustiadas y contradictorias continuaban dándome vueltas a la cabeza. Por fin, alrededor de las dos, me dormí, pero soñé que Bull Durham me perseguía hasta que acababa encerrándome con Paul Radbuka en Terezin y Lotty me miraba con ojos atormentados y llenos de dolor desde el otro lado de la alambrada de púas. «Mantenlo ahí, entre los muertos», me gritaba.

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