Capítulo 13

– Comisario -volvió a suplicar Mo.

– Cállate -interrumpió Adamsberg-, Tienes la soga al cuello y no te queda mucho tiempo.

– No mato a nadie, no mato nada, sólo las cucarachas de casa.

– Que te calles, joder -repitió Adamsberg dirigiéndole un gesto imperioso.

Mo se calló, sorprendido. Algo acababa de cambiar en el comisario.

– Eso está mejor -dijo Adamsberg-, No estoy de humor para dejar que corran en libertad los asesinos.

La imagen de Léo pasó ante sus ojos, desencadenando un picor en la nuca. Se pasó la mano por el cuello y envió la bola al suelo. Mo lo observó con la impresión de que había atrapado un escarabajo invisible. Instintivamente, hizo lo mismo, comprobando su nuca.

– ¿Tú también tienes una bola? -preguntó Adamsberg.

– ¿Una bola de qué?

– De electricidad. La tendrías por menos.

Mo sacudió la cabeza sin comprender.

– En tu caso, Mo, tenemos un asesino cínico, calculador y muy poderoso. Lo contrario del pirado compulsivo y feroz que ataca en Ordebec.

– No conozco -musitó Mo.

– No importa. Alguien ha liquidado a Antoine Clermont- Brasseur. No voy a explicarte por qué el viejo financiero estaba volviéndose molesto, no tenemos tiempo y no es tu problema. Lo que debes saber es que tú vas a pagar el pato. Así está previsto desde el inicio de la operación. Serás puesto en libertad por buena conducta dentro de veintidós años, siempre y cuando no incendies la celda.

– ¿Veintidós años?

– Ha muerto un Clermont-Brasseur, no el dueño de un bareto. La justicia no es ciega.

– Pero, si usted sabe que no fui yo, puede decírselo, y así no iré al talego.

– Eso guárdalo para tus sueños, Mo. El clan Clermont-Brasseur nunca dejará que uno de los suyos sea sospechoso. Ni siquiera son accesibles para un simple interrogatorio. Y sea lo que sea lo sucedido esa noche, nuestros dirigentes protegerán al clan. Decirte que no das la talla, ni yo, es decir poco. No eres nadie, ellos lo son todo. Podemos formularlo así. Y te han elegido a ti.

– No hay pruebas -susurró Mo-. No puedo ser condenado sin pruebas.

– Por supuesto que sí, Mo. Deja ya de hacernos perder el tiempo. Puedo proponerte dos años de prisión en vez de veintidós. ¿Te interesa?

– ¿Cómo?

– Te largas de aquí y te escondes. Pero, como comprenderás, si no te encuentran aquí mañana, tendré que dar alguna explicación.

– Sí.

– Habrás cogido el arma y el móvil de Mercadet, el teniente que lleva raya al lado y tiene las manos muy pequeñas, durante su sueño en la sala de interrogatorio. Siempre se queda dormido.

– Pero no se ha quedado dormido, comisario.

– No discutas. Se ha quedado dormido, le has cogido el arma y el teléfono, los has metido en tu pantalón, lado culo. Mercadet no se ha dado cuenta de nada.

– ¿Y si jura que sigue teniendo el arma encima?

– Se equivocará, porque se la voy a coger, igual que su teléfono. Con ese teléfono, habrás pedido a uno de tus cómplices que te espere fuera. Me habrás apuntado a la nuca con el arma, me habrás obligado a quitarte las esposas y a ponérmelas yo. Y.1 abrirte luego la puerta trasera de la comisaría. Escúchame bien. Fuera, hay dos vigilantes, uno a cada lado de la puerta. Saldrás apuntándome con dureza. Con suficiente dureza para que no traten de intervenir. ¿Sabrás hacerlo?

– Puede.

– Bien. Les diré que no se muevan. Debes tener una pinta muy decidida, de estar dispuesto a todo. ¿Estamos de acuerdo?

– ¿Y si no parezco suficientemente decidido?

– Entonces te juegas la vida. Arréglatelas. En la esquina hay una señal, un prohibido aparcar. Allí giras a la derecha, me golpeas en la barbilla, caigo al suelo. Entonces sales corriendo, todo recto. Verás un coche aparcado encender los faros, delante de una carnicería, a unos treinta metros de allí. Tiras la pistola y te metes dentro.

– ¿Y el móvil?

– Lo dejas aquí. Ya me ocuparé de destruirlo.

Mo miraba a Adamsberg alzando los pesados párpados, anonadado.

– ¿Por qué lo hace? Dirán que no es usted capaz ni de hacer frente a un quinqui barriobajero.

– Lo que digan de mí es asunto mío.

– Sospecharán de usted.

– Si haces bien tu papel, no.

– ¿No es una trampa?

– Dos años de prisión, ocho meses si te portas bien. Si logro llegar hasta el verdadero asesino, de todos modos tendrás que responder por una agresión a mano armada a un comisario y por fuga. Dos años. No puedo ofrecerte nada mejor. ¿Te interesa?

– Sí -susurró Mo.

– Ojo, porque es posible que eleven un muro defensivo tan alto que yo nunca logre atrapar al asesino. En ese caso, tendrás que irte lejos, cruzar el charco.

Adamsberg consultó el reloj. Si Mercadet se había mostrado fiel a su ciclo, tenía que estar dormido. Adamsberg abrió la puerta y llamó a Estalére.

– Vigílamelo, ahora vuelvo.

– ¿Ha dicho algo?

– Casi. Cuento contigo, no le quites los ojos de encima.

Estalére sonrió. Le gustaba cuando Adamsberg hablaba de sus ojos. Un día, el comisario había afirmado que tenía unos ojos excelentes, que lo veía todo.

Adamsberg se deslizó sin ruido hasta el piso de arriba, acordándose de saltarse el noveno peldaño, con el que todo el mundo tropezaba. Lamarre y Morel estaban de guardia en recepción, había que evitar alertarlos. En la sala de la máquina de bebidas, Mercadet estaba en su puesto, dormido en las colchonetas, tapado con el gato, que estaba tumbado encima de las pantorrillas. El teniente se había desabrochado complacientemente la pistolera, y el arma estaba al alcance de la mano. Adamsberg rascó la cabeza al gato y levantó el Magnum sin hacer ruido. Obró con más minucia para extraer el móvil del bolsillo del pantalón. Dos minutos después, decía a Estalére que podía irse y volvía a encerrarse con Mo.

– ¿Dónde voy a esconderme? -preguntó Mo.

– En un lugar adonde la policía nunca irá a buscarte. Es decir en casa de un policía.

– ¿Dónde?

– En mi casa.

– Joder -dijo Mo.

– Es lo que hay, se hace lo que se puede. No he tenido tiempo para organizarme.

Adamsberg mandó un mensaje rápido a Zerk, que respondió que Hellebaud había desplegado las alas, que ya podía volar.

– Es la hora -dijo Adamsberg levantándose.

Con las esposas en las muñecas, estrujado por Mo, que le apoyaba el cañón en el cuello, Adamsberg abrió las dos rejas que daban al gran patio que servía de parking de la Brigada. Al aproximarse al porche, Mo puso una mano en el hombro de Adamsberg.

– Comisario, no sé qué decir.

– Guarda eso para más adelante, concéntrate.

– Pondré su nombre al primer hijo que tenga, lo juro ante Dios.

Avanza, maldita sea. Avanza con dureza.

– Comisario, solo una cosa más.

– ¿Tu yoyó?

– No, mi madre.

– La avisaremos.


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