Capítulo 12

Sonó el teléfono en casa del capitán Émeri, en plena cena. Contestó irritado. El tiempo de la cena era para él una pausa lujosa y benéfica que preservaba de un modo casi obsesivo en su vida relativamente modesta. En su alojamiento oficial, de tres habitaciones, la más grande la reservaba para el comedor, donde el uso del mantel blanco era obligatorio. Encima del mantel, brillaban dos piezas de plata salvadas de la herencia del mariscal Davout, una bombonera y un frutero, ambos con las águilas imperiales y las iniciales del antepasado. La mujer de la limpieza ponía discretamente el mantel del revés, para ocultar la cara manchada y ahorrar lavados, sin respeto alguno por el viejo príncipe de Eckmühl.

Émeri no era un imbécil. Sabía que sus homenajes al antepasado compensaban una vida que consideraba mediocre y un carácter que carecía de la famosa intrepidez del mariscal. Medroso, había rehuido la carrera militar de su padre y optado, en cuestión de ejército, por el cuerpo de la gendarmería nacional y, en cuestión de conquistas, por el cuerpo de las mujeres. Se juzgaba a sí mismo con dureza, salvo en la hora fausta de la cena, durante la cual se concedía una pausa indulgente. En esa mesa, se reconocía prestancia y autoridad, y esa dosis cotidiana de narcisismo lo regeneraba. Se sabía que, salvo por alguna emergencia, no había que interrumpirlo en ese momento. La voz del cabo Blériot era, por tanto, vacilante.

– Mis disculpas, capitán, he creído tener que informarle.

– ¿Léo?

– No, su perro, capitán. Lo estoy cuidando yo de momento. La doctora Chazy afirmó que no tenía nada, pero al final tenía razón el comisario Adamsberg.

– Al grano, cabo -dijo Émeri con impaciencia-. Se me está enfriando la cena.

– Gand seguía sin poder levantarse y, esta noche, ha vomitado sangre. Lo he llevado al veterinario, que ha detectado lesiones internas. Según dice, Gand ha recibido golpes en el vientre, probablemente patadas. En ese caso, Adamsberg tenía razón, y Léo fue efectivamente atacada.

– ¡Déjeme en paz con Adamsberg! Somos capaces de sacar nuestras propias conclusiones.

– Perdone, capitán, es sólo porque lo dijo enseguida.

– ¿Está el veterinario seguro de su diagnóstico?

– Completamente. Está dispuesto a firmar una declaración.

– Convóquelo para mañana a primera hora. ¿Ha preguntado por Léo?

– No ha salido del coma. El doctor Merlán cuenta con que se reabsorba el hematoma interno.

– ¿Cuenta con ello realmente?

– No, capitán. Realmente no.

– ¿Ha acabado de cenar, Blériot?

– Sí, capitán.

– Entonces pase a verme dentro de media hora.

Émeri tiró el teléfono sobre el mantel blanco y volvió a sentarse, sombrío, delante de su plato. Tenía con el cabo Blériot una relación paradójica. Lo despreciaba, no concedía ningún interés a sus opiniones. Blériot no era más que un cabo gordo, sumiso e inculto. Pero al mismo tiempo, su temperamento fácil -infelizote, pensaba Émeri-, su paciencia, que podía confundirse con necedad, y su discreción lo convertían en confidente útil y sin riesgo. Alternativamente, Émeri lo dirigía como a un perro o lo trataba como a un amigo, un amigo especialmente encargado de escucharlo, de reconfortarlo y de animarlo. Trabajaba con él desde hacía seis años.

– La cosa está fatal, Blériot -dijo al abrir la puerta al cabo.

– ¿Lo dice por Léone? -preguntó el cabo sentándose en la silla Imperio que usaba de costumbre.

– Lo digo por nosotros. Por mí. He jodido todo el principio de la investigación.

Dado que el mariscal Davout era célebre por su lenguaje grosero, supuestamente heredado de los años revolucionarios, Émeri no tomaba precauciones para cuidar su vocabulario.

– Si Léo ha sido agredida, Blériot, es que Herbier ha sido efectivamente asesinado.

– ¿Por qué relaciona ambos hechos, capitán?

– Todo el mundo lo hace. Piensa un poco.

– ¿Qué dice todo el mundo?

– Que Léo sabía mucho acerca de la muerte de Herbier, puesto que Léo sabe siempre mucho acerca de todos.

– Léone no es una cotilla.

– Pero es una inteligencia, es una memoria. Desgraciadamente, no me dijo nada. Eso podría haberle salvado la vida.

Émeri abrió la bombonera, llena de regalices, y la empujó hacia Blériot.

– Las vamos a pasar canutas, cabo. Un tipo que estrella a una anciana contra el suelo no es algo que haya que tomarse a la ligera. Es un salvaje, un demonio que llevo días dejando correr por ahí. ¿Qué más dicen en la ciudad?

– Ya se lo he dicho, capitán, no lo sé.

– No es verdad, Blériot. ¿Qué dicen sobre mí? Que no he hecho correctamente mi trabajo, ¿no es así?

– Ya pasará. La gente habla, y luego se olvida.

– No, Blériot. Porque tienen razón. Hace once días que desapareció Herbier, hace nueve días que me alertaron. Decidí no hacer caso porque pensé que los Vendermot querían tenderme una trampa. Tú lo sabes. Me protegí. Y cuando fue encontrado el cuerpo, decidí que se había suicidado porque me venía bien. Me obstiné con eso como un toro, y no moví un dedo. Si dicen que soy responsable de la muerte de Léo, tendrán razón. Cuando el asesinato de Herbier todavía estaba fresco, teníamos posibilidades de seguir la pista.

– No podíamos imaginarlo.

– Tú no. Yo sí. Y ya no queda un solo indicio que recoger. Siempre es lo mismo. De tanto protegerse uno, acaba fragilizándose. No lo olvides.

Émeri ofreció un cigarrillo al cabo, y ambos fumaron en silencio.

– ¿Por qué es tan grave, capitán? ¿Qué puede pasar?

– Una inspección general de la gendarmería, ni más ni menos.

– ¿Contra usted?

– Claro. Tú no corres ningún peligro, no eres responsable.

– Pida ayuda, capitán. No se aplaude con una sola mano.

– ¿A quién?

– Al conde. Su influencia puede llegar a la capital. Y a la inspección general.

– Saca las cartas, Blériot, vamos a echar una o dos partidas, nos sentará bien.

Blériot repartió las cartas con esa pesadez que ponía en todos sus gestos, y Émeri se sintió un poco reconfortado.

– El conde tiene mucho afecto a Léo -objetó Émeri desplegando su juego.

– Dicen que no ha tenido otro amor.

– Podría pensar que soy el responsable de lo que le ha pasado. Y en consecuencia, mandarme al demonio.

– No pronuncie ese nombre, capitán.

– ¿Por qué? -preguntó Émeri con una risita breve- ¿Crees que el demonio está en Ordebec?

– De todos modos. Ha pasado por aquí el señor Hellequin.

– Crees en eso, mi pobre Blériot.

– Nunca se sabe, capitán.

Émeri sonrió y echó una carta en la mesa. Blériot la cubrió con un 8.

– No te estás fijando en el juego.

– Es verdad, capitán.


Загрузка...