Capítulo 53

Adamsberg había quitado las cuerdas y las esposas a Émeri una vez en la sala de interrogatorio. Había alertado al comandante Bourlant, de Lisieux. Blériot había sido enviado al sótano de Léo para buscar los envoltorios de terrones de azúcar.

– No es prudente dejarle las manos libres -observó Retancourt con el tono más neutro posible-. Recuerde la huida de Mo. Los detenidos se escapan a la mínima de cambio.

Adamsberg cruzó la mirada con Retancourt y encontró en ella, con certeza absoluta, la marca de una ironía provocadora. Retancourt había comprendido lo de la huida de Mo, igual que Danglard, y no había hablado de ello. Y eso a pesar de que nada debió de desagradarle tanto como ese método de efectos imprevisibles.

– Pero, esta vez, está usted aquí, Retancourt -contestó Adamsberg sonriendo-. Así que no corremos ningún peligro. Estamos esperando a Bourlant -dijo volviéndose hacia Émeri-, No estoy habilitado para interrogarte en esta gendarmería donde todavía eres oficial. Bourlant te trasladará a Lisieux.

– Mejor, Adamsberg. Bourlant, por lo menos, respeta los principios basados en los hechos. Todo el mundo sabe que tú paleas nubes, y tu opinión no tiene credibilidad alguna entre las fuerzas del orden, ya sean gendarmes o policías. Espero que lo sepas.

– ¿Por eso insististe en hacerme venir a Ordebec? ¿O porque pensabas que sería más conciliador que tu colega, que no te habría dejado intervenir en la investigación?

– Porque no eres nada, Adamsberg. Viento, nubes, un ectoplasma analfabeto incapaz del menor inicio de razonamiento.

– Estás bien informado.

– Por supuesto. Era mi caso, no tenía ganas de que ningún policía eficaz viniera a quitármelo. En cuanto te vi, comprendí que lo que decían de ti era verdad. Que podría hacer lo que me viniera en gana mientras tú te alejabas en tus brumas. Incluso fuiste a ninguna parte, Adamsberg, no pegaste ni chapa, de eso todo el mundo es testigo. Incluida la prensa. Lo único que has hecho es impedirme detener a ese cabrón de Hippo. ¿Y por qué lo proteges? ¿Lo sabes al menos? Para que nadie toque a su hermana. Eres inepto, y un obseso. Lo único que has hecho en Ordebec es mirarle el pecho y cuidar de tu puto palomo. Eso sin contar que la policía de las policías vino para registrar la zona. ¿Te crees que no me enteré? ¿Qué demonios hacías aquí, Adamsberg?

– Recogía envoltorios de azúcar.

Émeri abrió los labios, tomó aire y se calló. Adamsberg creyó saber que había estado a punto de decir: «Pobre cretino, tus envoltorios de azúcar no te servirán para nada».

Muy bien, no encontraría huellas. Papeles vírgenes sin más.

– ¿Cuentas convencer a un tribunal con tus papelitos?

– Olvidas una cosa, Émeri. El que trató de matar a Danglard mató a los demás.

– Evidentemente.

– Un hombre fuerte que resultó ser un buen corredor. Tú dijiste, como yo, que Denis de Valleray había cometido los asesinatos y que él era también quien había citado a Danglard en Cérenay. Así figura en tu primer informe.

– Evidentemente.

– Y que se había suicidado cuando el secretario del club le informó de que estaba empezando a ser investigado.

– El «club» no, la Compañía de la Marcha.

– Como quieras, no me impresiona. Mi antepasado personal fue recluta durante las guerras napoleónicas y murió con veinte años, por si te interesa. En Eylau, si quieres comprender por qué ese nombre se me quedó grabado. Con las dos piernas hundidas en barro mientras tu tatarabuelo desfilaba por la victoria.

– Fatalidad familiar -dijo Émeri sonriente, con la espalda más derecha que nunca y un brazo arrogantemente colocado tras el respaldo de la silla-. No tendrás más suerte que tu antepasado, Adamsberg. Ya estás en el barro hasta los muslos.

– Denis se suicidó, tú lo has escrito. Acusado de los asesinatos de Herbier, Glayeux y Mortembot, y de las tentativas de asesinato de Léo y Danglard.

– Por supuesto. No tuviste conocimiento del resto del informe del laboratorio. Dosis de caballo de ansiolíticos, neurolépticos, y casi cinco gramos de alcohol en la sangre.

– ¿Por qué no? Es fácil echar todo eso en la garganta de un hombre medio inconsciente. Le levantas la cabeza y le provocas el efecto de deglución. Pero dime, Émeri: ¿por qué iba a querer Denis matar a Danglard?

– Tú mismo me lo explicaste paleador. Porque Danglard sabía la verdad acerca de los hijos Vendermot. Por la mancha en forma de insecto.

– De crustáceo.

– Me la suda -se irritó Émeri.

– Te lo dije y me equivoqué. Porque dime, ¿cómo iba Denis de Valleray a enterarse tan rápidamente de que Danglard había visto el crustáceo y comprendido lo que significaba, cuando yo mismo no lo supe hasta la noche en que se fue.

– Por los rumores.

– Es lo que yo había supuesto. Pero llamé a Danglard, y no había hablado de ello con nadie, aparte de Veyrenc. El hombre que deslizó la nota en su bolsillo lo hizo muy poco después del vahído del conde en el hospital. Los únicos que pudieron ver a Danglard volver a poner el chal en los hombros de Lina y descubrir el torso desnudo del conde, mirar esa mancha violeta y sorprenderse, eran, pues, Valleray padre, el doctor Merlán, las enfermeras, los vigilantes de la cárcel, el doctor Hellebaud, Lina y tú. Elimina a los vigilantes y a Hellebaud, que están fuera de la historia. Elimina a los enfermeros, que nunca llegaron a ver la mancha en los hijos Vendermot. Elimina a Lina que nunca ha visto la espalda del conde.

– La vio ese día.

– No, estaba muy atrás, en el pasillo. Danglard me lo ha confirmado. De modo que Denis de Valleray no sabía que el comandante había descubierto la existencia de sus hermanos.Pollo tanto, no tenía ninguna razón para empujarlo a las vías del Caen-París. Tú sí. ¿Quién más?

– Merlán. Él operó los dedos a Hippo cuando era pequeño.

– Merlán no se encontraba en la multitud delante de la casa de Glayeux. Aparte de que los descendientes de Valleray ni le van ni le vienen.

– Lina pudo verlo, por mucho que diga tu comandante.

– No estaba delante de la casa de Glayeux.

– Pero el arcilloso de su hermano sí, Antonin. ¿Quién te dice que ella no se lo dijo?

– Merlán. Lina salió del hospital mucho después que los demás, estaba hablando con una amiga en la entrada. Elimínala.

– Queda el conde, Adamsberg -afirmó altanero Émeri-, Que no quería que se supiera que eran hijos suyos. Al menos, no mientras viviera.

– Tampoco él estaba delante de la casa de Glayeux, sino en observación en el hospital. Sólo tú lo viste, lo comprendiste, y sólo tú pudiste deslizar la nota en el bolsillo de Danglard. Probablemente cuando entró en casa de Glayeux.

– ¿Y a mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado a esas criaturas del diablo? Yo no soy un hijo Valleray. ¿Quieres ver mi espalda? Encuentra al menos una relación entre yo y la muerte de todos esos desgraciados.

– Es sencillo, Émeri. El terror. Y la necesaria erradicación de la causa del terror. Siempre fuiste miedoso, y siempre te mortificó no tener la arrogancia de tu antepasado. Por desgracia, te dieron su nombre.

– ¿El terror? -dijo Émeri abriendo las manos-. Pero ¿de qué, por el amor de Dios? ¿Del mierda de Mortembot, que murió con el pantalón bajado?

– De Hippolyte Vendermot. El responsable, a tus ojos, de todas tus impotencias. Desde hace treinta y dos años. La perspectiva de acabar como Régis te obsesiona, tenías que destruir a quien lo había condenado de niño. De esa «condena» estás seguro. Porque después de eso tuviste una caída de bicicleta casi mortal. Pero no me lo contaste, ¿me equivoco?

– ¿Para qué iba a contarte mi infancia? Todos los niños se la pegan en bicicleta. ¿Nunca te ha pasado?

– Sí. Pero no justo después de ser «condenado» por el pequeño Hippo satánico. No después de haberme enterado del trágico accidente de Régis. Luego todo te fue de mal en peor. Tus fracasos escolares, tus problemas profesionales en Valence, en Lyon, tu esterilidad, tu mujer que se larga. Tu miedo, tu pusilanimidad, tus vértigos. No eres un mariscal, como le habría gustado a tu padre, ni siquiera eres un soldado. Y ese inmenso fiasco es un drama a tus ojos, un drama que va a peor. Pero ese drama no es culpa tuya, Émeri, es Hippo quien lo generó «condenándote». Prohibiéndote toda descendencia, impidiendo que tuvieras una vida feliz, o gloriosa, que para ti es lo mismo. Hippo es el origen de tu mal, de tu mala suerte, y aún hoy te aterroriza.

– Sé razonable, Adamsberg, ¿quién va a tener miedo de ese degenerado que habla al revés?

– ¿Crees que hace falta ser degenerado para saber invertir las letras? Por supuesto que no, hay que estar dotado de una genialidad especial. Diabólica. Tú lo sabes, como sabes que Hippo debe ser destruido para salvarte. Sólo tienes cuarenta y dos años, puedes rehacer tu vida. Desde que se fue tu mujer y desde el suicidio de Régis hace tres años, que te llevó al súmmum del terror, es tu idea fija. Porque eres un hombre de ideas fijas. Tu sala Imperio entre otras.

– Simple respeto, no eres capaz de comprenderlo.

– No, manía megalómana. Tu uniforme impecable, que ningún terrón de azúcar debe deformar. Tu postura de valeroso soldado. No hay más que un responsable de lo que consideras una debacle injusta, insoportable, vergonzosa y, sobre todo, amenazadora: Hippolyte Vendermot. Pero el hechizo que te hizo sólo puede extinguirse con su muerte. En cierto modo, habría sido un caso de legítima defensa neurótica, de no ser porque mataste a cuatro más.

– Si así fuera -dijo Émeri apoyándose de nuevo en el respaldo de la silla-, ¿por qué no matar sólo a Hippo?

– Porque temes por encima de todo ser acusado de su muerte. Y se comprende. Porque todo el mundo aquí conoce vuestra infancia, tu accidente de bicicleta a los diez años, después de que él te condenara, el odio que tienes a los Vendermot. Necesitas, una coartada para sentirte totalmente a salvo. Una coartada y un culpable. Necesitas una estrategia amplia e ingeniosa, como en Eylau. Una estrategia bien pensada, único modo de vencer, como hizo el Emperador, a un ejército dos veces más poderoso. Hippolyte Vendermot es al menos diez veces más poderoso que tú. Pero desciendes de un mariscal, joder, y puedes aplastarlo. «¿Vas a dejarte devorar por esa gente?», como dijo el Emperador. No, desde luego. Pero hay que preparar la menor irregularidad del terreno. Necesitas un mariscal Ney que venga a ayudar cuando Davout se vea amenazado por el flanco derecho. Por eso fuiste a ver a Denis.

– ¿Fui a verlo?

– Hace un año, cenaste con el conde y unos notables, el doctor Merlán, el vizconde Denis, por supuesto, el perito tasador de Evreux, entre otros. El conde tuvo un vahído, lo llevaste a su habitación con la ayuda del doctor. Me lo ha contado Merlán. Pienso que fue esa noche cuando tuviste conocimiento de su testamento.

Émeri lanzó una risa rápida y natural.

– ¿Estabas allí, Adamsberg?

– En cierto modo. He pedido una confirmación al conde. Él creyó morir, te pidió urgentemente su testamento, te dio la llave del cofre. Quería, antes de morir, incluir a sus dos hijos Vendermot. Añadió, pues, con dificultad, unas líneas en el papel y te pidió que firmaras. Confiaba en tu discreción; eres capitán, un hombre de honor. Pero leíste esas líneas, claro. Y no te extrañó mucho que el conde hubiera engendrado a demonios como Hippo y Lina. Viste la mancha que tiene en la espalda cuando el médico lo auscultó. Conocías la de Lina, su chal se cae cada dos por tres. Para ti no es una cochinilla con antenas, es una cara de diablo rojo y cornudo. Todo eso te confirma la idea de que esa descendencia bastarda está maldita. Y esa misma noche, con el tiempo que llevabas buscando la ocasión de deshacerte de la raza de los Vendermot, porque Lina es a tus ojos igual de negra, se presentó, o casi. Te lo piensas mucho, temeroso como eres, sopesas cuidadosamente todos los elementos y, un tiempo después, hablas con el hijo Valleray.

– Nunca me he relacionado con el vizconde, eso lo sabe todo el mundo.

– Pero puedes hacerle una visita, Émeri. Eres el jefe de la gendarmería. Desvelaste la verdad a Denis, esas nuevas líneas que su padre había añadido al testamento. Le mostraste su abismo. Es un débil, y tú lo sabes. Pero un hombre como el vizconde no se decide solo. Lo dejaste pensar. Volviste a verlo para acuciarlo, para convencerlo, y le hiciste este ofrecimiento: te deshacías de los herederos bastardos con la condición de que él te proporcionara una coartada. Denis perdió pie, sin duda estuvo pensándoselo un tiempo más. Pero, tal como habías previsto, acabó aceptando. Si matabas tú, si él no tenía que hacer nada más que jurar que estaba contigo, no le salía tan caro. Negocio concluido. Y esperaste la ocasión.

– Sigues sin responder a mi pregunta. ¿A mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado esas criaturas y que lo supiera Danglard?

– Nada. Lo que te interesaba eran las criaturas en sí. Pero si su filiación se hacía pública, perdías el apoyo de tu cómplice Denis, que entonces ya no vería ninguna ventaja en cubrirte. Y perdías tu coartada. Por eso empujaste a Danglard a las vías.

El comandante Bourlant entró en ese instante en la sala, saludando con sequedad al comisario Adamsberg, por quien no tenía ninguna estima.

– ¿Cargos? -preguntó.

– Cuatro asesinatos, dos tentativas de asesinato, dos intenciones de asesinato.

– Las intenciones no cuentan. ¿Tiene algo que apoye esa acusación?

– Tendrá mi informe mañana a las diez. Usted mismo decidirá si lo lleva a los tribunales.

– Me parece correcto. Sígame, capitán Émeri. No se lo tome a mal, no sé nada de la historia. Pero Adamsberg es el encargado del caso y me veo obligado a obedecer.

– Pasaremos poco tiempo juntos, comandante Bourlant -dijo Émeri levantándose con solemnidad-. No tiene pruebas, desvaría.

– ¿Ha venido solo, comandante? -preguntó Adamsberg.

– Afirmativo, comisario. Estamos a 15 de agosto.

– Veyrenc, Retancourt, acompañen al comandante. Empezaré el informe mientras tanto.

– Todo el mundo sabe que no puedes redactar ni tres líneas -dijo Émeri socarrón.

– No te preocupes por eso. Una última cosa, Émeri: la ocasión perfecta te la proporcionó Lina sin querer. Cuando vio al Ejército Furioso y se enteró todo Ordebec. Ella misma te señaló el camino, señal del destino. Ya sólo quedaba realizar su predicción, matar a los tres prendidos y poner así a todo el mundo contra los Vendermot. «Muerte a los V.» Puedo asesinar a Lina y a su hermano maldito. Habrían buscado en el pueblo a un loco aterrorizado por el Ejército y decidido a erradicar a todos sus médiums. Como en 1775, cuando decenas de personas mataron con sus horcas a François-Benjamin. Sospechosos no habrían faltado.

– 1777 -corrigió Veyrenc en ausencia de Danglard.

– Quizá no tantos, pero sí al menos doscientos.

– No me refiero al número de sospechosos, sino a la fecha de la muerte de François-Benjamin.

– Ah, muy bien -dijo Adamsberg sin inmutarse.

– Imbécil -dijo Émeri entre dientes.

– Denis es casi tan culpable como tú -prosiguió tranquilamente Adamsberg-, al haberte dado su acuerdo de cobarde, su absolución de miserable. Pero cuando comprendiste que la Compañía del Hacha…

– De la Marcha -interrumpió Émeri.

– Como quieras. Que la Compañía iba a informar al vizconde sobre la investigación, supiste que no aguantaría más que unas horas sin hundirse. Que hablaría, que te acusaría. Él sabía que habías matado a los prendidos para preparar la muerte de los Vendermot. Fuiste a verlo, le hablaste para adormecer su miedo, lo dejaste semi inconsciente con tu golpe profesional en la carótida, le hiciste tragar alcohol y medicamentos. Imprevisiblemente, Denis se levantó de repente para vomitar, precipitándose hacia la ventana abierta. Había tormenta, ¿te acuerdas? El tiempo de todas las fuerzas. Sólo tuviste que levantarlo por las piernas para que cayera. Denis sería acusado de los asesinatos, causa de su suicidio. Perfecto. Eso perturbaba tu plan, pero tampoco tanto al fin y al cabo. Después de esas cuatro muertes y a pesar de que existía una explicación racional, medio Ordebec seguiría pensando que la causa profunda era el Ejército. Que, fundamentalmente, Hellequin había venido a destruir a los cuatro prendidos. Que el vizconde había sido su brazo armado, su instrumento. Que Hippo y Lina seguían participando en la venida del Señor. Nada impedía, pues, que se dijera que un demente había eliminado a los dos siervos de Hellequin. Un demente que nunca encontraría nadie, con la aprobación de la población.

– Es una gran hecatombe para atacar a un solo hombre -dijo Émeri alisándose la chaqueta.

– Cierto, Émeri. Pero añade a eso que esa hecatombe te complacía a más no poder. Glayeux y Mortembot se habían burlado de ti, ambos, te habían humillado, no habías podido con ellos. Los odiabas. Herbier, lo mismo: nunca fuiste capaz de detenerlo. Todos eran hombres malvados, y tú eliminabas a los hombres malvados; el último, Hippo. Pero por encima de todo, Émeri, crees fervientemente en el Ejército Furioso. El señor Hellequin, sus siervos Hippo y Lina, su víctima Régis, todo eso tiene sentido para ti. Destruyendo a los prendidos, ganabas de paso el favor del Señor. Y eso no es moco de pavo. Porque temías ser la cuarta víctima. No te gustaba mencionar al cuarto hombre, el innombrado. Supongo, pues, que hace tiempo mataste a alguien. Igual que Glayeux, igual que Mortembot. Pero eso te lo llevas contigo.

– Basta ya, comisario -intervino Bourlant-. Nada de lo que aquí se diga tiene valor.

– Lo sé, comandante -dijo Adamsberg sonriendo brevemente mientras empujaba a Veyrenc y Retancourt en la estela del rugoso oficial de Lisieux.

– Del águila ha caído el orgulloso retoño -murmuró Veyrenc-, / el loco que soñaba con ir al panteón.

Adamsberg echó una mirada a Veyrenc señalándole que no era momento para eso, igual que lo había hecho con Danglard cuando éste habló de Ricardo Corazón de León.


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