Capítulo 4

Cuando Adamsberg volvió a su casa, más tarde de lo previsto -por lo que se habían complicado las cosas con el tío abuelo-, su vecino, el viejo español Lucio, estaba meando ruidosamente en el árbol del pequeño jardín, en el calor de la noche.

– Hombre, hola -dijo el viejo sin interrumpir el chorro-. Uno de tus tenientes te está esperando. Una mujerona alta y ancha como una torre. Tu hijo le ha abierto.

– No es una mujerona, Lucio. Es una diosa, una diosa polivalente.

– Ah, ¿es ella? -preguntó Lucio abrochándose el pantalón-. ¿La mujer de la que tanto hablas?

– Sí, la diosa. Por eso, claro, no puede parecerse a los demás. Oye, ¿tú sabes qué es eso del Ejército Curioso? ¿Te suena el nombre?

– Hombre, pues no.

La teniente Retancourt y Zerk, el hijo del comisario -llamado en realidad Armel, pero Adamsberg aún no se había acostumbrado en las siete semanas que hacía que se conocían- estaban en la cocina, con sendos cigarrillos entre los labios, inclinados sobre una canasta tapizada de algodón. No se volvieron cuando entró Adamsberg.

– ¿Lo pillas o no? -decía Retancourt al joven, sin miramientos-. Mojas unos trocitos de pan tostado, que sean pequeños, y se los metes con cuidado en el pico. Luego unas gotas de agua con cuentagotas, al principio no muchas. Al agua le pones una gota de este frasco. Es un tónico.

– ¿Sigue viva? -se informó Adamsberg, que se sintió curiosamente extraño en su propia cocina, invadida por la gran mujer y ese hijo desconocido de veintiocho años.

Retancourt se irguió, poniendo los brazos en jarras.

– No es seguro que pase de esta noche. Informe: he pasado más de una hora desincrustándole la cuerda de las patas. La tenía clavada hasta el hueso; debió de estar tirando durante días. Pero no tiene nada roto. Está desinfectada hay que cambiar el apósito todos los días. Aquí tiene la gasa -dijo dando una palmada en una cajita que había encima de la mesa-. Le he puesto un antipulgas; en principio, eso debería aliviarla.

– Gracias, Retancourt. ¿El técnico se ha llevado la cuerda?

– Sí. No ha sido fácil, porque a los del laboratorio no les pagan para analizar cuerdas de palomas. Por cierto, es macho. Lo dice Voisenet.

El teniente Voisenet había visto frustrada su vocación de zoólogo, debido a las órdenes imperiosas de un padre que lo había metido en la policía sin discusión posible. Voisenet estaba especializado sobre todo en los peces, marinos y principalmente fluviales, y tenía la mesa cubierta de revistas de ictiología. Pero sabía mucho de muchos otros ámbitos de la fauna, desde los insectos hasta los murciélagos, pasando por los ñúes, y esa ciencia lo desviaba parcialmente de las obligaciones de su cargo. El inspector de división, alertado por esa deriva, había dado un aviso; igual que había hecho en relación con el teniente Mercadet, que sufría hipersomnia. Pero en esa brigada, se preguntaba Adamsberg, ¿quién no estaba desviado de una u otra manera? La única, Retancourt; pero sus capacidades y su energía también se desviaban de lo normal.

Después de irse la teniente, Zerk se quedó de pie, con los brazos colgando, la mirada fija en la puerta.

– Te ha impresionado un poco, ¿no? -dijo Adamsberg-. Le pasa a todo el mundo la primera vez. Y las demás veces también.

– Es muy guapa -dijo Zerk.

Adamsberg miró a su hijo extrañado; la belleza no era, desde luego, la principal característica de Violette Retancourt. Ni el encanto, ni la sutileza, ni la amabilidad. Estaba en todo punto en lo opuesto a la delicadeza preciosa y frágil que sugería su nombre. Y eso a pesar de que tenía las facciones finas y bien dibujadas, pero con unas mejillas anchas y mandíbulas potentes encima de un cuello de toro.

– Lo que tú digas -asintió Adamsberg, que no deseaba discutir los gustos de un joven a quien todavía no conocía.

Hasta el punto de no tener clara su inteligencia. ¿Poseía una o no? ¿O un poco? Una cosa tranquilizaba al comisario. Y era que la mayoría de las personas no tenían las ideas claras acerca de su propia inteligencia, ni siquiera él. No se planteaba nada sobre su inteligencia, ¿por qué iba a hacerlo sobre la de Zerk? Veyrenc aseguraba que el joven tenía talento, pero Adamsberg todavía no había descubierto para qué.

– ¿Te suena de algo el Ejército Curioso? -preguntó Adamsberg depositando con precaución la canasta del palomo en el aparador.

– ¿El qué? -preguntó Zerk, que empezaba a poner la mesa colocando los tenedores a la derecha y los cuchillos a la izquierda, como su padre.

– No, deja. Se lo preguntaremos a Danglard. Es una de las cosas que he enseñado a tu hermano desde que cumplió siete meses. Una de las que te habría enseñado si te hubiera conocido a esa edad. Hay tres reglas que debes recordar, Zerk, y con eso estás salvado: cuando no puedes ir hasta el final de algo, hay que recurrir a Veyrenc. Cuando no puedes hacer algo, hay que recurrir a Retancourt. Cuando no sabes algo, hay que recurrir a Danglard. Asimila bien esta trilogía. Pero Danglard estará de muy mala uva esta noche, no sé si podremos sacarle algo. Veyrenc se reincorpora a la Brigada, y eso no le va a hacer ninguna gracia. Danglard es una flor de lujo y, como todo objeto de excepción, es frágil.

Adamsberg llamó a su más antiguo colaborador mientras Zerk servía la cena. Atún al vapor con calabacín y tomate, arroz, fruta. Zerk había pedido quedarse a vivir un tiempo en casa de su padre, y parte del acuerdo era que él se encargara de la comida por las noches. Un acuerdo llevadero, puesto que a Adamsberg le resultaba prácticamente indiferente lo que comía, capaz como era de engullir eternamente el mismo plato de pasta, al igual que vestía de un modo invariable, con chaqueta y pantalón de algodón negro hiciera el tiempo que hiciera.

– ¿Danglard lo sabe realmente todo? -preguntó el joven frunciendo las cejas, tan hirsutas como las de su padre, que formaban una especie de sombrajo rústico por encima de la mirada vaga.

– No, hay muchas cosas que no sabe. No sabe encontrar a una mujer, aunque tiene una nueva amiga desde hace dos meses, es un acontecimiento excepcional. No sabe encontrar agua, aunque localiza enseguida el vino blanco. No sabe dominar sus miedos ni olvidar su masa de preguntas; se acumulan en un cúmulo espantoso que luego él recorre como un roedor recorre su madriguera. No sabe correr, no sabe mirar cómo cae la lluvia, ni cómo fluye el río. No sabe desprenderse de las preocupaciones de la vida y, peor aún, las crea por adelantado para que no lo pillen desprevenido. En cambio, sabe todo lo que no parece útil a primera vista. Todas las bibliotecas del mundo están metidas en la cabeza de Danglard, y aún le queda mucho sitio. Es algo colosal, inaudito, algo que no puedo describirte.

– ¿Y si no sirve a primera vista?

– Entonces será necesariamente a segunda o a quinta vista.

– Ah, bien -dijo Zerk, aparentemente satisfecho de la respuesta-, Yo no sé qué sé. ¿Qué crees tú que sé?

– Lo mismo que yo.

– ¿Es decir?

– No lo sé, Zerk.

Adamsberg levantó una mano para señalar que tenía por fin a Danglard en línea.

– ¿Danglard? ¿Están todos dormidos? ¿Puede venir un momento a mi casa?

– Si es para ocuparme del palomo, ni hablar. Está lleno de pulgas, y guardo muy mal recuerdo de las pulgas. Y no me gusta la cara que tienen vistas con microscopio.

Zerk miró la hora en los relojes de su padre. Las nueve. Violette había dado orden de dar de comer y de beber al palomo cada hora. Mojó los fragmentos de pan tostado, llenó de agua el cuentagotas, añadió una gota de tónico y se puso manos a la obra. El animal mantenía los ojos cerrados, pero aceptaba el alimento que el joven le introducía en el pico. Zerk levantaba con suavidad el cuerpo del palomo, como Violette le había enseñado a hacer. Esa mujer le había impactado. Nunca hubiera pensado que pudiera existir semejante criatura. Volvía a ver sus grandes manos manejando hábilmente el pájaro, su pelo rubio y corto inclinado hacia la mesa, con rizos en la ancha nuca cubierta de leve vello blanco.

– Del palomo se encarga Zerk. Y ya no tiene pulgas. Retancourt ha solucionado el problema.

– ¿Entonces?

– Es algo que me preocupa, Danglard. La mujer menuda con bata floreada que estaba en la Brigada esta tarde, ¿se fijó en ella?

– En cierto modo. Un caso especial de inconsistencia, de evanescencia física. Se volaría si alguien le soplara, como los aquenios del diente de león.

– ¿Los aquenios, Danglard?

– Los frutos del diente de león, transportados por paracaídas plumosos. ¿Nunca los ha soplado de pequeño?

– Claro que sí. Todo el mundo ha soplado molinillos. Pero no sabía que se llamaran aquenios.

– Pues sí.

– Pero, aparte de su paracaídas plumoso, Danglard, esa mujer menuda estaba transida de espanto.

– No me había fijado.

– Sí, Danglard. Terror en estado puro, terror que emerge del fondo del pozo.

– ¿Y le ha dicho por qué?

– Parece que le esté prohibido hablar de eso. So pena de muerte, supongo. Pero me dio una indicación en voz baja. Su hija vio pasar al Ejército Curioso. ¿Sabe qué puede entender por eso?

– No.

Adamsberg se sintió cruelmente decepcionado, casi humillado, como si acabara de fracasar en un experimento delante de su hijo, de faltar a su promesa. Vio la mirada preocupada de Zerk y le aseguró con un gesto que la demostración no había acabado.

– Veyrenc parece saber de qué se trata -prosiguió Adamsberg-. Me ha aconsejado que se lo pregunte a usted.

– ¿Ah, sí? -dijo Danglard con tono más vivo; el nombre de Veyrenc parecía agitarlo como la irrupción de un abejorro-. ¿Qué oyó exactamente?

– Que su hija había visto pasar al Ejército Curioso, de noche. Y que con esa pandilla, la chica, que se llama Lina, también vio a un cazador y a otros tres. El cazador lleva una semana desaparecido, y la mujer menuda piensa que está muerto.

– ¿Dónde? ¿Dónde lo vio?

– En un camino cerca de su casa. Por Ordebec.

– ¡Ah! -dijo Danglard, que se animó realmente, como siempre que sus conocimientos eran solicitados, como siempre que podía sumergirse y revolcarse a gusto en las profundidades de su saber-. Ah, sí, el Ejército Furioso, no curioso.

– Perdón, furioso.

– ¿Es eso lo que dijo? ¿La Mesnada Hellequin?

– Sí, pronunció un nombre así.

– ¿La Gran Cacería?

– También -dijo Adamsberg dirigiendo un guiño victorioso a Zerk, como un tipo que acaba de atrapar un gran pez espada.

– ¿Y esa Lina vio al cazador con la tropa?

– Exactamente. Iba chillando, al parecer. Y los demás también. Un grupo aparentemente alarmante, la mujer menuda del paracaídas plumoso parece pensar que esos hombres están en peligro.

– ¿Alarmante? -dijo Danglard brevemente divertido-. No es la palabra adecuada, comisario.

– Eso dijo Veyrenc. Que con esa pandilla podemos tener una sacudida del copón.

Adamsberg había vuelto a nombrar a Veyrenc intencionadamente, no para herir a Danglard, sino para habituarlo de nuevo a la presencia del teniente de las mechas rojas, para desensibilizarlo inyectándole el nombre a pequeñas y frecuentes dosis.

– Sacudida interior sólo -matizó Danglard un tono más bajo-. Nada urgente.

– Veyrenc no supo decirme más. Pase a tomar una copa. Zerk ha hecho reservas para usted.

A Danglard no le gustaba contestar inmediatamente a las exigencias de Adamsberg, simplemente porque las aceptaba siempre, y esa deficiencia de su voluntad lo humillaba. Refunfuñó unos minutos más mientras Adamsberg, acostumbrado a las resistencias formales del comandante, insistía.

– Corre, hijo -dijo Adamsberg al colgar el teléfono-. Ve por vino blanco a la tienda de la esquina. No lo dudes, elige el mejor de todos, no se puede servir una botella de vino chungo a Danglard.

– ¿Podré beber con vosotros? -preguntó Zerk.

Adamsberg miró a su hijo sin saber qué contestar. Zerk lo conocía apenas, tenía veintiocho años, no tenía por qué pedir permiso a nadie, y menos a él.

– Claro que sí -contestó Adamsberg maquinalmente-. Mientras no pimples tanto como Danglard -añadió, y la connotación paternal de ese consejo lo sorprendió-. Coge dinero del aparador.

Sus miradas se dirigieron juntas a la canasta. Una canasta de fresas de gran formato que Zerk había vaciado para que sirviera de cama guateada al palomo.

– ¿Cómo lo encuentras? -preguntó Adamsberg.

– Tiembla, pero respira -contestó prudentemente su hijo.

Con gesto furtivo, el joven acarició con un dedo el plumaje del pájaro antes de salir. Al menos tiene talento para eso, pensó Adamsberg mientras miraba a su hijo alejarse; talento para acariciar a los pájaros, hasta los más corrientes, sucios y feos, como éste.


Загрузка...