Capítulo 36

Adamsberg se había acordado de traer flores a la madre Vendermot. Llamó suavemente a la puerta a las diez de la mañana. Era miércoles, era posible que Lina estuviera allí; era su mañana de fiesta a cambio de la guardia del sábado. A ellos quería ver, a Lina y a Hippo, por separado, para un interrogatorio más preciso. Los encontró sentados a la mesa del desayuno, todavía sin vestir. Los saludó uno tras otro, examinando sus rostros somnolientos. La cara arrugada de Hippo le pareció convincente, pero, con el calor que reinaba ya a esas horas, no era difícil componer el semblante aproximativo de un durmiente ceñudo. Salvo la hinchazón nocturna de los párpados, que no se imita, Hippo tenía por naturaleza los ojos caídos, lo cual hacía que su mirada no siempre resultara despierta ni simpática.

La madre -la única que ya se había vestido- recibió las flores con alegría sincera y ofreció inmediatamente café al comisario.

– Dicen que ha habido un drama en Cérenay -dijo la mujer, y era la primera vez que volvía a oírla realmente hablar, con su voz humilde y nítida-, ¿No será el mismo caso horrible, al menos? ¿Ha ocurrido algo a Mortembot?

– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Adamsberg.

– ¿Es Mortembot? -insistió ella.

– No, no es él.

– Virgen santa -dijo la anciana aliviada-. Porque al paso que vamos, los chicos y yo tendremos que irnos a vivir a otra parte.

– Que no, mamá -dijo Martin con voz mecánica.

– Yo sé lo que me digo, hijo. Ninguno de vosotros quiere ver las cosas como son. Pero un día u otro, alguien vendrá, y alguien nos matará.

– Que no, mamá -repitió Martin-, Tienen miedo.

– No lo entienden -dijo la madre a Adamsberg-, No entienden que nos creen culpables. Pobre hija mía, si al menos te hubieras quedado calladita…

– No podía -dijo Lina con cierta severidad, sin conmoverse por la preocupación de su madre-. Ya lo sabes, hay que dejar una posibilidad a los prendidos.

– Es verdad -dijo la madre sentándose a la mesa-. Pero no tenemos adónde ir. Mi deber es protegerlos -explicó volviéndose de nuevo hacia Adamsberg.

– Nadie nos tocará, mamá -dijo Hippolyte, y alzó hacia el techo las dos manos deformes, y todos se echaron a reír.

– No lo entienden -repitió con suavidad la madre, desolada-. No juegues con tus dedos, Hippolyte, no es momento para payasadas, cuando ha habido un muerto en Cérenay.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lina, de cuyo pecho, demasiado visible a través del pijama blanco, Adamsberg apartó la mirada.

– Mamá ya lo ha dicho -dijo Antonin-. Alguien se ha tirado a las vías cuando pasaba el rápido de Caen. Fue un suicidio, a eso se refería.

– ¿Cómo se han enterado? -preguntó Adamsberg a la madre.

– Al ir a la compra. El jefe de estación llegó a las siete cuarenta y cinco y vio a la policía y la ambulancia. Habló con uno de los enfermeros.

– ¿A las siete cuarenta y cinco, cuando el primer tren no para hasta las once?

– Había llamado el conductor del expreso. Le parecía haber visto algo en la vía, así que el jefe fue a comprobarlo. ¿Sabe quién se ha matado?

– ¿Se lo han dicho a ustedes?

– No -dijo Hippo-, Puede que sea la Marguerite Vanout.

– ¿Por qué ella? -preguntó Martin.

– Ya sabes lo que se dice en Cérenay. Euq átse adallirg.

– Que está grillada -explicó Lina.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo es eso? -preguntó Antonin, con el aire franco de un hombre intrigado, que no se da cuenta de que a él mismo se le va la olla.

– Desde que su marido la dejó. Chilla, se desgarra la ropa, raya las paredes de las casas, escribe. En las paredes.

– ¿Qué escribe?

– Cerdos asquerosos -explicó Hippo-, Con «j». En singular o en plural. Lo va escribiendo por todo el pueblo, y la gente de Cérenay empieza a estar hasta las narices. Todos los días, el alcalde tiene que mandar borrar todos los Cerdos ajquerosos que ella ha ido grabando durante la noche. Encima, como tiene dinero, esconde un billete gordo aquí o allí, debajo de una piedra, dentro de un árbol, y a la mañana siguiente, desde muy temprano, la gente se pone a buscar el dinero diseminado como en un juego de escondite. Ya nadie llega puntual al trabajo. Así que ella sola consigue desorganizarlo todo. Por otra parte, esconder billetes no está prohibido.

– Es más bien divertido -dijo Martin.

– Más bien -aprobó Hippo.

– No es divertido -regañó la madre-. Es una pobre mujer que ha perdido la cabeza, y sufre.

– Sí, pero es divertido igualmente -dijo Hippo inclinándose para depositar un beso en su mejilla.

La madre se transformó radicalmente, como si se diera cuenta súbitamente de que toda reprimenda era inútil e injusta. Dio unas palmaditas en la mano de su hijo mayor y fue a sentarse en el sillón de la esquina, desde donde, probablemente, ya no participaría en la conversación. Era como una oscura y tranquila salida, como si un personaje desapareciera del escenario a pesar de permanecer visible.

– Enviaremos flores para el entierro -dijo Lina-. Al fin y al cabo, conocemos bien a su tía.

– ¿Y si las cojo en el bosque? -propuso Martin.

– Enviar flores cortadas por uno mismo a un entierro no se hace.

– Tienen que ser pagadas -aprobó Antonin-. ¿Podemos comprar azucenas?

– No, hombre, las azucenas son para las bodas.

– Además, no tenemos dinero para azucenas -dijo Lina.

– ¿Y anémonas? -propuso Hippo-. Sal asnoména on nos yum sarac.

– No es la temporada -replicó Lina.

Adamsberg los dejó debatir un rato la elección de las flores para Marguerite, y esa conversación, salvo si había sido preparada por mentes superiores, le demostraba mejor que cualquier otra cosa que ningún Vendermot estaba implicado en el accidente de Céneray. Eso sí, superiores lo eran todos los Vendermot, no cabía duda.

– Pero Marguerite no está muerta -dijo por fin Adamsberg.

– ¿Ah, no? Pues fuera flores -concluyó prestamente Hippolyte.

– Entonces ¿quién? -preguntó Martin.

– Nadie ha muerto. El hombre estaba estirado entre los raíles, y el tren le pasó por encima sin tocarlo.

– Bravo -dijo Antonin-, Es lo que se llama una experiencia artística.

Al mismo tiempo, el joven tendía un terrón de azúcar a su hermana, y Lina, comprendiendo inmediatamente, lo partió en dos para él. Un gesto que exigía una presión fuerte de los dedos que Antonin no se aventuraba a ejercer.

Ese asalto de terrones de azúcar en todas las situaciones le producía ya una especie de estremecimiento, como si se viera rodeado por un asaltante múltiple cuyos terrones de azúcar fueran proyectiles y murallas.

– Si quería suicidarse, tendría que haberse puesto de través -dijo Lina mirando a Adamsberg.

– Es verdad, Lina. No quería suicidarse. Lo pusieron allí. Se trata de mi adjunto, Danglard. Alguien ha querido matarlo.

Hippolyte frunció las cejas.

– Utilizar un tren como arma -observó- no es facilitarse el trabajo.

– Pero para hacer creer que es un suicidio, no es ninguna tontería -dijo Martin-, Cuando uno ve una vía férrea, piensa en el suicidio.

– Sí -dijo Hippolyte torciendo el gesto-, pero una organización así viene de un cerebro torpe. Ambicioso, pero espeso. Completamente odallirg. Completamente grillado.

– Hippo -dijo Adamsberg apartando la taza-. Necesitaría hablarle a solas. Y luego a Lina, si es posible.

– Espeso, espeso -repitió Hippo.

– Pero necesito hablar con usted -insistió Adamsberg.

– No sé quién ha querido matar a su adjunto.

– Es sobre otra cosa. Sobre la muerte de su padre -añadió más bajo.

– Entonces sí -dijo Hippo echando una mirada a la madre-. Mejor salimos. Deje que vaya a vestirme, ahora vengo.

Adamsberg caminaba por la carreterita empedrada, junto a Hippolyte, que le llevaba veinte buenos centímetros de altura.

– No sé nada de su muerte -dijo Hippo-. Recibió un hachazo en la cabeza y otro en el pecho, eso es todo.

– Pero sabe que Lina limpió el mango.

– Eso dije en esa época, pero era pequeño.

– Hippo, ¿por qué Lina limpió el mango?

– No lo sé -dijo Hippo con voz enfurruñada-. No porque lo hubiera matado. Conozco a mi hermana, vamos. Ganas no le faltaban, como a todos nosotros. Pero era al contrario, fue ella quien impidió que Suif se lo cargara.

– Entonces limpió el hacha porque pensó que lo había matado uno de ustedes. O porque había visto a uno de ustedes matarlo. Martin o Antonin.

– Tenían seis y cuatro años.

– O usted.

– No. Nos daba demasiado miedo, a todos, para atrevernos a hacer algo así. No dábamos la talla.

– Pero usted le echó al perro.

– En ese caso, su muerte habría sido obra de Suif, no mía. ¿Ve la diferencia?

– Sí.

– Y el resultado fue que el muy cabrón mató a mi perro. Teníamos la impresión de que, si uno de nosotros se atrevía a tocar a padre directamente, padre era capaz de matarnos a todos, como a Suif, empezando por mi madre. Es lo que habría pasado, posiblemente, si el conde no me hubiera acogido en su casa.

– Émeri dice que usted no era un niño miedoso. Dice que sembró el caos en la escuela de pequeño.

– Sí, organicé una buena -dijo Hippolyte recobrando la gran sonrisa-. ¿Qué dice Émeri? ¿Que yo era un mocoso malnacido que aterrorizaba a todo el mundo?

– Eso más o menos.

– Eso exactamente. Pero Émeri tampoco era un angelito. Y él no tenía excusa. Estaba mimado y forrado. Antes de que Régis formara su pandilla de torturadores, un tal Hervé había encabezado el acoso y derribo. Pues bien, puedo decirle que Émeri no era de los últimos cuando me rodeaban y se ponían a pegarme. No, comisario, no lamento nada de eso, tenía que defenderme. Bastaba con que estirara las manos hacia ellos para que se dispersaran gritando. Qué risa. Ellos tenían la culpa. Ellos dijeron que yo tenía las manos del Diablo, que era el inválido del infierno. A mí solo no se me habría ocurrido. Entonces lo utilicé. No, si hay algo que lamento, es ser hijo del mayor cabronazo de la zona.

Lina se había vestido entretanto, con una blusa ajustada que hizo estremecerse a Adamsberg. Hippolyte le cedió el sitio con una palmada en el brazo.

– No te va a comer, hermanita -dijo-. Pero tampoco es inofensivo. Le gusta saber dónde disimula la gente sus porquerías, y eso es un oficio feo.

– Salvó a Léo -dijo Lina lanzando una mirada contrariada a su hermano.

– Pero se pregunta si he matado a Herbier y a Glayeux. Rebusca en mi montón de mierda, ¿verdad, comisario?

– Es normal que se lo plantee -interrumpió Lina-. Habrás sido correcto, al menos, ¿no?

– Mucho -aseguró Adamsberg sonriendo.

– Pero como Lina no esconde ningún montón de mierda, se la dejo sin preocuparme -dijo Hippo alejándose-. Eso sí, on el euqot in un olep.

– Que quiere decir…

– «No le toque ni un pelo» -dijo Lina-. Perdone, comisario, es su temperamento. Se siente responsable de todos nosotros. Pero somos buena gente.

Somos buena gente. La tarjeta de visita simplona de los Vendermot. Tan necia, tan tonta que Adamsberg sentía la tentación de creérsela. Su ideal del yo, en cierto modo, su divisa proclamada. Somos buena gente. ¿Para ocultar qué?, habría replicado Émeri. Un tipo inteligente como Hippolyte, y el adjetivo no estaba a la altura, un tipo capaz de invertir las letras de las palabras como quien juega a los bolos, no podía ser simplemente buena gente.

– Lina, le hago la misma pregunta que a Hippolyte. Cuando encontró usted a su padre asesinado, ¿por qué limpió el hacha?

– Para hacer algo, supongo. Por reflejo.

– Ya no tiene once años, Lina. No piensa que este tipo de respuesta puede ser suficiente. ¿Limpió el hacha para eliminar las huellas de uno de sus hermanos?

– No.

– ¿No le vino a la idea que Hippolyte podría haberle partido la cabeza a su padre, o Martin?

– No.

– ¿Por qué?

– Le teníamos todos demasiado miedo para presentarnos en su habitación. De todos modos, ni siquiera nos atrevíamos a subir allí. Estaba prohibido.

Adamsberg se detuvo en el camino, se puso frente a Lina y le pasó un dedo por la mejilla muy rosada, sin segunda intención, igual que Zerk había pasado el suyo por el plumaje del palomo.

– Entonces ¿a quién protegía usted, Lina?

– Al asesino -dijo súbitamente levantando la cabeza-. Y no sabía quién era. No me impresionó encontrar a mi padre en medio de su sangre. Sólo pensé que alguien, por fin, lo había aplastado, que ya no volvería, y eso era un alivio inmenso. Limpié las huellas del hacha para que nunca se castigara al asesino. Fuera quien fuera.

– Gracias, Lina. ¿Hippo era un terror en la escuela?

– Nos protegía. Porque mis hermanos, los pequeños, también las pasaban canutas en el patio de al lado. Cuando Hippo tuvo el valor de enfrentarse a los demás, con sus pobres dedos anormales, por fin nos dejaron en paz. Somos buena gente, pero Hippo tuvo que defendernos.

– Les decía que era un enviado del Diablo, que podía aniquilarlos.

– ¡Y funcionó! -dijo ella riéndose sin compasión-. ¡Se apartaban a nuestro paso! Para nosotros, los niños, fue un paraíso, r ramos los reyes. Sólo Léo nos puso en guardia. La venganza es un plato que se sirve frío, decía, pero yo no lo entendía en esa época. Ahora -añadió más sombría- lo estamos pagando. Con el recuerdo de Hippo-el-Diablo y el Ejército de Hellequin, comprendo que mi madre tema por nosotros. Aquí, en 1777, pasaron por las horcas a François-Benjamin, un criador de cerdos.

– Sí, lo sé. Porque había visto al Ejército.

– Con tres víctimas que nombró y una que no pudo reconocer. Igual que yo. La chusma se abalanzó sobre él al morir la segunda víctima, y estuvieron más de dos horas destripándolo. François-Benjamín pasó su don a su sobrino Guillaume, que se lo pasó a su prima Élodine; luego fue a Sigismond el curtidor, y a Hébrard, y a Arnaud el vendedor de lonas; luego a Louis-Pierre el clavecinista, a Aveline, y por último a Gilbert, que, al parecer, me lo transmitió en la pila del bautismo. ¿Su adjunto sabía algo, para que quisieran matarlo?

– Ni idea.

Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…, se recitó callado Adamsberg, sorprendido de ver resurgir el verso de Veyrenc.

– No se rompa la cabeza -dijo ella con voz súbitamente dura-. No es a él a quien querían matar, sino a usted.

– Qué va.

– Sí. Porque aunque no sepa nada ahora, acabará sabiéndolo todo mañana. Usted es mucho más peligroso que Émeri. Tiene el tiempo contado.

– ¿El mío?

– El suyo, comisario. Tiene que irse, huir. Nada detiene nunca al Señor, ni a él ni a sus soldados. No se quede en su camino. Créame o no, sólo trato de ayudarlo.

Palabras tan ásperas e inconsecuentes que Émeri la habría detenido por menos que eso. Adamsberg no se movió.

– Tengo que proteger a Mortembot -dijo.

– Mortembot mató a su madre. No vale la pena que se moleste por él.

– No es mi problema, Lina, usted lo sabe. -No me entiende. Mortembot morirá, haga lo que haga usted. Váyase antes.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

– Quiero decir: ¿cuándo morirá?

– Lo decide Hellequin. Váyase. Usted y sus hombres.


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