Capítulo 48

Había visitado a Léo, le había leído un capítulo sobre los casos de partos múltiples en los équidos, le había dado un beso en la mejilla, dicho «Volveré» y había saludado al doctor Merlán. Había pasado por casa de los Vendermot, había interrumpido a los hermanos, que estaban ocupados instalando una hamaca en el patio, y expuesto el desenlace de la situación en pocas palabras, sin abordar el asunto crucial de la paternidad del conde de Valleray. Dejaba ese cometido a Léo, o al conde mismo, si es que tenía valor para ello. La cólera de Valleray había empezado a apaciguarse; pero con ese choque que hacía estremecerse el castillo, Adamsberg dudaba de que el hombre mantuviera su decisión bravucona de casarse con Léo. A partir del día siguiente, los medios de comunicación nacionales detallarían los crímenes del vizconde y se aproximarían al rastro de sangre que llevaba directamente al castillo.

La rueda de prensa tendría lugar a las nueve de la mañana, y Adamsberg se la cedía al capitán Émeri, en justo premio a su colaboración aproximadamente amable. Émeri le había dado efusivamente las gracias por ello, sin imaginar, él que era tan aficionado a los anuncios y paradas un tanto rígidas, que Adamsberg estaba encantado de eludirla. Émeri había insistido para celebrar la resolución del caso invitándolo a un aperitivo en la sala Imperio, con Veyrenc, Blériot y Faucheur. Blériot había cortado el salchichón, Faucheur había preparado kirs empalagosos, y Émeri había alzado el vaso para brindar polla destrucción del enemigo, evocando de paso las grandes victorias de su antepasado, Ulm, Austerlitz, Auerstädt, Eckmühl y, sobre todo, Eylau, su preferida. Cuando Davout, atacado por la derecha, había recibido en refuerzo el ejército del mariscal Ney. Cuando el emperador, espoleando a sus hombres, había gritado a Murat: «¿Vas a dejarnos devorar por esta gente?». Risueño, y como saciado, el capitán se había pasado una y otra vez la mano por el vientre, seguramente liberado ya de todas sus bolas de electricidad.

Había ido a ver a Lina a su bufete, había lanzado una última mirada al objeto de su deseo. Con Veyrenc, había ordenado la casa de Léo, dudando si echar un poquito de agua en la botella de calvados para restablecer el nivel del contenido. Sacrilegio de adolescente ignorante, había decretado Veyrenc, no se echa agua a un calvados así. Había raspado los excrementos del palomo en el zapato izquierdo, barrido el alpiste esparcido, sacudido el colchón para igualarlo. Había llenado el depósito de gasolina, cerrado la bolsa de viaje y subido a lo alto del viejo pueblo de Ordebec. Sentado en un murete tibio todavía expuesto al sol, examinaba cada detalle de los prados y colinas esperando el menor movimiento de alguna vaca impasible. Tenía que permanecer allí hasta la cena en el Jabalí azul antes de ponerse en camino, es decir hasta la llamada de Danglard para pedirle que llevara a los dos jóvenes de vuelta. El comandante debía dirigir a Zerk hacia Italia y dejar a Mo en casa de algún amigo cuyo padre desempeñaría el papel de delator. No tenía por qué codificar esas instrucciones, las había establecido con Danglard antes de irse. Bastaba dar la señal. Ninguna vaca se decidía a moverse y, ante semejante fracaso, Adamsberg sintió la misma sensación de incompletud que por la mañana. Igual de ligera e igual de nítida.

En el fondo, resultaba parecido a lo que le contaba siempre su vecino, el viejo Lucio, que había perdido de niño un brazo en la Guerra Civil. El problema, explicaba Lucio, no era tanto ese brazo como el hecho de que, en el momento de perderlo, tenía en él una picadura de araña que el hombre no había acabado de rascarse. Y setenta años más tarde, Lucio seguía rascándola en el aire. Lo que no está acabado siempre vuelve a tocarle a uno las narices. ¿Qué era lo que no estaba acabado en Ordebec? ¿El movimiento de las vacas? ¿El restablecimiento definitivo de Léo? ¿El vuelo del palomo? ¿O, más seguramente, la conquista de Lina, a quien ni siquiera había tocado? En cualquier caso, seguía picándole y, al ignorar la causa, se concentró en los bovinos inmóviles en los prados.

Veyrenc y él se despidieron al caer la noche. Adamsberg se encargó de cerrar la casa sin darse ninguna prisa. Metió la jaula en el maletero, trasladó a Hellebaud en el zapato y lo colocó en el asiento delantero. El palomo le parecía suficientemente civilizado a esas alturas, es decir desnaturalizado, para no ponerse a volar durante el viaje. La lluvia de la tormenta se había infiltrado en el habitáculo, posiblemente también en el motor, y le costó un poco arrancar. Lo cual demostraba que los vehículos de la Brigada no estaban en mejor estado que el de Blériot, muy lejos de los Mercedes de los Clermont-Brasseur. Echó una ojeada a Hellebaud, plácidamente instalado en el asiento, y pensó en el viejo Clermont, sentado también en el asiento delantero, esperando confiado, mientras sus dos hijos se disponían a incendiarlo.

Dos horas y media más tarde, cruzaba el jardincito sombrío de su casa y esperaba la llegada del viejo Lucio. Sin duda su vecino lo había oído llegar e iba a surgir fatalmente con su cerveza, fingiendo mear bajo el árbol antes de trabar conversación. Adamsberg tuvo apenas tiempo para sacar la bolsa y a Hellebaud, que depositó con zapato y todo encima de la mesa de la cocina, antes de ver aparecer a Lucio en la oscuridad, con sendas botellas de cerveza en la mano.

– Estás mejor, ¿no? -diagnosticó Lucio.

– Eso creo.

– Los hurgamierdas vinieron dos veces más. Luego desaparecieron. ¿Has arreglado tus asuntos?

– Casi.

– ¿Y en el campo? ¿Todo arreglado?

– Ya se acabó. Pero mal. Tres muertos y un suicidio.

– ¿Del culpable?

– Sí.

Lucio asintió, como si apreciara el macabro balance, y destapó las cervezas haciendo palanca con una rama.

– Ya le atacas las raíces cada vez que le meas encima, y ahora le estropeas la corteza.

– De eso nada -se indignó Lucio-, El pis está lleno de nitrógeno, no hay nada mejor para el compost. ¿Por qué crees que meo bajo el árbol? El nitrógeno -repitió Lucio saboreando la palabra-. ¿No lo sabías?

– No sé gran cosa, Lucio.

– Siéntate, hombre -dijo el español señalando la caja de madera-. Aquí hace calor -dijo tomando un trago a morro-, hemos sufrido.

– Allí también. Las nubes se acumulaban al oeste, pero no estallaban. Al final, todo explotó ayer, el cielo y el caso. También había una mujer cuyo pecho me habría gustado zamparme crudo. No tienes idea. Tengo la impresión de que debería haberlo hecho; tengo la impresión de que hay algo que no he acabado.

– ¿Te pica?

– Sí, por eso quería hablar contigo. No me pica el brazo, sino dentro de la cabeza. Como si hubiera quedado una puerta batiendo al viento, una puerta que yo no hubiera cerrado.

– Entonces tienes que volver, hombre. Si no, seguirá batiendo toda tu vida. Ya conoces el principio.

– El caso está cerrado, Lucio. No tengo ya nada que hacer allí. O igual es porque no vi moverse las vacas. En los Pirineos, sí; pero allí, ni por casualidad.

– ¿No quieres conseguir a la mujer, más que vigilar a las vacas?

– No quiero conseguirla, Lucio.

– Ah.

Lucio se tomó la mitad de la botella tragando ruidosamente, y eructó, pensando en el difícil caso que le planteaba Adamsberg. Era tremendamente sensible a las cosas que uno no había acabado de rascar. Era su terreno, su especialidad.

– Cuando piensas en ella, ¿piensas en comida?

– En un kugelhopf con almendras y miel.

– ¿Qué es eso?

– Un tipo de brioche especial.

– Es preciso -dijo Lucio con aire de entendido-. Pero las picaduras siempre lo son. Deberías ponerte en busca de ese kugelhopf. Así a lo mejor se te pasa.

– En París no encontraré ninguno auténtico. Es una especialidad del Este.

– Siempre puedo pedir a María que te haga uno. Habrá recetas, ¿no?


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