Capítulo 3

La mujer había aceptado por fin dar su nombre, y Adamsberg lo estaba apuntando en una hoja cualquiera, descuido que la inquietó. Quizá el comisario no tuviera ninguna intención de ocuparse de ella.

– Valentine Vendermot, con «o» y «t» -repitió Adamsberg, pues tenía grandes dificultades con las palabras nuevas, y más aún con los nombres propios-. Y viene usted de Ardebec.

– De Ordebec. Está en Calvados.

– Tiene hijos, ¿no es así?

– Cuatro. Tres chicos y una chica. Soy viuda.

– ¿Qué ha pasado, señora Vendermot?

La mujer recurrió de nuevo a su voluminoso bolso, del cual extrajo un periódico local. Lo desplegó ligeramente y lo puso sobre la mesa.

– Es este hombre. Ha desaparecido.

– ¿Cómo se llama?

– Michel Herbier.

– ¿Es un amigo suyo? ¿Un pariente?

– Huy, no. Todo lo contrario.

– ¿Es decir?

Adamsberg esperó pacientemente la respuesta, que parecía difícil de formular.

– Lo odio.

– Ah, muy bien -dijo cogiendo el periódico.

Mientras Adamsberg se concentraba en el breve artículo, la mujer lanzaba miradas inquietas hacia las paredes, observando la de la derecha, luego la de la izquierda, sin que el comisario comprendiera el motivo de la inspección. Algo la atemorizaba de nuevo. Miedo a todo. Miedo a la ciudad, miedo a los demás, miedo al qué dirán, miedo a él. Tampoco entendía aún por qué había venido hasta aquí para hablarle de Michel Herbier si lo odiaba. El hombre, jubilado, cazador empedernido, había desaparecido de su domicilio con la moto. Tras una semana de ausencia, los gendarmes habían entrado en su casa por control de seguridad. Vieron que el contenido de los congeladores, abarrotados de piezas de todo tipo, había sido completamente desparramado por el suelo. Eso era todo.

– No puedo meterme en eso -se excusó Adamsberg devolviéndole el diario-. Si ese hombre ha desaparecido, comprenderá usted que es obligatoriamente la gendarmería local la que debe encargarse del caso. Y si sabe usted algo, es a ellos a quien hay que ir a ver.

– No puedo, señor comisario.

– ¿No se entiende usted con la gendarmería local?

– Eso es. Por eso el vicario me dio su nombre. Por eso he hecho este viaje.

– ¿Para decirme qué, señora Vendermot?

La mujer se alisó la bata floreada, cabizbaja. Hablaba más fácilmente si no la miraban.

– Lo que le ha pasado. O lo que le va a pasar. Ha muerto, o va a morir si no se hace nada para evitarlo.

– Aparentemente, el hombre se ha ido, sin más, puesto que su moto ha desaparecido. ¿Se sabe si se ha llevado equipaje?

– Nada, salvo uno de sus fusiles. Tiene muchos fusiles.

– Entonces volverá dentro de un tiempo, señora Vendermot. Ya sabe usted que no nos está permitido buscar a un hombre adulto sólo porque se ausente unos días.

– No volverá, comisario. Lo de la moto no cuenta. Ha desaparecido para que nadie lo busque.

– ¿Lo dice porque recibió amenazas?

– Sí.

– ¿Tiene algún enemigo?

– Santa madre de Dios, el más espantoso de los enemigos, comisario.

– ¿Sabe cómo se llama?

– Dios mío, no se puede pronunciar su nombre.

Adamsberg suspiró, sintiéndolo más por ella que por sí mismo.

– Y según usted, ¿Michel Herbier huyó?

– No, no lo sabía. Seguramente ya está muerto. Estaba prendido, ¿entiende?

Adamsberg se levantó y anduvo unos instantes de una pared a la otra, con las manos en los bolsillos.

– Señora Vendermot, me parece muy bien escucharla, incluso alertar a la gendarmería de Ordebec. Pero no puedo hacer nada sin entender por qué. Deme un segundo.

Salió del despacho y fue a ver al comandante Danglard que, muy enfurruñado, consultaba el archivador de carpetas. Entre varios miles de datos más, Danglard almacenaba en su cerebro casi todos los nombres de los jefes y subjefes de las gendarmerías y comisarías de Francia.

– ¿Le suena el capitán de la gendarmería de Ordebec, Danglard?

– ¿En Calvados?

– Sí.

– Es Émeri, Louis Nicolas Émeri. Se llama Louis Nicolas en referencia a su antepasado por la rama bastarda, Louis Nicolas Davout, mariscal del Imperio, comandante del tercer cuerpo del Gran Ejército de Napoleón. Batallas de Ulm, Austerlitz, Eylau, Wagram; duque de Auerstädt y príncipe de Eckmühl, nombre de una de sus célebres victorias.

– Danglard. Lo que me interesa es el hombre de ahora, el policía de Ordebec.

– Precisamente. Su ascendencia cuenta mucho, no permite que nadie la olvide. Puede ser altanero, orgulloso, marcial. Aparte de la herencia napoleónica, es un hombre bastante simpático, un buen policía, prudente; quizá demasiado prudente. De unos cuarenta años. No se ha lucido especialmente en sus anteriores destinos, en el extrarradio de Lyon, creo. Se hace olvidar en Ordebec. Es un sitio tranquilo.

Adamsberg volvió a su despacho, donde la mujer había reanudado su observación minuciosa de las paredes.

– No es fácil, ya me hago cargo, comisario. Es que normalmente está prohibido hablar de ello. Es algo que puede atraer problemas espantosos. Oiga, ¿están bien sujetas las estanterías murales? Porque ha puesto documentos pesados arriba y ligeros abajo. Podrían caerse sobre alguien. Siempre hay que poner lo pesado abajo.

Miedo a la policía, miedo a la caída de las librerías.

– ¿Por qué odia a ese Michel Herbier?

– Todo el mundo lo odia, comisario. Es una bestia parda, siempre lo ha sido. Nadie le habla.

– Eso podría explicar que se haya ido de Ordebec.

Adamsberg volvió a coger el periódico.

– Es soltero -dijo-, y jubilado. Tiene sesenta y cuatro años. ¿Por qué no va a empezar una nueva vida en otro lugar? ¿Tiene familia en algún sitio?

– Estuvo un tiempo casado. Es viudo.

– ¿Desde hace cuánto?

– Uf, más de quince años.

– ¿Se lo encuentra de vez en cuando?

– No lo veo nunca. Como vive un poco en las afueras de Ordebec, es fácil no toparse con él. Y todo el mundo contento.

– Pero aún así algún vecino se ha preocupado por él.

– Sí, los Hébrard. Son buena gente. Lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Viven al otro lado de la carretera, ¿sabe? En cambio, él vive a cincuenta metros de allí, metido en el bosque Bigard, cerca del antiguo vertedero. Es un sitio muy húmedo.

– ¿Por qué se preocuparon si lo vieron irse en moto?

– Porque de costumbre, cuando se ausenta, les deja la llave del buzón. Pero esta vez no. Y no lo oyeron volver. Y las cartas se salían del buzón. Eso quiere decir que Herbier se había ido por poco tiempo y que algo le impidió volver. Los gendarmes dicen que no lo han encontrado en ningún hospital.

– Cuando fueron a visitar la casa, el contenido de los congeladores estaba tirado por los suelos.

– Sí.

– ¿Por qué tiene toda esa carne? ¿Tiene perros?

– Es cazador, mete sus piezas en congeladores. Mata mucho y no comparte.

La mujer se estremeció ligeramente.

– El cabo Blériot, que es bastante amable conmigo, a diferencia del capitán Émeri, me contó la escena. Era espantoso, dijo. Había en el suelo media jabalina, con la cabeza entera, piernas de cierva, liebres hembras, jabatos, perdigones. Todo ello tirado de cualquier manera, comisario. Llevaba días pudriéndose cuando entraron los gendarmes. Con el calor que hace, la podredumbre es peligrosa.

Miedo a las librerías y miedo a los microbios. Adamsberg echó una mirada a las grandes cuernas de ciervo, que seguían en el suelo de su despacho, cubiertas de polvo. Regalo suntuoso de un normando, precisamente.

– ¿Liebres hembras, ciervas? Es observador ese cabo. ¿También es cazador?

– Qué va. Es que todo el mundo lo dice sistemáticamente, sabiendo como es Herbier. Es un cazador asqueroso, un malhechor. Sólo mata hembras y crías, carnadas enteras. Dispara incluso a hembras preñadas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Todo el mundo lo sabe. Herbier fue condenado una vez por haber matado una jabalina con sus jabatos todavía pequeños. Y cervatos también. Qué lástima. Pero normalmente, como lo hace de noche, Émeri no lo pilla nunca. Lo que sí es seguro es que ningún cazador quiere ir con él. Ni siquiera los más carniceros lo admiten. Ha sido expulsado de la Liga de Caza de Ordebec.

– Entonces tiene decenas de enemigos, señora Vendermot.

– Más que nada es que nadie lo frecuenta.

– ¿Piensa usted que algún cazador podría querer matarlo? ¿Es eso? ¿O algún anti-caza?

– Oh no, comisario. Ha sido algo muy distinto.

Tras un rato de cierta fluidez, la mujer volvía a tener dificultades para hablar. Seguía teniendo miedo, pero aparentemente ya no la preocupaban las estanterías. Era un temor resistente, profundo, lo que llamaba la atención a Adamsberg; en cambio, el caso de Herbier no requería ese viaje desde Normandía.

– Si usted no sabe nada -insistió en tono cansado-, o si le está prohibido hablar, no puedo ayudarla.

El comandante Danglard se había apoyado en el marco de la puerta y le dirigía señales de urgencia. Había noticias de la niña de ocho años, que se había fugado al bosque de Versalles tras haber roto una botella de zumo de frutas en la cabeza de su tío abuelo. El hombre había conseguido llegar al teléfono antes de desmayarse. Adamsberg dio a entender a Danglard y a la mujer que cerraba. Las vacaciones de verano iban a empezar y, al cabo de tres días, la Brigada iba a verse mermada en un tercio de sus efectivos. Había que cerrar los casos en curso. La mujer comprendió que no le quedaba mucho tiempo. En París la gente no se toma su tiempo, se lo había advertido el vicario, por muy amable y paciente que hubiera sido con ella el comisario bajito.

– Lina es mi hija -anunció apresuradamente-. Ha visto a Herbier. Lo vio dos semanas y dos días antes de su desaparición. Se lo contó a su jefe y, al final, todo Ordebec se ha enterado.

Danglard se había puesto de nuevo a clasificar archivos, con una barra de contrariedad atravesándole la ancha frente. Había visto a Veyrenc en el despacho de Adamsberg. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Iba a firmar? ¿A reengancharse? La decisión era para esa misma tarde. Danglard se detuvo junto a la fotocopiadora y acarició al gatazo allí tumbado, buscando consuelo en su pelaje. Los motivos de su aversión a Veyrenc no eran confesables. Unos celos sordos y tenaces, casi femeninos, la necesidad imperiosa de apartarlo de Adamsberg.

– Tenemos que darnos prisa, señora Vendermot. ¿Su hija lo vio, y algo le hizo pensar que alguien lo había matado?

– Sí. Gritaba. Y había otros tres con él. Era de noche.

– ¿Había habido una pelea? ¿Por las ciervas y los cervatos? ¿En una reunión, una cena de cazadores?

– No, qué va.

– Vuelva mañana, o en otro momento -decidió Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-. Vuelva aquí cuando pueda hablar.

Danglard esperaba al comisario, de pie y desabrido, apoyado en la esquina de la mesa.

– ¿Tenemos a la niña? -preguntó Adamsberg.

– Los chicos la han encontrado en un árbol. Se había subido hasta lo más alto, como un joven jaguar. Tiene un gerbillo en las manos, y no lo suelta de ninguna de las maneras. El gerbillo parece estar bien.

– ¿Un gerbillo, Danglard?

– Es un pequeño roedor. A los niños les encanta.

– ¿Y la niña? ¿Cómo está?

– Más o menos como su paloma. Muerta de hambre, de sed y de cansancio. Está recibiendo cuidados. Una de las enfermeras se niega a entrar por el gerbillo, que se ha escondido debajo de la cama.

– ¿Ha explicado por qué lo ha hecho?

– No.

Danglard respondía con reticencia, rumiando sus preocupaciones. No tenía el día parlanchín.

– ¿Sabe que su tío abuelo se ha salvado?

– Sí, pareció aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Vivía sola con él desde no se sabe cuándo, y nunca ha puesto un pie en la escuela. No hay seguridad ninguna de que sea realmente su tío abuelo.

– Bien. Delegamos la continuación en Versalles. Pero diga al teniente encargado del caso que no mate al gerbillo de la niña. Que lo pongan en una jaula y le den de comer.

– ¿Es tan urgente?

– Claro, Danglard. Puede que sea lo único que tiene esa niña en el mundo. Un momento.

Adamsberg se dirigió apresuradamente hasta el despacho de Retancourt, que se disponía a empapar las patas a la paloma.

– ¿La ha desinfectado, teniente?

– ¡Momento! -contestó Retancourt-, Primero había que rehidratarlo.

– Perfecto, no tire la cuerda, quiero pedir muestras. Justin ha avisado al técnico, ya viene.

– Se me ha cagado encima -observó tranquilamente Retancourt-. ¿Qué quiere esa mujer? -preguntó señalando el despacho.

– Decir algo que no quiere decir. Es la indecisión personificada. O se va ella sola, o la echamos cuando vayamos a cerrar.

Retancourt se encogió de hombros, un poco despectiva. La indecisión era un fenómeno ajeno a su modo de acción. De ahí su potencia de propulsión, que sobrepasaba con diferencia la de los otros veintisiete miembros de la Brigada.

– ¿Y Veyrenc? ¿También está indeciso?

– Veyrenc ha tomado su decisión desde hace tiempo. ¿Policía o profesor, usted qué eligiría? La enseñanza es una virtud que amarga. La policía es un vicio que enorgullece. Y como es más fácil abandonar una virtud que un vicio, no tiene elección. Me voy a ver al supuesto tío abuelo al hospital de Versalles.

– ¿Qué hacemos con la paloma? No puedo llevármela a casa, mi hermano es alérgico a las plumas.

– ¿Tiene a su hermano en casa?

– Provisionalmente. Se ha quedado sin trabajo. Robó una caja de pernos en el garaje y unas buretas de aceite.

– ¿Puede dejarlo en mi casa esta noche? Me refiero al pájaro.

– De acuerdo -masculló Retancourt.

– Tenga cuidado, hay gatos andando por el jardín.

La mano de la mujer menuda se posó, tímida, sobre el hombro de Adamsberg. Éste se volvió.

– Esa noche -dijo lentamente-, Lina vio pasar al Ejército Furioso.

– ¿A quién?

– Al Ejército Furioso -repitió la mujer en voz baja-. Y allí estaba Herbier. Y chillaba. Y también otros tres.

– ¿Es una asociación? ¿Tiene que ver con la caza?

La señora Vendermot miró a Adamsberg, incrédula.

– El Ejército Furioso -volvió a decir muy bajo-. La Gran Cacería. ¿No lo conoce?

– No -dijo Adamsberg sosteniéndole la mirada estupefacta-. Vuelva usted otra vez, ya me lo explicará.

– Pero ¿ni siquiera le suena el nombre? ¿La Mesnada Hellequin? -susurró.

– Lo siento -repitió Adamsberg volviendo a su despacho seguido de la mujer-, Veyrenc, ¿conoce a una pandilla que se llama «el Ejército Curioso»? -preguntó mientras se metía en el bolsillo las llaves y el móvil.

– Furioso -corrigió la mujer.

– Eso. La hija de la señora Vendermot vio al desaparecido con ellos.

– Y a otros -insistió la mujer-. Jean Glayeux y Michel Mortembot. Pero mi hija no reconoció al cuarto.

Una expresión de intensa sorpresa pasó por el rostro de Veyrenc, que luego sonrió ligeramente, levantando el labio. Como un hombre a quien traen un regalo muy inesperado.

– ¿Su hija lo ha visto de verdad? -preguntó.

– Por supuesto.

– ¿Dónde?

– Donde suele pasar en nuestra tierra, en el camino de Bonneval, en el bosque de Alance. Siempre ha pasado por allí.

– ¿Está delante de la casa de su hija?

– No, vivimos a más de tres kilómetros.

– ¿Su hija había ido a verlo?

– No, ni hablar de eso. Lina es una chica muy razonable, muy sensata. Estaba allí, eso es todo.

– ¿De noche?

– El Ejército Furioso siempre pasa de noche.

Adamsberg arrastró a la mujer menuda hacia fuera, pidiéndole que pasara al día siguiente o llamara otro día, cuando tuviera las cosas más claras. Veyrenc lo retuvo discretamente, mordisqueando un bolígrafo.

– Jean-Baptiste -preguntó-, ¿de verdad no has oído nunca hablar de eso? ¿Del Ejército Furioso?

Adamsberg sacudió la cabeza, peinándose rápidamente con los dedos.

– Entonces pregunta a Danglard -insistió Veyrenc-, Le interesará mucho.

– ¿Por qué?

– Porque, por lo que sé, es el anuncio de una sacudida. Puede que de una sacudida del copón.

Veyrenc esbozó de nuevo una sonrisa y, como decidido súbitamente por la irrupción del Ejército Furioso, firmó.


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