Capítulo 10

La puerta del comedor estaba abierta de par en par; Adamsberg entró cubierto de sudor en la sala pequeña y sombría, y se detuvo en seco. El largo cuerpo escuálido de Léone estaba tendido en las baldosas, con la cabeza bañada en un charco de sangre. A su lado, Gand gañía, tumbado de costado, con una pataza sobre la cintura de la anciana. Adamsberg sintió como un muro hundirse desde el cuello hasta el vientre, rodándole luego por las piernas.

De rodillas junto a Léone, le palpó la garganta, las muñecas, sin percibir el menor latido. Léone no se había caído, alguien la había matado, le había estrellado salvajemente la cabeza contra las baldosas. Se sintió gemir con el perro, abatir el puño en el suelo. El cuerpo estaba caliente, el ataque había tenido lugar apenas minutos antes. Incluso era posible que hubiera interrumpido al asesino al llegar corriendo, ya que las piedras del camino hacían ruido. Abrió la puerta de atrás, examinó rápidamente los alrededores desiertos, y corrió a casa de los vecinos para pedir el número de la gendarmería.

Adamsberg esperó la llegada de los gendarmes sentado con las piernas cruzadas junto a Léo. Igual que el perro, había puesto una mano sobre la mujer.

– ¿Dónde está Émeri? -preguntó al cabo que entraba en la sala acompañado de una mujer que debía de ser la forense.

– Donde los pirados. Ahora viene.

– Ambulancia -ordenó la forense con rapidez-. Todavía está viva. Puede que por unos instantes. Coma.

Adamsberg levantó la cabeza.

– No he sentido su pulso.

– Muy débil -confirmó la forense, una mujer de cuarenta años, atractiva y decidida.

– ¿Cuándo se ha producido? -preguntó el cabo mientras esperaba la llegada de su jefe.

– Hace unos minutos -dijo la forense. No más de cinco. Se ha golpeado la cabeza al caer.

– No -dijo Adamsberg-, Alguien se la ha golpeado en el suelo.

– ¿La ha tocado? -preguntó la mujer-, ¿Quién es usted?

– No la he tocado. Soy policía. Examine al perro, doctora, no puede levantarse. Defendía a Léo, y el asesino lo ha golpeado.

– He examinado al perro, y no tiene nada. Conozco a Gand. Cuando no quiere ponerse en pie, no hay nada que hacer. No se moverá de aquí hasta que se lleven a su ama, y aun entonces.

– Se habrá encontrado mal -aventuró inútilmente el orondo cabo-, o habrá tropezado con la silla. Y se habrá caído.

Adamsberg sacudió la cabeza, renunciando a discutir. Léone había sido golpeada, debido a la mariposa de Brasil cuyas alas había visto moverse. ¿Cuál? ¿Dónde? La villa de Ordebec ofrecía varios miles de detalles al día, varios miles de aleteos de mariposa. Y los subsiguientes sucesos concatenados. Entre los cuales se encontraba el asesinato de Herbier. Y de toda esa masa enorme de alas de mariposa, una había vibrado ante los ojos de Léo, que había tenido el talento de verla o de oírla. Pero ¿cuál? Encontrar un ala de mariposa en una aglomeración de dos mil habitantes era una obra quimérica en comparación con la famosa aguja en un pajar, algo que nunca había parecido inalcanzable a Adamsberg: bastaba con quemar el pajar y recoger la aguja.

La ambulancia acababa de aparcar delante de la entrada, se oyeron chasquidos de puertas. Adamsberg se levantó y salió. Esperó a que los enfermeros deslizaran lentamente la camilla en el vehículo, acarició con el dorso de la mano el cabello de la anciana.

– Volveré, Léo -le dijo-. Estaré aquí. Cabo, pida al capitán Émeri que mande vigilarla noche y día.

– Bien, comisario.

– Nadie debe entrar en la habitación.

– Bien, comisario.

– Es inútil -dijo la forense instalándose en la ambulancia-. No vivirá hasta esta noche.

Con paso todavía más lento que de costumbre, Adamsberg entró en la casa que custodiaba el orondo cabo. Se enjuagó las manos, lavándose la sangre de Léone, se las secó con el trapo que había utilizado la noche anterior para los platos, lo dejó cuidadosamente tendido en el respaldo de una silla. Un trapo azul y blanco con motivos de abejas.

Pese a que ya no estaba su ama, el perro no se había movido. Gemía más débilmente, exhalando su quejido con cada respiración.

– Lléveselo -dijo Adamsberg al cabo-. Dele azúcar. No deje a este animal aquí.

En el tren, el barro y las hojas se secaban bajo sus suelas y caían al suelo en numerosos depósitos negruzcos, ante la mirada disgustada de una mujer sentada delante de él. Adamsberg recogió un fragmento, moldeado por el relieve antideslizante de la suela, y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. La mujer no podía saber, pensó, que se encontraba en presencia de residuos sagrados, restos del camino de Bonneval, batido por las pezuñas de los caballos del Ejército Furioso. El señor Hellequin volvería a atacar Ordebec, todavía tenía tres vivos que prender.


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