Capítulo 41

Adamsberg abrió los ojos tres horas después, atento al fragor de una mosca que atravesaba la habitación como una furia sin que pareciera haberse percatado, igual que Hellebaud, de que la ventana estaba abierta de par en par. En ese primer instante del despertar, no pensó ni en Zerk ni en Mo al borde del peligro, ni en las muertes del señor Hellequin, ni en la vieja Léo. Se preguntó simplemente por qué había creído que la chaqueta que llevaba Mortembot en la celda era azul si era marrón.

Abrió la puerta, esparció un poco de alpiste por el umbral, para invitar a Hellebaud a aventurarse a por lo menos un metro del zapato, y se fue a prepararse un café en la cocina. Danglard estaba allí, callado, el rostro inclinado hacia un periódico sin leerlo, y Adamsberg empezó a experimentar cierta compasión por su viejo amigo incapaz de salir del foso de estiércol.

– Dicen en El Reportaje de Ordebec que los policías de París no dan una. Resumiendo.

– No se equivocan -dijo Adamsberg echando agua sobre el poso de café.

– Recuerdan que, ya en 1777, el señor Hellequin había aplastado la gendarmería sin combatir siquiera.

– Tampoco es falso.

– Sin embargo, hay algo. No tiene nada que ver con el caso, pero lo pienso igualmente.

– Si se trata del corazón de Ricardo, no vale la pena, Danglard.

Adamsberg salió al patio grande dejando el agua hervir en el fogón. Danglard sacudió la cabeza, levantó su cuerpo, que le pareció diez veces más pesado que de costumbre, y acabó de colar el café. Se aproximó a la ventana para ver a Adamsberg dar vueltas bajo los manzanos, con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón deformado, con la mirada -o eso le pareció a él- vacía, desertada. Danglard se preocupaba por el café, sin dejar de vigilar el patio de reojo: ¿había que llevarlo afuera? ¿O beberlo solo sin avisar? Adamsberg desapareció de su campo de visión, y emergió del sótano antes de volver a la casa con paso rápido. Se sentó de golpe en un banco, sin su flexibilidad habitual, puso las palmas de las dos manos sobre la mesa y lo miró rígidamente sin hablar. Danglard, que en esos momentos no se sentía con derecho de cuestionar ni de criticar, colocó dos tazas en la mesa y sirvió el café como una buena esposa, a falta de saber qué otra cosa hacer.

– Danglard -dijo Adamsberg-, ¿de qué color era la chaqueta de Mortembot cuando estaba en la gendarmería?

– Marrón.

– Exacto. Y yo la vi azul. Vamos, pensando en ello más tarde, dije «azul».

– ¿Sí? -dijo Danglard con prudencia, más alarmado por las fases de fijeza de Adamsberg que cuando se encendía el fulgor en sus ojos algosos.

– ¿Y por qué, Danglard?

El comandante se llevó la taza a los labios, mudo. Sentía tentaciones de echarle una gota de calvados, como se hacía allí, para «animar el cuerpo», pero presentía que ese gesto, a las tres de la tarde, podría despertar la ira apenas aplacada de Adamsberg, sobre todo desde que El Reportaje de Ordebec publicaba que no daban una y -pero eso no se lo había dicho al comisario- que no daban un palo al agua. O al contrario, Adamsberg estaba tan lejos que quizá ni se daría cuenta. Iba a levantarse para servirse esa gotita, cuando Adamsberg se sacó del bolsillo un puñado de fotografías que expuso ante él.

Los hermanos Clermont-Brasseur -dijo.

De acuerdo -dijo Danglard-. Las fotos que le dio el conde.

Precisamente. Con los trajes que llevaban en la famosa fiesta. Aquí Christian, con chaqueta azul de raya diplomática. Aquí Christophe con la chaqueta de yachtman.

– Vulgar -juzgó Danglard en voz baja.

Adamsberg sacó el móvil, se saltó unas cuantas imágenes y se lo pasó a Danglard.

– Aquí tiene la foto que envió Retancourt, la del traje que llevaba Christian al volver a su casa por la noche. Traje que no ha sido enviado a la tintorería, igual que el de su hermano. Todo eso lo comprobó Retancourt.

– Habrá que creerla -dijo Danglard examinando la pequeña instantánea.

– Traje azul a rayas para Christian. ¿Lo ve? No marrón.

– No.

– Entonces, ¿por qué pensé que la chaqueta de Mortembot era azul?

– Por error.

– Porque se cambió, Danglard. ¿Comprende la relación?

– La verdad, no.

– Porque en el fondo sabía que Christian se había cambiado. Como Mortembot.

– ¿Y por qué se cambió Mortembot?

– ¡Nos importa una mierda Mortembot! -se irritó Adamsberg-. Parece que ninguno de vosotros se entera y lo hacéis todos a propósito.

– No olvide que me ha pasado un tren por encima.

– Es verdad -reconoció brevemente Adamsberg-. Christian Clermont se cambió, y yo lo tuve delante de mis ojos desde hace días. Tan delante de mis ojos que, cuando pensé en la chaqueta de Mortembot, la vi azul. Como la de Christian. Compare bien, Danglard: el traje que lleva Christian durante la recepción y el que fotografió Retancourt, es decir el traje que llevaba al volver a su casa.

Adamsberg puso delante de Danglard la foto que le había dado el conde y, en paralelo, la del móvil. Pareció darse cuenta de que había café delante de él y engulló de un trago media taza.

– ¿Y bien, Danglard?

– Lo veo porque me lo ha dicho usted. Los dos trajes son casi idénticos, ambos del mismo azul, pero, efectivamente, no son los mismos.

– Eso es, Danglard.

– Rayas menos finas en el segundo traje, solapas más anchas, sisas más estrechas.

– Eso es -repitió Adamsberg sonriendo, antes de levantarse y andar a largas zancadas desde la chimenea hasta la puerta-. Eso es. Desde el momento en que Christian se fue de la fiesta hacia medianoche y el momento en que llegó a su casa hacia las dos, se cambió. Lo hizo muy bien, apenas es perceptible, pero la cosa está allí. El traje que envió al día siguiente a la tintorería no es, efectivamente, el que llevaba puesto al volver, Retancourt no se equivocó, sino el que llevaba en la fiesta. ¿Y por qué, Danglard?

– Porque apestaba a gasolina -dijo el comandante recobrando una débil sonrisa.

– Y apestaba a gasolina porque Christian había prendido fuego al Mercedes con su padre dentro. Otra cosa -añadió dando un manotazo en la mesa-, se cortó el pelo antes de volver. Mire otra vez las fotos: en la fiesta, pelo un poco largo, mechón en la frente. Cuando vuelve a su casa, según la doncella que despidió, pelo muy corto. Porque, tal como sucedió tantas veces a Mo, el soplo ardiente del incendio le quemó el pelo, y eso dejó huellas. Entonces se lo cortó, lo igualó, y se puso otro traje. ¿Y qué dice a su ayuda de cámara al día siguiente? Que esa noche se había afeitado la cabeza como reflejo de duelo, como acto de desesperación. Christian-Mecha-Corta.

– No hay prueba directa -dijo Danglard-. La foto de Retancourt no fue tomada la misma noche, y nada demuestra que ella, o la doncella que le dio la información, no se haya equivocado de traje. Son tan parecidos.

– Podemos encontrar pelos en el coche.

– Desde esa noche, lo habrán limpiado.

– No necesariamente, Danglard. Es muy arduo quitar todos los pelillos cortados, sobre todo de un reposacabezas, si tenemos la suerte de que el interior sea de tapicería. Cabe suponer que Christian lo hiciera con prisas, porque además creía actuar sin correr ningún riesgo. Y sin sufrir el menor interrogatorio. Retancourt tiene que examinar el coche.

– ¿Cómo va a conseguir la autorización para acceder al vehículo?

– No la conseguirá. Tercera prueba, Danglard. El perro, el azúcar.

– La historia de Léo.

– Me refiero al otro perro, al otro terrón de azúcar. Estamos atravesando un periodo infestado de terrones de azúcar, comandante. Hay años en que nubes de mariquitas se abaten sobre los cultivos, y veces en que las plagas son de azúcar.

Adamsberg buscó los mensajes de Retancourt sobre la doncella bruscamente despedida y se los dio a leer al comandante.

– No entiendo -dijo Danglard.

– Eso es porque le ha pasado un tren por encima. Anteayer, en la carretera, Blériot me pidió que diera yo mismo un terrón de azúcar a Gand. El acababa de manipular el motor del coche y, según me explicó, Gand rechazaba el azúcar cuando se lo daba con las manos oliéndole a gasolina.

– Muy bien -dijo Danglard más vivamente, levantándose para ir a buscar el calvados en la parte de abajo del armario.

– ¿Qué hace, Danglard?

– Me sirvo sólo una gota. Es para alegrar el café, y de paso mi fosa de estiércol.

– Joder, comandante, es el calvados de Léo, el que le regala el conde. ¿Qué pensará de nosotros cuando vuelva? ¿Que somos un ejército de ocupación?

– De acuerdo -dijo Danglard sirviéndose rápidamente la gota mientras Adamsberg se dirigía hacia la chimenea, dándole la espalda.

– Por eso despidió a la doncella. Christian se había cambiado, lavado, pero sus manos todavía le olían a gasolina. Es un olor que impregna la piel durante horas. Un olor que un perro detecta sin falta. Es lo que comprendió Christian cuando el animal se apartó del azúcar. Azúcar que la doncella había recogido. Y que había criticado. Christian tenía, pues, que deshacerse del terrón contaminado. Y de la doncella, a la que despidió inmediatamente.

– Esa mujer tendría que dar testimonio.

– Sobre eso y sobre el corte de pelo. No es la única que vio a Christian esa noche. Están los dos policías que fueron a darle la noticia. Luego fue a encerrarse en su habitación. Hay que averiguar más sobre la frase de Retancourt: Doncella critica azúcar. ¿Qué es lo que critica? Dígaselo a Retancourt esta misma noche.

– ¿Esta noche dónde?

– En París, Danglard. Usted regresa, informa a Retancourt y vuelve a irse como una sombra.

– ¿A Ordebec?

– No.

Danglard se tomó su café con calvados, reflexionó unos instantes. Adamsberg manipuló los dos móviles y les quitó las baterías.

– Quiere que vaya a buscar a los chicos, ¿no es eso?

– Sí. En Casares, no tardará mucho en encontrarlos. En cambio, en África sería otra cosa. Si la policía los ha localizado en Granada, a estas horas muy bien podrían empezar a buscar por los pueblos costeros. Hay que llegar antes que ellos, Danglard. Vaya a toda velocidad y tráigalos.

– Me parece prematuro.

– No. Creo que nuestra acusación se aguanta. Habrá que organizar su regreso con tacto, eso sí. Zerk parecerá volver de Italia, llamado allí por algún asunto sentimental, y Mo será arrestado en el domicilio de un amigo. El padre del amigo no aguanta la presión y lo denuncia. Es plausible.

– ¿Cómo me pongo en contacto con usted?

– Llámeme al Jabalí azul, con un código. Vamos a decir que, a partir de mañana, como allí todos los días. O yo o Veyrenc.

– Jabalí corredor -rectificó mecánicamente Danglard dejando súbitamente caer los brazos lacios-. Pero era el otro, maldita sea, era Christophe el que conducía el Mercedes. Christian ya se había ido de la fiesta.

– Lo hicieron los dos juntos. Christian cogió el coche antes, lo aparcó cerca del Mercedes y esperó a que saliera su hermano. Estaba preparado, con las zapatillas de basket nuevas. Que se anudó como un viejo ignorante. Cuando Christophe se alejó del Mercedes, dejando al padre dentro, supuestamente para buscar el móvil que había dejado caer en la acera, Christian echó la gasolina, prendió fuego y volvió corriendo a su coche. Christophe estaba bastante lejos cuando el fuego prendió, llamó a la policía, incluso corrió delante de testigos. Christian acabó la operación: dejó las zapatillas en casa de Mo, la puerta está podrida y se abre con un lápiz; se cambió, metió el traje en el maletero. Se dio cuenta de que se le había quemado una parte del pelo, se afeitó la cabeza. Al día siguiente, fue a buscar el traje y lo llevó a la tintorería. No quedaba más que hundir a Mo.

– ¿Por qué iba a llevar encima una maquinilla de afeitar?

– Esa gente siempre lleva un neceser en el maletero. Se pasan la vida yendo en avión por cualquier cosa. O sea que había una maquinilla.

– El juez no querrá saber nada -dijo Danglard sacudiendo la cabeza-. Las murallas son inexpugnables, es un sistema cerrado.

– Por lo tanto, entraremos por el sistema. No creo que al conde de Valleray le haga gracia que los dos hermanos hayan quemado a su viejo amigo Antoine. Así que ayudará.

– ¿Cuándo salgo?

– Creo que ahora, Danglard.

– No me gusta dejarlo solo frente al señor Hellequin.

– No creo que sea Hellequin el que ataca con el rápido Caen-París, ni con una ballesta de comando.

– Falta de gusto.

– Sí.


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