Capítulo 52

Retancourt se había situado detrás de la hoja izquierda de la puerta del granero; los dos hombres, a la derecha. Nada debía estorbar la carrera de la teniente hacia el pozo.

En la sombra, Adamsberg alzó las manos hacia sus adjuntos, con los dedos tiesos. Quedaban diez minutos. Veyrenc aplastó el cigarrillo en el suelo y pegó el ojo a una larga hendidura de la puerta de madera. El macizo teniente tensaba los músculos para prepararse, mientras Retancourt, apoyada en el marco y, pese a los quince metros de cuerda que llevaba enrollados en el torso, desprendía una impresión de relajación total. A Adamsberg le preocupaba, teniendo en cuenta los tres vasos de vino.

Hippolyte llegó primero y se sentó en el brocal, con las manos en los bolsillos.

– Fuerte, seguro de sí mismo -murmuró Veyrenc.

– Vigila por donde el palomar, Émeri llegará por allí.

A los tres minutos, el capitán avanzaba a su vez, muy erguido, con el uniforme bien abrochado, pero el paso un tanto vacilante.

– Es el problema -dijo Adamsberg en voz baja-. Es más miedoso.

– Eso mismo puede darle ventaja.

Los dos hombres entablaron conversación, inaudible desde el granero. Se mantenían a menos de un metro uno de otro, desconfiados, ofensivos. Hippolyte hablaba más que Émeri, rápidamente, con entonaciones agresivas. Adamsberg echó una ojeada inquieta a Retancourt, que seguía apoyada en el marco, sin modificar un ápice su plácida postura. Eso no era necesariamente tranquilizador. Retancourt era capaz de dormir de pie sin pestañear, como un caballo.

La risa de Hippolyte estalló en la noche, dura, malvada. Dio una palmada en la espalda a Émeri, en un gesto que nada tenía de amigable. Y se asomó al pozo, estirando un brazo, como si quisiera señalar algo. Émeri alzó la voz, gritó algo como «hijoputa» y se asomó a su vez.

– Cuidado -murmuró Adamsberg.

El gesto fue más experto y rápido de lo previsto -el brazo del hombre deslizándose bajo las piernas y levantándolas ambas al mismo tiempo-, y la reacción más lenta de lo que esperaba. Salió disparado con un segundo largo de retraso, ligeramente después de Veyrenc, que impulsaba toda su masa.

Retancourt ya estaba en el pozo cuando aún le quedaban tres metros que recorrer. Con una técnica que le pertenecía a ella sola, había proyectado a Émeri en el suelo y se había sentado sobre él a horcajadas, manteniendo sus brazos inmovilizados, bloqueando implacablemente la caja torácica del hombre, que gemía bajo su peso. Hippolyte se levantó, resoplando, con las falanges raspadas por las piedras.

– Tenía usted razón -dijo.

– No corrías peligro -dijo Adamsberg señalando a Retancourt.

Agarró las muñecas del capitán, cerró las esposas en la espalda mientras Veyrenc le ataba las piernas.

– No intentes un solo gesto, Émeri. Violette puede aplastarte como a una cochinilla, a ver si lo comprendes, como a una gamba terrestre.

Adamsberg, sudoroso y con el corazón palpitante, marcó el número de Blériot mientras Retancourt se levantaba y se sentaba cómodamente en el pozo, encendiendo un pitillo con la misma calma que si acabara de llegar del mercado. Veyrenc iba y venía sacudiendo los brazos, evacuando la tensión. De lejos, su contorno se borraba, y no se veía de él más que las mechas rojas.

– Venga al viejo pozo de Oison, Blériot -dijo Adamsberg-, Tenemos al hombre.

– ¿Qué hombre? -dijo Blériot, que había dejado sonar una decena de veces antes de contestar, y hablaba con voz pastosa.

– El asesino de Ordebec.

– ¿Y Valleray?

– No era Valleray. Venga ahora mismo, cabo.

– ¿Adónde? ¿A París?

– No hay pozo de Oison en París, Blériot. Despabile.

– ¿Qué hombre? -repitió Blériot tras carraspear.

– Émeri. Lo siento, cabo.

Y Adamsberg lo sentía. Había trabajado con ese tipo, habían caminado, bebido y comido juntos, brindado por la victoria en su casa. Ese día -de hecho, el día anterior-, Émeri estaba jovial, parlanchín, simpático. Había matado a cuatro hombres, empujado a Danglard a las vías, estrellado la cabeza de Léo contra el suelo. La vieja Léo que lo había salvado de la laguna helada. El día anterior, Émeri alzaba su copa de kir a la memoria de su antepasado, estaba confiado, había un culpable, aunque no fuera el previsto. El trabajo no estaba acabado, faltaban todavía dos muertos; tres si Léo recobraba el habla. Pero todo se presentaba inmejorablemente. Cuatro asesinatos realizados, dos tentativas abortadas, otros tres a la vista; tenía su plan. En total, siete muertos; buen balance para un valeroso soldado. Adamsberg iba a volver a su Brigada con el culpable Denis de Valleray, se cerraría el caso, y el campo de batalla quedaría libre.

Adamsberg se sentó con las piernas cruzadas en la hierba, a su lado. Émeri, con los ojos vueltos al cielo, se componía el semblante de un guerrero que no pestañea ante el enemigo.

– Eylau -le dijo Adamsberg-, una de las victorias de tu antepasado y una de tus preferidas. Te sabes la estrategia al dedillo, hablas de ella a quien quiere oírte y a quién no. Porque es «Eylau» lo que dijo Léo, y no «Hello», claro. «Eylau, Gand, azúcar», te señalaba a ti.

– Estás cometiendo el error de tu vida, Adamsberg -dijo Émeri con voz plúmbea.

– Somos tres testigos. Has intentado tirar a Hippo al pozo.

– Porque es un asesino, un diablo. Siempre te lo he dicho. Me ha amenazado, y me he defendido.

– No te ha amenazado. Te ha dicho que sabía que eras el culpable.

– No.

– Sí, Émeri, yo le dicté el papel. Anunciarte que había visto un cuerpo en el pozo, pedirte que vinieras a verlo. Estabas preocupado. ¿Por qué una cita en plena noche? ¿Qué historia era ésa que contaba Hippo del cuerpo en el pozo? Y viniste.

– ¿Y qué? Si había un cadáver, era mi deber desplazarme. Fuera la hora que fuera.

– Pero no había ningún cadáver. Sólo Hippo acusándote.

– No hay pruebas -dijo Émeri.

– Exactamente. Desde el principio, ninguna prueba, ningún indicio. Ni en lo de Herbier, ni en lo de Glayeux, ni en lo de Léo, Mortembot, Danglard, Valleray. Seis víctimas, cuatro muertos, ni una huella. No es frecuente, un asesino que pasa así, como un espectro… o como un policía. Porque ¿quién mejor que un policía para disolver todos los rastros? Tú te encargabas de la parte técnica, tú me dabas los resultados. Total: no teníamos nada, ni una huella, ni un indicio.

– No hay indicio, Adamsberg.

– Confío en que lo hayas destruido todo. Pero queda el azúcar.

Blériot acababa de aparcar junto al palomar y acudía bamboleando su orondo vientre, con una linterna en la mano. Observó el cuerpo del capitán atado en el suelo, lanzó una mirada iracunda a Adamsberg y se retuvo. No sabía si había que intervenir, hablar, no sabía dónde estaban los amigos y los enemigos.

– Cabo, líbreme de estos cretinos -ordenó Émeri-. Hippo me ha citado aquí diciendo que había un cadáver en el pozo, me ha amenazado, y me he defendido.

– Tratando de tirarme al agua.

– No iba armado -dijo Émeri-, Luego habría dado la alarma para que te sacaran de allí. A pesar de que los demonios como tú merecen reventar así. Para que vuelvan a las profundidades de la tierra.

Blériot miraba a Émeri y a Adamsberg, incapaz de elegir campo.

– Cabo -dijo Adamsberg alzando la cabeza-, usted no echa azúcar al café. Así que sus reservas de azúcar son para el capitán, ¿no es así?

– Siempre llevo terrones encima -dijo Blériot con vocecilla seca.

– ¿Para darle uno cuando tiene una crisis? ¿Cuando le fallan las piernas, cuando se pone a sudar y a temblar?

– No puedo hablar de eso.

– ¿Por qué le lleva usted la reserva? ¿Porque le deforma los bolsillos? ¿Porque le da vergüenza?

– Las dos cosas, comisario. No puedo hablar de eso.

– ¿Los terrones tienen que estar envueltos?

– Por higiene, comisario. Pueden pasar semanas en mis bolsillos sin que los toque.

– Sus envoltorios de azúcar, Blériot, son los mismos que recogí en el camino de Bonneval, delante del tronco caído. Allí tuvo una crisis Émeri. Se sentó y se tomó seis terrones, y allí dejó los papeles, y allí los encontró Leó. Después del asesinato de Herbier. Porque diez días antes, no estaban. Léo lo sabe todo. Léo asocia los detalles, las alas de mariposa. Léo sabe que Émeri a veces tiene que tomarse varios terrones de azúcar seguidos para darse fuerza. ¿Qué demonios hacía Émeri en el camino de Bonneval? Es la pregunta que ella le hizo. Y él fue a responder, es decir, a matarla.

– No es posible. El capitán nunca lleva terrones de azúcar. Siempre me los pide.

– Pero esa noche, Blériot, iba él solo a la capilla, así que se llevó unos cuantos. Él conoce su problema. Una emoción demasiado fuerte, un gasto brusco de energía, pueden desencadenar una crisis de hipoglucemia. No podía correr el riesgo de desmayarse después del asesinato de Herbier. ¿Cómo rompe los envoltorios? ¿Por los lados, por el medio? ¿Y luego? ¿Hace una bolita, lo arruga, lo deja tal cual, lo dobla? Cada cual tiene sus manías con los papeles. Usted hace una bolita muy apretada y la mete en el bolsillo delantero.

– Para no tirarla al suelo.

– ¿Y él?

– Lo abre por el medio, deshace los tres cuartos del envoltorio.

– ¿Y después?

– Lo deja así.

– Exactamente, Blériot. Y seguramente, Léo lo sabía. No voy a pedirle a usted que detenga al capitán. Lo pondremos Veyrenc y yo en el asiento trasero del coche. Usted subirá delante. Lo único que le pido es que nos lleve a la gendarmería.


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