Capítulo 14

Danglard había acabado de lavar los platos de la cena y se había tumbado en el viejo sofá marrón, con un vaso de vino blanco a mano, mientras los niños acababan de hacer los deberes. Cinco niños que iban creciendo, cinco niños que acabarían yéndose, y mejor no pensar en ello esa noche. El más pequeño, que no era suyo y que le ofrecía constantemente el enigma de sus ojos azules venidos de otro padre, era el único que seguía siendo pueril, y Danglard lo mantenía en ese estadio. No había logrado ocultar su desazón durante la velada, y el mayor de los gemelos le había preguntado con insistencia qué le pasaba. Poco resistente, Danglard le había contado la escena que lo había enfrentado al comisario, el tono desabrido de Adamsberg y cómo éste rodaba por la pendiente de la mediocridad. Su hijo había hecho una mueca dubitativa, seguido de su hermano, y esa doble mueca permanecía en la mente apenada del comandante.

Oía a una de sus gemelas revisar la lección sobre Voltaire, el hombre que ríe con sorna de quienes se ven engullidos por la ilusión y la mentira. Se incorporó de repente, apoyado en un brazo. Una puesta en escena, a eso había asistido. Una mentira, una ilusión. Sintió su mente rodar a más velocidad, es decir, volver a los raíles de la exactitud. Se levantó y empujó el vaso. Si no se equivocaba, Adamsberg lo necesitaba, ahora.

Veinte minutos después, entró resoplando en la Brigada. Nada insólito, el equipo de noche dormitaba bajo los ventiladores todavía en funcionamiento. Pasó rápidamente por el despacho de Adamsberg, encontró las rejas abiertas y corrió, en la medida de sus posibilidades, hasta la salida trasera. En la calle oscura, los dos vigilantes traían al comisario. Adamsberg parecía aturdido, apoyándose en los hombros de los cabos para avanzar. Danglard los relevó inmediatamente.

– Alcanzad a ese hijo de puta -ordenó Adamsberg a los cabos-. Creo que habrá huido en coche. Les envío refuerzos.

Danglard sostuvo a Adamsberg hasta el despacho sin decir una palabra, cerró las dos rejas. El comisario se negó a sentarse y se dejó caer al suelo, entre las dos cuernas de ciervo, con la cabeza contra la pared.

– ¿Un médico? -preguntó Danglard con sequedad.

Adamsberg negó con la cabeza.

– Entonces un poco de agua. Es lo que hay que dar a los heridos.

Danglard alertó a los refuerzos, dio orden de vigilancia territorial máxima, carreteras, estaciones, aeropuertos, y volvió con un vaso de agua, otro vacío y su botella de vino blanco.

– ¿Cómo ha podido con usted? -preguntó pasándole el vaso y descorchando la botella.

– Había cogido la pistola a Mercadet. No pude hacer nada -dijo Adamsberg vaciando su vaso y tendiéndolo de nuevo a Danglard, esta vez señalando la botella.

– El vino no es aconsejable en su caso.

– Tampoco en el suyo, Danglard.

– En resumidas cuentas, le han engañado como a un novato.

– En resumidas cuentas, sí.

Uno de los vigilantes llamó a la puerta y entró sin esperar. Sujetándolo por el gatillo con el meñique, tendía un Magnum al comisario.

– Estaba en el borde de la calzada -dijo.

– ¿No han encontrado un teléfono?

– No, comisario. Según el carnicero, que estaba haciendo las cuentas, un coche arrancó de repente cinco minutos después de haberse aparcado delante de su tienda. Se había subido un hombre.

– Mo -suspiró Danglard.

– Sí -confirmó el vigilante-. La descripción concuerda.

– ¿No vio el número de la matrícula? -preguntó Adamsberg sin dejar traslucirse la menor tensión.

– No, no salió de la carnicería. ¿Qué hacemos?

– Un informe. Hacemos un informe. Esa es siempre la respuesta correcta.

La puerta se cerró, y Danglard sirvió medio vaso de vino blanco al comisario.

– En su estado de shock -dijo con aire afectado-, no puedo servirle más.

Adamsberg se palpó el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo torcido, robado a Zerk. Lo encendió lentamente, tratando de evitar la mirada de Danglard, que parecía querer adentrarse en su cabeza como un tornillo muy fino y muy largo. ¿Qué demonios hacía allí Danglard a esas horas? Mo le había hecho daño de verdad al golpearlo, se frotó la barbilla dolorida y sin duda enrojecida. Muy bien. Sintió un rasguño y algo de sangre bajo sus dedos. Perfecto, todo iba bien. Salvo por Danglard y su largo tornillo, y eso es lo que había temido. Las ignorancias del comandante nunca duraban mucho.

– Cuéntemelo -dijo Danglard.

– Nada. Se volvió loco y me apuntó con el arma al cuello; no pude hacer nada. Se alejó por la calle perpendicular.

– ¿Cómo habrá podido avisar a un cómplice?

– Con el teléfono de Mercadet. Escribió un sms delante de mí. ¿Cómo vamos a hacer con el informe? Para no decir que Mercadet estaba durmiendo.

– Cierto, ¿qué vamos a hacer con el informe? -repitió Danglard articulando mucho.

– Modificaremos el horario. Escribiremos que Mo estaba todavía en la sala de interrogatorio a las nueve de la noche. Que un agente eche una cabezada en horas extras no será considerado grave. Pienso que los colegas serán solidarios.

– ¿Con quién? -preguntó Danglard-, ¿Con Mercadet o con usted?

– ¿Qué quería que hiciera, Danglard? ¿Que me dejara agujerear el pellejo?

– Vamos, ¿tan peligroso fue?

– Tan peligroso fue, sí. Mo se volvió loco.

– Ya, claro -dijo Danglard tomando un sorbo.

Y Adamsberg leyó su fracaso en la mirada demasiado clarividente de su adjunto.

– De acuerdo -dijo.

– De acuerdo -confirmó Danglard.

– Pero demasiado tarde. Llega usted tarde, y la suerte está echada. Temía que lo entendiera antes. Ha tardado mucho -añadió con decepción.

– Es verdad. Me ha toreado durante horas.

– Justo lo que yo necesitaba.

– Está usted pirado, Adamsberg.

Este tomó un trago de su medio vaso e hizo rodar el vino de una mejilla a la otra.

– No me molesta -dijo después de tragar.

– Y me arrastra en su caída.

– No. Usted no tenía por qué entenderlo. Incluso tiene todavía la oportunidad de ser un imbécil. Usted decide, comandante. Salga, o quédese.

– Me quedo si tiene un elemento que darme a su favor. Otra cosa que no sea su mirada.

– De eso nada. Si se queda, es sin condiciones.

– ¿Si no?

– Si no, la vida no tiene mucho interés.

Danglard reprimió un impulso de rebelión y apretó el vaso con los dedos. Ira mucho menos dolorosa, recordó, que cuando creyó que Adamsberg se había caído de sus nubes. Se tomó su tiempo para pensar en silencio. Por quedar bien, y lo sabía.

– Bien -dijo.

La palabra más breve que había encontrado para expresar su rendición.

– ¿Recuerda las zapatillas de basket? -preguntó Adamsberg-. ¿Y los cordones?

– Son del número que calza Mo. ¿Y qué?

– Me refiero a los cordones, Danglard. Las puntas están empapadas en gasolina, varios centímetros por lo menos.

– ¿Y?

– Son zapatillas hechas para jóvenes, con cordones especialmente largos.

– Lo sé. Mis hijos tienen las mismas.

– ¿Y cómo se las atan sus hijos? Piénselo, Danglard.

– Cruzándoselos detrás de los tobillos y anudándolos delante.

– Eso es. Hubo una moda de los cordones desatados, y ahora está la de los cordones muy largos cruzados por detrás y anudados por delante. De modo que los cordones no llegan al suelo. Salvo si quien se ha puesto esas zapatillas es un viejo desfasado que no sabe cómo se atan.

– Joder.

– Sí. El viejo desfasado, digamos que de entre cincuenta y sesenta años, digamos que uno de los hijos de Clermont-Brasseur, compró esas zapatillas de joven. Y se ató los cordones por delante, como se hacía en sus tiempos. Y las puntas, que llevaba arrastrando por el suelo, se mojaron de gasolina. Pedí a Mo que se las pusiera. ¿Lo recuerda?

– Sí.

– Y anudó los cordones a su manera, cruzándolos por detrás y atándolos por delante. Si Mo hubiera incendiado el coche, tendría gasolina en las suelas, pero no en las puntas de los cordones.

Danglard se llenó el vaso que acababa de vaciar.

– ¿Ese es el elemento?

– Sí, y vale oro.

– Exacto, pero usted ya había empezado a fingir antes. Ya lo sabía antes de eso.

– Mo no es un asesino. En ningún momento he tenido intención de dejar que lo condenen.

– ¿De cuál de los hijos Clermont sospecha?

– De Christian. Es un crápula de hielo desde que tenía veinte años.

– No van a permitir que se salga usted con la suya. Encontrarán a Mo allá donde se encuentre. Es su única posibilidad. ¿Quién ha venido a buscarlo en coche?

Adamsberg vació el vaso sin contestar.

– De tal palo, tal astilla -concluyó Danglard levantándose pesadamente.

– Ya tenemos un palomo enfermo, podemos tener dos.

– No podrá tenerlo en su casa mucho tiempo.

– No está previsto.

– Muy bien. ¿Qué hacemos?

– Como de costumbre -dijo Adamsberg, saliendo de entre las cuernas de ciervo-. Un informe, hacemos un informe. A usted se le dan bien, Danglard.

Su móvil sonó en ese momento, señalando en la pantalla un número de procedencia desconocida. Adamsberg consultó sus relojes, 22:05, y frunció el ceño. Danglard ya se había puesto manos a la obra con el informe falsificado, inquietándose por su indefectible apoyo al comisario, hasta el extremo en que se veían ahora proyectados.

– Adamsberg -dijo el comisario con precaución.

– Louis Nicolas Émeri -contestó el capitán con voz hueca-. ¿Te despierto?

– No, uno de mis sospechosos acaba de darse a la fuga.

– Perfecto -dijo Émeri sin enterarse.

– ¿Ha muerto Léo?

– No, todavía aguanta. Pero yo no. Me quitan el caso, Adamsberg.

– ¿Oficial?

– Todavía no. Un colega del IGN me ha avisado. Lo harán mañana. Son hienas, hijos de puta.

– Estaba previsto, Émeri. ¿Suspensión o cambio de destino?

– Suspensión en espera de informe.

– Sí, el informe.

– Hienas, hijos de puta -repitió el capitán.

– ¿Por qué me llamas?

– Prefiero morir a ver al capitán de Lisieux hacerse cargo del caso. Hasta Santa Teresa lo entregaría al Ejército Furioso sin pestañear.

– Un momento, Émeri.

Adamsberg tapó el teléfono con la mano.

– Danglard, ¿el capitán de Lisieux?

– Dominique Barrefond, un auténtico cerdo.

– ¿Qué quieres hacer, Émeri? -dijo Adamsberg volviendo a la línea.

– Que te hagas cargo tú. Al fin y al cabo, es tuyo.

– ¿Mío?

– Desde el principio, incluso antes de que existiera. Cuando viniste al camino de Bonneval sin saber nada del asunto.

– Pasé por ahí a tomar el aire. Estuve comiendo moras.

– A otros con eso. Es tu caso -afirmó Émeri-. Y si lo llevas tú, podré ayudarte bajo mano, y tú no me pisarás. En cambio, el hijoputa de Lisieux me haría fosfatina.

– ¿Es por eso?

– Por eso y porque es tu caso y de nadie más. Tu destino frente al Ejército Furioso.

– No me cuentes grandes historias, Émeri.

– Las cosas como son. Cabalga hacia ti.

– ¿Quién?

– El señor Hellequin.

– No te lo crees ni tú, piensas en salvar el pellejo.

– Sí.

– Lo siento, Émeri. Sabes que no puedo conseguir que me den el caso. No tengo ningún pretexto.

– No te hablo de pretextos, te hablo de enchufe. Tengo uno con el conde de Ordebec. Intenta tener tú uno por tu lado.

– ¿Por qué haría una cosa así? ¿Para tener problemas con la policía de Lisieux? Tengo toneladas de problemas aquí, Émeri.

– A ti no te han dejado en el banquillo.

– ¿Y tú qué sabes? Acabo de decirte que se me ha escapado un sospechoso. De mi propio despacho, con la pistola de uno de mis hombres.

– Razón de más para hacer méritos en otro sitio.

Tiene razón, pensó Adamsberg, pero ¿quién puede enfrentarse al señor del Ejército Furioso?

– ¿El sospechoso fugado es el del caso Clermont-Brasseur? -preguntó Émeri.

– Exacto. Ya ves que el barco hace agua y que voy a estar ocupado achicando.

– ¿Te interesan los herederos Clermont?

– Mucho, pero son inaccesibles.

– No para el conde de Ordebec. Vendió sus acerías VLT a Antoine padre. Hicieron las mil y una en África en los años cincuenta. El conde es un amigo. Cuando Léo me agarró por el fondillo, en la laguna, todavía estaba con él.

– Deja a los Clermont. Sabemos quién es el pirómano.

– Mejor. Sólo que a veces uno siente tentaciones de limpiar los alrededores para ver con más claridad. Un simple reflejo de higiene profesional que no hace daño a nadie.

Adamsberg despegó el teléfono del oído y se cruzó de brazos. Sus dedos palparon el pequeño fragmento de tierra que había metido en el bolsillo de la camisa. Ese mismo mediodía.

– Deja que me lo piense -dijo.

– Pero que sea deprisa.

– Nunca pienso deprisa, Émeri.

Ni deprisa ni de ninguna manera, completó Danglard sin decirlo. La fuga de Mo era una locura pura y dura.

– Ordebec, ¿eh? -dijo Danglard-. Apenas amanezca, tendrá a todo el gobierno contra usted, ¿y no se le ocurre nada mejor que añadir al Ejército Furioso?

– El tataranieto del mariscal Davout acaba de entregar las armas. La plaza está libre. Y tiene clase, ¿no?

– ¿Desde cuándo le importa a usted la clase?

Adamsberg guardó sus cosas en silencio.

– Desde que prometí a Léo que volvería.

– Está en coma, le importa un rábano, ni siquiera se acuerda de usted.

– Pero yo sí.

Y después de todo, pensaba Adamsberg mientras volvía andando a su casa, era posible que Émeri tuviera razón. Que el caso fuera suyo. Dio un rodeo para pasar por la orilla del Sena y se deshizo del teléfono de Mercadet tirándolo al agua.

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