Capítulo 6

A las seis y cuarto de la mañana, Adamsberg sintió una mano que lo sacudía.

– ¡Ha abierto los ojos! Ven a verlo. Corre.

Zerk seguía sin saber cómo llamar a Adamsberg. ¿Padre? Demasiado solemne. ¿Papá? Uno no toma esa costumbre a su edad. ¿Jean-Baptiste? Amistoso y fuera de lugar. Entretanto, no lo llamaba, y esa carencia creaba a veces incómodos vacíos en sus frases. Huecos. Pero esos huecos resumían perfectamente sus veintiocho años de ausencia.

Los dos hombres bajaron la escalera y se inclinaron sobre la canasta de fresas. Había una mejoría, era indiscutible. Zerk se ocupó de retirar las vendas de las patas y desinfectarlas mientras Adamsberg hacía el café.

– ¿Cómo vamos a llamarlo? -preguntó Zerk enrollando una gasa limpia alrededor de cada pata-. Si vive, tendremos que llamarlo de alguna manera. No podemos decir siempre «el palomo». ¿Y si lo llamáramos Violette, como tu guapa teniente?

– No pega. Nadie atraparía a Retancourt para atarle las patas.

– Entonces Hellebaud, como el tipo de la historia que ha contado el comandante. ¿Tú crees que había revisado los textos antes de venir?

– Sí, debió de releerlos.

– Incluso así, ¿cómo pudo memorizarlos?

– No intentes saberlo, Zerk. Si realmente viéramos lo que hay dentro de la cabeza de Danglard, si nos paseáramos por dentro tú y yo, croo que lo que veríamos nos causaría un espanto mucho mayor que cualquier Ejército Furioso.

Nada más llegar a la Brigada, Adamsberg consultó los registros y llamó al capitán Louis Nicolas Émeri de la gendarmería de Ordebec. Adamsberg se presentó, y percibió cierta indecisión al otro lado de la línea. Preguntas susurradas, opiniones, gruñidos, sillas arrastradas. La irrupción de Adamsberg en una gendarmería solía producir ese rápido desconcierto en que cada cual se preguntaba si había que aceptar la llamada o abstenerse de hacerlo aduciendo un pretexto cualquiera. Louis Nicolas Émeri se puso finalmente al aparato.

– Le escucho, comisario -dijo con desconfianza.

– Capitán Émeri, es a propósito de ese hombre desaparecido, cuyo congelador había sido volcado.

– ¿Herbier?

– Sí. ¿Alguna novedad?

– Ninguna. Hemos visitado su domicilio y todas las dependencias. Ni rastro del individuo.

Una voz agradable, demasiado modulada, con entonaciones firmes y corteses.

– ¿Tiene algún interés en el asunto? -prosiguió el capitán-. Me asombraría que se hiciera cargo de una desaparición tan común.

– No me he hecho cargo. Sólo me preguntaba qué pensaba usted hacer.

– Aplicar la ley, comisario. Nadie ha venido a solicitar la búsqueda, de modo que el individuo no figura en la lista de personas desaparecidas. Se fue con la moto, y no tengo ningún derecho a perseguirlo. Es su libertad de ser humano -insistió con cierta altanería-. El trabajo reglamentario está hecho; no ha tenido ningún accidente en la carretera y su vehículo no ha sido señalado en ninguna parte.

– ¿Qué opina de su partida, capitán?

– No me extraña, a fin de cuentas. Herbier no era apreciado en la zona, muchos lo odiaban incluso. El asunto del congelador demuestra que un individuo podría haber llevado a cabo sus amenazas, causadas por sus cacerías de salvaje. ¿Está usted al corriente?

– Sí. Hembras y crías.

– Es posible que Herbier se haya sentido intimidado, que se haya amedrentado y haya huido sin más. O que haya tenido una especie de crisis, de remordimientos, y haya volcado él mismo el congelador y lo haya dejado todo.

– Sí, ¿por qué no?

– De todos modos, no tenía ya ninguna relación en la zona. Podía rehacer su vida en otra parte. La casa no es suya, es de alquiler. Y desde que se jubiló, le costaba llegar a fin de mes. Si el dueño no pone una denuncia, estoy atado de pies y manos. Se ha largado sin pagar, eso es lo que creo.

Émeri se mostraba abierto y cooperador, tal como lo había descrito Danglard, al tiempo que parecía responder a la llamada de Adamsberg con distante diversión.

– Todo eso es muy posible, capitán. ¿Hay en la zona un camino llamado de Bonneval?

– Sí. ¿Y?

– ¿De dónde a dónde va?

– Sale de un lugar llamado Les Illiers, a casi tres kilómetros de aquí, y atraviesa una parte del bosque de Alance. A partir de la Croix de Bois, cambia de nombre.

– ¿Se circula mucho por allí?

– Se puede pasar de día. Pero nadie lo toma de noche. Viejas leyendas, ya sabe usted lo que son estas cosas.

– ¿No ha hecho un reconocimiento por allí?

– Si es una insinuación, comisario Adamsberg, le voy a hacer otra. Le insinúo que ha recibido usted la visita de un habitante de Ordebec. ¿Me equivoco?

– Es exacto, capitán.

– ¿De quién?

– No puedo decírselo. Una persona preocupada.

– Imagino muy bien de qué le habrá hablado esa persona. De toda esa tropa de fantasmas que vio Lina Vendermot, si es que a eso se le puede llamar «ver», en cuya compañía dice haber visto a Herbier.

– Es verdad -concedió Adamsberg.

– No me diga que va a tragarse eso, comisario. ¿Sabe por qué Lina vio a Herbier con el Ejército de los cojones?

– No.

– Porque lo odia. Es un antiguo amigo de su padre, el único probablemente. Siga mi consejo, comisario, olvídelo. Esa chica está loca de atar desde la infancia, todo el mundo lo sabe por aquí. Y todo el mundo desconfía de ella. De ella y de toda su familia de tarados. En el fondo no es culpa de ellos, más bien dan pena.

– ¿Todo el mundo sabe que Lina vio al Ejército?

– Claro. Lina se lo contó a su familia y a su jefe.

– ¿Quién es su jefe?

– Es abogada asociada en el bufete Deschamps y Poulain.

– ¿Quién ha filtrado el rumor?

– Todo el mundo. No se habla de otra cosa desde hace tres semanas. Las mentes sanas se mondan de risa, pero las mentes frágiles tienen miedo. Le aseguro que el que Lina se dedique a aterrorizar a la población es totalmente prescindible. Le apuesto con los ojos cerrados a que nadie ha puesto los pies en el camino de Bonneval desde hace tres semanas. Ni siquiera una mente sana. Y yo menos que nadie.

– ¿Por qué, capitán?

– No vaya a imaginarse que temo algo -y en esa seguridad, Adamsberg creyó oír algo del antiguo mariscal del Imperio-, lo que pasa es que no tengo ninguna gana de que cuenten por ahí que el capitán Émeri cree en el Ejército Furioso. Lo mismo vale para usted, si es que acepta un consejo. Hay que echar tierra sobre este asunto. Pero siempre lo recibiré con mucho gusto si sus asuntos lo traen alguna vez por Ordebec.

Intercambio ambiguo y un tanto difícil, pensó Adamsberg al colgar. Émeri se había burlado de él con benevolencia. Lo había dejado venir, ya informado de la visita que una habitante de Ordebec había hecho al comisario. Su reserva era comprensible. Tener a una visionaria en su territorio no era una bendición del cielo.

La Brigada se llenaba poco a poco, siendo Adamsberg quien solía llegar antes que nadie. La masa de Retancourt bloqueó unos instantes la puerta y la luz, y Adamsberg la miró dirigirse sin gracia hacia su mesa.

– El palomo ha abierto los ojos esta mañana -dijo-. Zerk le ha dado de comer a lo largo de la noche.

– Buena noticia -dijo simplemente Retancourt, que no era una emotiva.

– Si vive, se llamará Hellebaud.

– ¿El Bó? No tiene sentido.

– No, Hellebaud, en una sola palabra. Es un nombre antiguo. El tío o el sobrino de no recuerdo quién.

– Ah, bien -dijo la teniente encendiendo el ordenador-. Justin y Nöel quieren verle. Parece ser que Momo-Mecha-Corta ha vuelto a hacer de las suyas, pero esta vez es grave. El coche ha ardido, como de costumbre, pero con alguien dentro. Según los primeros análisis, podría tratarse de un hombre de cierta edad. Homicidio involuntario, esta vez no le caerán seis meses. Han puesto en marcha la investigación pero quieren, cómo decir, su orientación.

Retancourt había puesto el énfasis en la palabra «orientación» con cierta ironía. Por una parte, consideraba que Adamsberg no tenía ninguna; por otra, desaprobaba de un modo general la manera que tenía el comisario de dirigirse en el viento de las investigaciones. El conflicto de estilos existía en estado latente desde el principio, sin que ni ella ni Adamsberg hicieran nada para deshacerlo. Lo cual no impedía a Adamsberg sentir por Retancourt el amor instintivo que un pagano profesaría por el árbol más grande del bosque. El único que ofrece un verdadero refugio.

El comisario fue a tomar asiento en la mesa en que Justin y Nöel registraban los últimos datos sobre el coche incendiado con un hombre dentro. Momo-Mecha-Corta acababa de quemar su décimo primer vehículo.

– Hemos dejado a Mercadet y Lamarre delante del edificio donde vive Momo, en la Cité des Buttes -explicó Nöel-. El coche ardió en el distrito 5, en la calle Henri-Barbusse. Se trata de un Mercedes caro, como de costumbre.

– El hombre que murió ¿se sabe quién es?

– Todavía no. No queda nada de sus papeles ni de las placas de matrícula. Los chicos se están centrando en el motor. Atentado contra la alta burguesía, firmado: Momo-Mecha-Corta. Nunca ha quemado nada fuera del barrio.

– No -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No lo hizo Momo. Estamos perdiendo el tiempo.

En sí, perder el tiempo no era algo que molestara a Adamsberg. Insensible a la quemazón de la impaciencia, no tendía a seguir el ritmo a menudo convulsivo de sus adjuntos, del mismo modo que éstos no sabían acompañarlo en sus oscilaciones. Éstas no constituían el método de Adamsberg, menos aún su teoría, pero le parecía que, en lo que se refiere al tiempo, las perlas más excepcionales se alojaban a veces en los intersticios casi inmóviles de una investigación. Como las conchas diminutas que se deslizan en las fisuras de las rocas, lejos del oleaje de alta mar. En cualquier caso, allí las encontraba él.

– Lleva su firma -insistió Nöel-, El viejo debía de estar esperando a alguien en el coche. Estaba oscuro, y pudo arrellanarse y quedarse dormido. En el mejor de los casos, Momo-Mecha-Corta no lo vio. En el peor, metió fuego al conjunto. Coche y ocupante.

– Momo no.

Adamsberg recordaba con precisión el rostro del joven, obstinado e inteligente, muy fino bajo la masa de pelo negro y ensortijado. No sabía por qué no había olvidado a Momo, por qué el chico le caía bien. Mientras iba escuchando a sus adjuntos, se informaba por teléfono sobre los trenes hacia Ordebec, puesto que tenía el coche en el taller. La mujer menuda no volvía, y el comisario suponía que, una vez mal cumplida su misión, había vuelto el día anterior a Normandía. La ignorancia del comisario acerca del Ejército Furioso debía de haber desintegrado los jirones de valor que le quedaban. Porque sin duda hacía falta valor para venir a hablar a un policía de una tropa de demonios milenarios.

– Comisario, ya lleva incendiados diez coches, de ahí su nombre de guerra. Es admirado en la Cité. Es su escalada, aspira a más. Para él, entre los Mercedes, sus enemigos y los que los conducen, no hay más que un paso.

– Un paso de gigante, Nöel, que nunca dará. Lo conocí en sus dos detenciones provisionales. Momo nunca incendiaría un coche sin examinarlo antes.

No había estación en Ordebec. Había que bajar en Cérenay y tomar un coche de línea. No llegaría a su destino hasta las cinco, una larga expedición para un corto paseo. Con la luz veraniega, tenía tiempo de sobra para recorrer los cinco kilómetros del camino de Bonneval. Si un asesino hubiera querido explotar la locura de esa Lina, ése podía ser el lugar elegido para dejar el cuerpo. Esa escapada a un bosque ya no era sólo un deber no formulado que se sentía vagamente obligado a cumplir respecto a la mujer menuda, sino una fuga saludable. Imaginaba el olor del camino, las sombras, la blanda alfombra de hojas bajo los pies. Habría podido enviar a cualquiera de sus cabos, incluso convencer al capitán Émeri de que fuera a inspeccionar el camino. Pero la idea de explorarlo él mismo había ido imponiéndose lentamente a lo largo de la mañana, sin aportar explicaciones, con la sensación oscura de que los habitantes de Ordebec estaban en apuros graves. Colgó y volvió su atención a los dos tenientes.

– Céntrense en el anciano quemado -dijo-. Con la fama que tiene Momo en el distrito 5, es fácil endosarle un asesinato siguiendo sus métodos, que no son complejos. Gasolina y una mecha corta, es lo único que necesita el asesino. Hace esperar al hombre en el coche, vuelve a escondidas y le prende fuego. Busquen quién es la víctima, si veía bien, si oía bien. Busquen quién conducía el coche, alguien con quien el hombre se sentía seguro. Eso no debería llevarles mucho tiempo.

– ¿Tomamos declaración a Momo de todos modos?

– Sí. Pero manden analizar los residuos de gasolina, nivel de octano, etc. Momo usa carburante de moto muy mezclado con aceite. Comprueben la composición, está en el expediente. No me busquen esta tarde -añadió levantándose-, estaré fuera hasta la noche.

¿Dónde?, preguntó en silencio la mirada del flaco Justin.

– Voy a ver si me encuentro con un par de viejos caballeros en el bosque. No será largo. Díganlo en la Brigada. ¿Dónde está Danglard?

– En la máquina de café -dijo Justin señalando el piso de arriba con el dedo-. Ha ido a llevar el gato al cuenco de comida, le tocaba a él.

– ¿Y Veyrenc?

– En el extremo opuesto del edificio -dijo Nöel con sonrisa malévola.

Adamsberg encontró a Veyrenc en el despacho más alejado de la gran sala común, apoyado en la pared.

– Estoy en fase de impregnación -dijo señalando una pila de expedientes-. Miro lo que habéis estado haciendo en mi ausencia. Encuentro que el gato ha engordado, y Danglard también. Está mejor.

– ¿Cómo no va a engordar? Se pasa el día entero con Retancourt, tirado encima de la fotocopiadora.

– Te refieres al gato. Si no lo llevarais a comer a su cuenco, a lo mejor se decidiría a andar.

– Ya lo intentamos alguna vez, Veyrenc. Dejó de comer, y tuvimos que interrumpir el experimento al cabo de cuatro días. Anda muy bien. En cuanto se va Retancourt, sabe perfectamente bajarse de su pedestal para ocupar su silla. En cuanto a Danglard, se ha echado una nueva amiga durante la conferencia de Londres.

– Será eso. Pero, cuando me lo he cruzado esta mañana, todo su ser se ha arrugado de contrariedad. ¿Le preguntaste lo del Ejército?

– Sí. Es muy antiguo.

– Mucho -confirmó Veyrenc sonriendo-. En los remotos pliegues duermen historias muertas. / No las despiertes, pues, no llames a la puerta / que las tiene encerradas.

– No llamo, me voy a dar un paseo por el camino de Bonneval.

– ¿Es un grimweld?

– Es el de Ordebec.

– ¿Has hablado a Danglard de tu pequeña expedición?

Veyrenc tecleaba al mismo tiempo en su ordenador.

– Sí, y se ha arrugado de contrariedad. Le encantó contarme lo del Ejército, pero le molesta que lo siga.

– ¿Te habló de los «prendidos»?

– Sí.

– Entonces has de saber, si eso es lo que buscas, que es muy raro que el Ejército deje los cuerpos de los prendidos en un grimweld. Se suelen encontrar simplemente en sus casas, o en una zona de duelo, o en un pozo, o cerca de algún lugar de culto abandonado. Es sabido que las iglesias abandonadas atraen la presencia del demonio. Apenas el lugar es descuidado, se instala el Mal. Y los prendidos vuelven al demonio, simplemente.

– Es lógico.

– Mira -dijo señalando la pantalla-. Es el mapa del bosque de Alance.

– Esto -dijo Adamsberg siguiendo una línea con el dedo- debe de ser el camino.

– Y aquí tienes la capilla de San Antonio de Alance. Aquí, al otro lado, un calvario. Son lugares que puedes visitar. Lleva una cruz para protegerte.

– Llevo un guijarro de río en el bolsillo.

– Ampliamente suficiente.


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