Capítulo 20

– Parece muy bajita, ¿verdad? -dijo Adamsberg en voz baja a Danglard al descubrir, sobrecogido, el nuevo rostro de Léone en la almohada-. En realidad, es muy alta. Más que yo seguramente si no estuviera encorvada.

Se sentó al borde de la cama y le puso las manos en las mejillas.

– Léo, he vuelto. Soy el comisario de París. Cenamos juntos una vez. Había sopa y ternera, y luego nos tomamos un calvados delante de la chimenea, con un habano.

– No evoluciona -dijo el médico, que acababa de entrar en la habitación.

– ¿Quién viene a verla? -preguntó Adamsberg.

– La hija Vendermot y el capitán. No reacciona, como si fuera una tabla de madera. Desde un punto de vista clínico, debería dar señales de vida. Pero no. Ya no está en coma, el hematoma interno está bastante reabsorbido, el corazón funciona de manera satisfactoria, aunque algo fatigado, debido a los puros. Técnicamente, podría abrir los ojos, hablarnos, pero no pasa nada y, lo que es peor, tiene la temperatura muy baja. Se diría que la máquina se ha sumido en una hibernación. Y no encuentro la avería.

– ¿Puede quedarse así mucho tiempo?

– No. A su edad, sin moverse ni alimentarse, no aguantará. Será cuestión de unos días.

El médico observó con mirada crítica las manos de Adamsberg en el rostro de la vieja Léo.

– No le sacuda la cabeza -dijo.

– Léo -repitió Adamsberg-, soy yo. Estoy aquí, me quedo aquí. Voy a instalarme en su posada con unos colaboradores. ¿Me da su permiso? No tocaremos nada.

Adamsberg cogió un peine de la mesilla de noche y se puso a peinarla, con una mano todavía en el rostro. Danglard se sentó en la única silla de la habitación, preparándose para una larga sesión. Adamsberg no renunciaría fácilmente a la anciana. El médico salió encogiéndose de hombros y volvió a pasar una hora y media después, intrigado por la intensidad que ponía ese policía en hacer que Léone volviera en sí. Danglard también vigilaba a Adamsberg, que seguía hablando sin descanso y cuyo rostro había adquirido esa luz que tan bien conocía en ciertos estados excepcionales de concentración, como si el comisario se hubiera tragado una lámpara que difundía su luz bajo la piel morena.

Sin volverse, Adamsberg tendió un brazo hacia el médico para impedir cualquier intervención. Bajo su mano, la mejilla de Léone seguía igual de fría, pero los labios se habían movido. Hizo una seña a Danglard para que se acercara. Hubo un nuevo movimiento de labios, y luego un sonido.

– Danglard, ¿ha oído también «Hello»? Ha dicho «Hello», ¿no?

– Eso me ha parecido.

– Es su manera de saludar. Hello, Léo. Soy yo.

– Hello -repitió la mujer de un modo más claro.

Adamsberg le envolvió una mano con las suyas, sacudiéndola un poco.

– Hello. La oigo, Léo.

– Gand.

– Gand está bien; está en casa del cabo Blériot.

– Gand.

– Está bien, la espera.

– Azúcar.

– Sí, el cabo le da azúcar todos los días -aseguró Adamsberg sin tener ni idea-. Está muy bien cuidado, se ocupan bien de él.

– Hello -volvió a decir la mujer.

Y eso fue todo. Los labios se cerraron, y Adamsberg comprendió que había llegado al final de su esfuerzo.

– Le felicito -dijo el médico.

– No es nada -contestó Adamsberg sin pensar-, ¿Puede usted llamarme si manifiesta cualquier intención de comunicarse?

– Déjeme su tarjeta y no se haga muchas ilusiones. Puede que éste haya sido su último coletazo.

– Doctor, usted no para de enterrarla antes de tiempo -dijo Adamsberg mientras se dirigía hacia la puerta-. No hay prisa, ¿o sí?

– Soy geriatra, conozco mi oficio -contestó el médico apretando los labios.

Adamsberg apuntó el nombre que figuraba en el broche del doctor -Jacques Merlán- y salió. Anduvo en silencio hasta el coche y dejó que Danglard cogiera el volante.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Danglard poniéndolo en marcha.

– No me gusta este médico.

– Hay que comprenderlo. No es fácil llamarse Merlán [5].

– Le va que ni pintado. No muestra más emociones que un banco de peces.

– No me ha dicho adónde vamos -dijo Danglard, que conducía al azar por las callejuelas.

– Usted la ha visto, Danglard. Es como un huevo estrellado en el suelo.

– Sí, ya me lo dijo.

– Vamos a su casa, a la antigua posada. Tuerza a la derecha.

– Es curioso que diga «Hello» para saludar.

– Es inglés.

– Ya -dijo Danglard sin insistir.

Los gendarmes de Ordebec habían hecho rápidamente las cosas y habían puesto orden en la casa de Léo después de la inspección. Habían limpiado el suelo de la sala y, si quedaba sangre, había sido absorbida por las baldosas rojizas. Adamsberg volvió a la habitación donde había dormido, mientras Danglard se atribuía otra en el extremo opuesto de la casa. Mientras colocaba sus cosas, el comandante vigilaba a Adamsberg a través de la ventana. Estaba sentado con las piernas cruzadas en medio del patio de la granja, bajo un manzano inclinado, con los codos en los muslos y la cabeza inclinada, y no parecía tener intención de moverse de allí. De vez en cuando, atrapaba algo que parecía molestarle en la nuca.

Un poco antes de las ocho, bajo el sol ya en declive, Danglard se aproximó a él, proyectando su sombra a los pies del comisario.

– Es la hora -dijo.

– Del Jabalí azul -dijo Adamsberg levantando la cabeza.

– No es azul. Se llama el Jabalí corredor.

– ¿Corren los jabalíes? -preguntó Adamsberg tendiendo una mano hacia el comandante para que lo ayudara a levantarse.

– Hasta treinta y cinco kilómetros por hora, creo. No sé mucho de jabalíes, salvo que no sudan.

– ¿Cómo hacen? -preguntó Adamsberg frotándose el pantalón sin por ello desinteresarse de la respuesta.

– Se ensucian en lodo para refrescarse.

– Así podemos imaginar al asesino: una bestia sucia de unos doscientos kilos y que no suda. Ejecuta su trabajo sin pestañear.


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