Capítulo 9

En lo alto de la eminencia de Ordebec, Adamsberg eligió un murete al sol y se sentó encima con las piernas cruzadas. Se quitó zapatos y calcetines, y contempló el desnivel de colinas verde pálido con las vacas, cual estatuas, puestas allí en los prados como para servir de puntos de referencia. Era muy posible que Émeri tuviera razón, muy posible que Herbier se disparara una bala en la frente, aterrorizado por la irrupción de los jinetes negros. Pero apuntar el cañón a varios centímetros no tenía nada de natural. Más seguro y verosímil habría sido metérselo en la boca. A menos que, por seguir la línea de análisis de Émeri, Herbier deseara ese gesto de expiación dándose muerte como la daba a los animales, apuntando a la frente. ¿Podía un tipo así haber sido capaz de una toma de conciencia, de remordimientos? ¿Capaz sobre todo de temer hasta ese punto el castigo del Ejército Furioso? Sí. Esa caballería negra, mutilada y hedionda llevaba diez siglos corroyendo la tierra de Ordebec. Había cavado en ella abismos en que uno, por sensato que fuera, podía caer súbitamente y quedar prisionero.

Un mensaje de Zerk le advirtió que Hellebaud había bebido sin ayuda. Adamsberg necesitó unos segundos para recordar que se trataba del palomo. Luego venían varios mensajes de la Brigada; el análisis confirmaba la presencia de miga de pan en la garganta de la víctima, Lucette Tuilot, pero ni rastro en su estómago. Asesinato indiscutible. La niña se recuperaba en el hospital de Versalles con su gerbillo; el falso tío abuelo se había restablecido y había quedado bajo arresto provisional.

Retancourt enviaba un mensaje más alarmante, en letras mayúsculas. Momo-Mecha-Corta interrogado, cargos suficientes para inculpación, anciano quemado identificado, gran follón, llamar urgentemente.

Adamsberg experimentó una sensación de picor en la nuca, de viva contrariedad, quizá una de esas bolitas de electricidad de las que había hablado Émeri. Se frotó el cuello mientras marcaba el número de Danglard. Eran las once, y el comandante debía de estar en su puesto. Era demasiado temprano para que estuviera completamente operativo, pero sí estaría presente.

– ¿Por qué sigue allí? -preguntó Danglard en su tono muy desabrido de las mañanas.

– Encontraron ayer el cuerpo del cazador.

– Ya lo he visto. Y no es asunto nuestro. Salga de ese maldito grimweld antes de que lo atrape. Aquí hay novedades. Émeri está capacitado para arreglárselas sin nosotros.

– Y deseoso. Un buen tipo, colaborador. Pero me pone de patitas en el próximo tren. Ha optado por la tesis del suicidio.

– Mejor para él. Seguro que le viene bien.

– Claro. Pero la vieja Léo, en cuya casa he pasado la noche, estaba convencida de que se trataba de un asesinato. Es a la ciudad de Ordebec lo que una esponja es al agua. Lo absorbe todo, y desde hace ochenta y ocho años.

– ¿Y habla cuando la aprieta?

– ¿Cuando aprieto qué?

– A esa Léo, como se aprieta una esponja.

– No, es muy prudente. No es una cotilla, Danglard. Funciona según la ley de la mariposa que se mueve en Nueva York y provoca la explosión en Bangkok.

– ¿Lo dice ella?

– No, lo dice Émeri.

– Pues se equivoca. Es en Brasil donde la mariposa bate las alas, y en Texas donde tiene lugar el tornado.

– ¿Y eso cambia las cosas, Danglard?

– Sí. De tanto alejarse de las palabras, las teorías más puras degeneran en bulos. Y uno acaba no enterándose de nada. Entre aproximación e inexactitud, la verdad va disolviéndose dando paso al oscurantismo.

El humor de Danglard mejoraba un poco, como siempre que tenía ocasión de disertar, incluso de contradecir gracias a su saber. El comandante no era hombre de estar conversando todo el día, pero el silencio le sentaba fatal, ofrecía un área de expansión demasiado propicia a sus melancolías. A veces bastaban unas cuantas réplicas para arrancar a Danglard de su crepúsculo. Adamsberg posponía el momento de abordar el tema de Momo-Mecha-Corta, y Danglard también, lo cual no era buena señal.

– Seguramente existen varias versiones de esta historia de la mariposa.

– No -contestó Danglard con firmeza-. No es un cuento moral, es una teoría científica sobre la predictibilidad. La formuló Edward Lorenz en 1972 bajo la forma que le he dicho. La mariposa está en Brasil, y el tornado en Texas. No cabe ninguna variación en esto.

– Muy bien, Danglard, dejémoslo. ¿Por qué demonios están interrogando a Momo?

– Lo detuvieron esta mañana. La gasolina utilizada podría coincidir con la que emplea.

– ¿Exactamente?

– No, no lleva tanto aceite. Pero es gasolina de ciclomotor. Momo no tiene coartada para la noche del incendio, nadie lo vio. Dice que un tipo le dio cita en un parque para hablarle de su hermano. Que estuvo dos horas esperando para nada y se fue.

– Eso no es suficiente para arrestarlo, Danglard. ¿Quién lo ha decidido?

– Retancourt.

– ¿Sin su aval?

– Con. Alrededor del coche hay huellas de zapatillas de basket impregnadas de gasolina. Las mismas zapatillas las encontraron esta mañana en casa de Momo, envueltas en una bolsa de plástico. No cabe ninguna duda, comisario. Momo repite estúpidamente que no son suyas. Su defensa es un desastre.

– ¿Hay huellas suyas en la bolsa y en los zapatos?

– Estamos a la espera de resultados. Momo dice que habrá, porque los manipuló. Supuestamente porque encontró la bolsa en el armario y miró a ver de qué se trataba.

– ¿Son de su pie?

– Sí, un 43.

– Eso no quiere decir nada. Es la talla media de los hombres.

Adamsberg se pasó de nuevo la mano por la nuca para atrapar la bola de electricidad que se le paseaba por el cuello.

– Peor aún -añadió Danglard. El anciano no se había arrellanado al quedarse dormido en el coche. Estaba bien sentado cuando estalló el incendio. O sea que el pirómano lo tiene que haber visto. Nos alejamos del homicidio involuntario.

– ¿Nuevas? -preguntó Adamsberg.

– ¿Qué nuevas?

– Las zapatillas.

– Sí, efectivamente, ¿por qué?

– Dígame, comandante, ¿por qué iba Momo a incendiar un coche estropeándose unos zapatos nuevos? Y, si lo hizo, ¿por qué no se deshizo de ellos enseguida? ¿Y las manos? ¿Han examinado si tenían restos de gasolina?

– El técnico llegará de un momento a otro. Hemos recibido órdenes de poner en marcha el dispositivo de emergencia. Basta un nombre para comprender dónde nos hemos metido. El viejo quemado es Antoine Clermont-Brasseur.

– Ni más ni menos -dijo Adamsberg tras un silencio.

– Sí -dijo con gravedad Danglard.

– ¿Y Momo lo habría matado por casualidad?

– ¿Qué casualidad? Al destruir a Clermont-Brasseur, mata en el corazón del capitalismo. Podría ser la ambición de Momo.

Adamsberg dejó a Danglard hablar solo durante unos instantes, mientras se afanaba en ponerse los calcetines con una sola mano.

– ¿Ha sido prevenido el juez?

– Esperamos el análisis de las manos.

– Danglard, sea cual sea el resultado del análisis, no lance la demanda de inculpación. Espéreme.

– No veo cómo. Si el juez se entera de que dilatamos las cosas con un apellido como el de Clermont-Brasseur, tendremos encima al ministerio inmediatamente. El adjunto del prefecto ya ha llamado para que le dé los primeros elementos. Quiere al asesino preso en menos de veinticuatro horas.

– ¿Quién lleva el timón del grupo Clermont-Brasseur ahora?

– El padre tenía todavía las dos terceras partes. Sus dos hijos comparten el resto. En realidad el padre tenía los dos tercios de los sectores de la construcción y la metalurgia. Uno de sus hijos es mayoritario en la rama informática, y el otro en la inmobiliaria. Pero el viejo dominaba sobre la totalidad y no quería que sus hijos se pusieran solos al mando. Desde hace un año corrían rumores según los cuales el viejo empezaba a meter bastante la pata, y que Christian, el hijo mayor se estaba planteando ponerlo bajo tutela para salvaguardar el grupo. Furioso, el viejo había decidido casarse con su mujer de la limpieza el mes que viene, una marfileña cuarenta años menor que él, que lleva diez años cuidándolo y acostándose con él. Ella tiene un hijo y una hija que el viejo tenía intención de adoptar una vez casado. Provocación quizá; pero la determinación de un viejo puede ser cien veces más implacable que el ímpetu juvenil.

– ¿Han controlado las coartadas de los dos hijos?

– Veto total -masculló Danglard-. Están demasiado conmocionados para recibir a la policía, nos ruegan que esperemos.

– Danglard, ¿quién es el técnico que envía el laboratorio?

– Enzo Lalonde. Uno muy bueno. No lo haga, comisario. La alfombra ya empieza a arder por los dos lados.

– ¿Que no haga qué?

– Nada.

Adamsberg guardó el teléfono, se frotó la nuca y proyectó el brazo hacia las colinas para lanzar su bola de electricidad al paisaje. Pareció funcionar. Bajó bastante deprisa las pequeñas calles de Ordebec, con los cordones desatados, directo a una cabina telefónica que había localizado en el camino entre la posada de Léo y el centro de la ciudad. Una cabina apartada de las miradas, rodeada de las altas umbelas de las zanahorias silvestres. Llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Lalonde.

– No se preocupe, comisario -se excusó inmediatamente Lalonde-. Estaré en sus oficinas en cuarenta minutos todo lo más. Salgo pitando.

– No, precisamente, no salga pitando. Se ha visto retenido un rato en el laboratorio, y luego ha tenido todo tipo de problemas para arrancar el coche; por último, ha estado en un embotellamiento, si es posible con accidente. Si pudiera usted romper un faro contra un mojón, sería lo ideal. O embestir un parachoques, le dejo improvisar, dicen que es usted muy bueno.

– ¿Algo va mal, comisario?

– Necesito tiempo. Tome las muestras lo más tarde posible y luego anuncie que un sesgo de experimento ha echado a perder el análisis. Que habrá que volver a empezar mañana.

– Comisario -dijo Lalonde después de un silencio-, ¿es usted consciente de lo que me está pidiendo?

– Sólo unas horas, nada más. Bajo las órdenes de un superior y al servicio del caso. El acusado irá a la cárcel de todos modos, así que puede usted darle un día más, ¿no?

– No lo sé, comisario.

– No se preocupe, Lalonde. Páseme al doctor Romain y olvide esta misión. Romain lo hará sin miedo.

– Muy bien, comisario, acepto -dijo Lalonde tras un nuevo silencio-. Favor por favor: resulta que me ha caído a mí el caso de la cuerda de las patas de la paloma. Deme tiempo usted también, estoy desbordado.

– Todo el que quiera. Pero encuentre algo.

– Hay fragmentos de piel en la fibra. El tipo se lo clavó en los dedos, puede que se hiciera incluso un rasguño. Sólo les queda encontrar a un tipo con un pequeño corte invisible en el pliegue del índice. Si bien la cuerda puede decirnos más cosas. No es una cuerda corriente.

– Muy bien -lo felicitó Adamsberg, sintiendo que Enzo Lalonde trataba de hacerle olvidar su pusilanimidad-. Sobre todo no me llame a la Brigada ni al móvil.

– Entendido, comisario. Sólo una cosa más: puedo no entregar las conclusiones hasta mañana. Pero nunca falsearé los resultados del análisis. No me pida eso. Si el tipo está pillado, no puedo hacer nada por él.

– No se trata de falsear nada. De todos modos, encontrará rastros de gasolina en sus dedos. Y será la misma que la de las zapatillas, porque las manipuló; y la misma que la del incendio, irá al talego, de eso puede estar seguro.

»Y todo el mundo contento -concluyó Adamsberg colgando, luego limpió las huellas de sus dedos en el receptor con la manga de la camisa-. Y la vida de Momo-Mecha-Corta rodará hacia su destino, ya escrito, ya sellado.

La granja de Léone se divisaba a lo lejos, y Adamsberg se detuvo de repente, al acecho. El aire claro le traía un quejido continuo, el gemido agudo de un perro desesperado. Adamsberg corrió por la carretera.


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