Capítulo 32

En el vestíbulo de un hotel bastante lúgubre de Granada, ubicado en la periferia de la ciudad, Zerk y Mo apagaron el vetusto ordenador que acababan de consultar y se dirigieron con paso voluntariamente despreocupado hacia las escaleras. Nadie piensa en su propia manera de andar salvo cuando se siente vigilado, ya sea por la policía o por el amor. Y entonces nada es más difícil que recobrar la naturalidad perdida. Habían decidido evitar el ascensor, un lugar en que los pasajeros, a falta de algo mejor que hacer, tienen más tiempo que en otros sitios para observarlo a uno.

– No sé si es muy prudente ir a consultar Internet -dijo Mo cerrando de nuevo la puerta de la habitación.

– Cálmate, Mo. Nada es más llamativo que un tipo crispado. Al menos así tenemos la información que buscábamos.

– No creo que sea buena idea llamar al restaurante de Ordebec. ¿Cómo lo llamas?

– El Jabalí corredor. No, no llamamos. Es sólo una garantía en caso de lío. Ahora tenemos el nombre de la puta tienda de juegos y diábolos «Al hilo». Será pan comido conseguir el nombre del dueño y averiguar si tiene hijos. Más bien un chico, entre doce y dieciséis años.

– Un hijo -confirmó Mo-. Sería menos probable que una chica tuviera la idea de atar las patas a una paloma para hacerle sufrir.

– O meter fuego a un coche.

Mo se sentó en la cama, estiró las piernas, se aplicó a respirar lentamente. Tenía la impresión de que otro corazón le latía permanentemente en el estómago. Adamsberg le había explicado, en la casa de las vacas, que se trataba seguramente de pequeñas bolas de electricidad que se le colocaban a uno aquí o allí. Se puso la mano en el vientre para tratar de disiparlas, hojeó el periódico del día anterior.

– En cambio, a una chica se le puede ocurrir reírse mientras mira al tío que ata a la paloma o que mete fuego a un coche -añadió Zerk-, ¿Alguna novedad en Ordebec?

– Nada. Pero pienso que tu padre debe de tener otra cosa que hacer que averiguar el nombre del dueño de la tienda de diábolos.

– No creo. Yo creo que el tío que torturó al palomo, el que mató en Ordebec y el que incendió a Clermont-Brasseur se pasean de la manita por su cabeza sin que él haga realmente una selección.

– Creía que no lo conocías.

– Ya, pero empiezo a tener la impresión de parecerme a él. Mañana, Mo, tenemos que salir a las nueve menos diez. Así todos los días. Hay que dar la impresión de que vamos a un trabajo regular. Eso si seguimos aquí mañana.

– Ah, ¿tú también te has fijado? -preguntó Mo masajeándose el vientre.

– ¿En el tipo que nos ha mirado abajo?

– Sí.

– Nos ha mirado mucho, ¿verdad?

– Sí. ¿Qué te sugiere?

– Un madero, Mo.

Zerk abrió la ventana para fumar fuera. Desde la habitación, sólo se veía un pequeño patio, gruesos tubos de salida de humos, ropa tendida y tejados de zinc. Tiró la colilla por la ventana, la miró aterrizar en la oscuridad.

– Mejor será que nos larguemos ahora -dijo.


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