Capítulo 55

Veyrenc y Danglard llevaron sin miramientos a Mo hasta el despacho de Adamsberg, esposado, y lo sentaron a la fuerza en la silla. Adamsberg sintió verdadera alegría al verlo, en realidad una satisfacción un tanto orgullosa ante la idea de que había conseguido salvarlo de la hoguera.

Apostados a ambos lados de Mo, Veyrenc y Danglard interpretaban perfectamente sus papeles, con el rostro duro y vigilante. Adamsberg dirigió a Mo un guiño imperceptible.

– Ya ves como acaban las huidas, Mo.

– ¿Cómo me han encontrado? -preguntó el joven en tono insuficientemente agresivo.

– Habrías caído tarde o temprano. Teníamos tu libreta de direcciones.

– Me la suda. Tenía derecho a huir, tenía obligación. Yo no incendié ese coche.

– Lo sé -dijo Adamsberg.

Mo adoptó una expresión mediocremente estupefacta.

– De eso se encargaron los hijos de Clermont-Brasseur. A estas horas, mientras te estoy hablando, están siendo inculpados de homicidio con premeditación.

Antes de abandonar Ordebec tres días antes, Adamsberg había obtenido del conde la promesa de intervenir ante el magistrado en funciones. Promesa que el hombre le concedió sin dificultad, conmocionado por el salvajismo de los dos hermanos. Ya había visto suficientes atrocidades en Ordebec, y no estaba dispuesto a la indulgencia, ni siquiera hacia sí mismo.

– ¿Sus hijos? -se indignó falsamente Mo-. ¿Sus propios hijos le pegaron fuego?

– Arreglándoselas para que te acusaran a ti. Tus zapatillas de basket, tu método. Salvo que Christian Clermont no sabía anudarse los cordones. Y que el aire del incendio le quemó unas cuantas mechas.

– Siempre pasa.

Mo se volvió a diestra y siniestra, como alguien que tomara súbitamente consciencia de un nuevo estado de cosas.

– Pero entonces me puedo ir, ¿no?

– ¿Eso crees? -dijo Adamsberg con dureza-. ¿No recuerdas cómo saliste de aquí? Amenaza a mano armada a un oficial de policía, agresión y delito de fuga.

– Pero estaba obligado -repitió Mo.

– Puede ser, pero la ley es la ley. Quedas detenido provisionalmente. Irás a juicio en cosa de un mes.

– Pero si ni siquiera le hice daño -protestó Mo-. Sólo un puñetazo de nada.

– Un puñetazo que te lleva ante el juez. Ya estás acostumbrado. Él decidirá.

– ¿Cuánto me puede caer?

– Dos años -estimó Adamsberg-, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionales y el perjuicio sufrido. Podrás salir a los ocho meses por buena conducta.

– ¡Ocho meses, joder! -dijo Mo, esta vez casi sinceramente.

– Deberías estarme agradecido por haber encontrado a los incendiarios. Y eso que no tenía ninguna razón para quererte bien. ¿Sabes qué le puede pasar a un comisario que deja escapar a un detenido?

– Me la suda.

– Ya me imagino -dijo Adamsberg levantándose-. Llévenselo.

Adamsberg dirigió a Mo una seña con la mano que significaba: Ya te lo dije, ocho meses. No tenemos elección.

– Es verdad, comisario -dijo de repente Mo tendiéndole las muñecas esposadas-. Debería darle las gracias.

Al estrechar la mano a Adamsberg, Mo le deslizó una bolita de papel. Una bolita más gruesa que la de un envoltorio de azúcar. Adamsberg cerró la puerta cuando Mo salió, se apoyó en la hoja para evitar cualquier intrusión y desplegó el mensaje. Mo había escrito, con letra diminuta, los detalles de su razonamiento acerca de la cuerda que había servido para atar las patas al palomo. Al final de la nota, daba el nombre y la dirección del hijo de puta que lo había hecho. Adamsberg sonrió y se metió cuidadosamente el papel en el bolsillo.


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