Capítulo 24

Al caer la noche, Adamsberg detuvo el coche delante de la verja del castillo condal, que se erguía en la colina frente a Ordebec. Danglard sacó su gran cuerpo del vehículo con inusual agilidad y se plantó rápidamente delante del edificio, agarrando la verja con ambas manos. Adamsberg leyó en su rostro un arrobo bastante puro, un estado exento de melancolía que Danglard alcanzaba muy rara vez. Echó una ojeada al castillo de piedra clara, que sin duda representaba para su adjunto una especie de kugelhopf con miel.

– Ya le dije que el sitio le gustaría. ¿Es antiguo el castillo?

– Los primeros señores de Ordebec se remontan a principios del siglo XI, pero es sobre todo en la batalla de Orléans, en 1428, cuando el conde de Valleray se distinguió reuniéndose con las tropas francesas encabezadas por el conde de Dunois, es decir Jean, bastardo de Louis, duque de Orléans.

– Sí, Danglard, pero ¿y el castillo?

– Es lo que estoy explicando. El hijo de Valleray, Henri, lo mandó edificar después de la Guerra de los Cien Años, a finales del siglo XV. Toda el ala izquierda que ve aquí y la torre oeste datan de esa época. En cambio, el cuerpo del castillo fue construido en el siglo XVII, y las grandes aberturas de abajo son reformas del siglo XVIII.

– ¿Y si llamáramos, Danglard?

– Hay al menos tres o cuatro perros aullando. Llamamos y esperamos una escolta. No sé qué tiene esta gente con los perros.

– Y con el azúcar -dijo Adamsberg tocando la campana.

Rémy François de Valleray, conde de Ordebec, los esperaba sin ceremonia en la biblioteca, todavía con su chaqueta de loneta azul que le daba aspecto de obrero agrícola. Pero Danglard se fijó en que cada uno de los vasos grabados que ya estaban dispuestos en la mesa costaba fácilmente un mes de su sueldo. Y en que, sólo por el color, el alcohol que les servirían bien valía el viaje desde París. Nada comparable con el oporto tomado en casa de los Vendermot en vasos de mostaza, que le había incendiado el estómago. La biblioteca debía de contener aproximadamente unos mil volúmenes, y las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con una cuarentena de cuadros que enloquecían la vista a Danglard. En definitiva, la decoración que cabía esperar en una morada condal aún no venida a menos, salvo un desorden inaudito que quitaba cualquier solemnidad a la estancia. Botas, sacos de grano, medicamentos, bolsas de plástico, pernos, velas derretidas, cajas de clavos, papelotes esparcidos por el suelo, las mesas y las estanterías.

– Señores -dijo el conde dejando el bastón y dándoles la mano-, gracias por haber respondido a mi llamada.

Conde lo era, no cabía duda. El tono de la voz, el movimiento bastante imperioso de los gestos, la mirada altiva y hasta su derecho natural de presentarse en chaqueta de campesino. Al mismo tiempo, se distinguía sin dificultad en él al viejo normando rural, el rubor de la tez, las uñas un poco negras, la mirada divertida y secreta sobre sí mismo. Llenó los vasos con una mano, apoyándose con la otra en el bastón, y ofreció los asientos con un movimiento del brazo.

– Espero que aprecien este calvados, es el que doy a Léo. Pasa, Denis. Les presento a mi hijo. Denis, estos señores son de la Brigada Criminal de París.

– No creí que te interrumpiría -dijo el hombre saludándolos con la punta de los dedos y sin sonrisa.

Dedos blancos y uñas cuidadas. Cuerpo sólido pero gordo, cabello gris, peinado hacia atrás.

Así que ése era el famoso ollupac de cuidado, según los Vendermot; el que había abreviado la estancia al joven Hippolyte en el refugio del castillo. Efectivamente, observó Adamsberg, el hombre tenía una pinta bastante ollupaquiana, con sus mejillas bajas, sus labios delgados, sus ojos furtivos y distantes, o que, al menos, trataban de marcar las distancias. Se sirvió un vaso, más por cortesía que por deseo de quedarse. Toda su postura indicaba que los invitados no le interesaban, y su propio padre apenas.

– Sólo pasaba a decirte que el coche de Maryse lo arreglan mañana. Habría que decir a Georges que esté aquí para recepcionarlo, porque estaré todo el día en la subasta.

– ¿No has encontrado a Georges?

– No, el animal se habrá ido a dormir la mona en la cuadra; no pienso ir a sacudirlo debajo de los vientres de los caballos.

– Muy bien, ya me ocuparé.

– Gracias -dijo Denis dejando el vaso.

– No te echo.

– Pero yo salgo. Te dejo con tus invitados.

El conde torció levemente el gesto al oír cerrarse la puerta.

– Lo siento, señores -dijo-. Mi relación con mi hijo no es de las mejores; además, sabe de qué quiero hablarles y no le gusta. Se trata de Léo.

– Tengo mucho aprecio a Léo -dijo Adamsberg sin haber meditado su réplica.

– Le creo. Y aún, sólo la conoció unas horas. Usted la encontró herida. Y usted consiguió hacerla hablar. Lo cual nos ha evitado sin duda que el doctor Merlán decrete su muerte cerebral.

– Tuve unas palabras con ese médico.

– No me sorprende. Es un ollupac a sus horas, pero no siempre.

– ¿Le gustan las palabras de Hippolyte, señor conde? -preguntó Danglard.

– Llámeme Valleray, saldremos todos ganando. Conozco a Hippolyte desde que nació. Y encuentro ese término más bien acertado.

– ¿A partir de cuándo supo invertir las letras?

– A los trece años. Es un hombre excepcional. Lo mismo que sus hermanos y hermana. Lina posee una luz absolutamente inusual.

– El comisario se ha fijado en ello -dijo Danglard, a quien la suculencia del calvados, tras la visión del castillo, sosegaba profundamente.

– ¿Y usted no? -preguntó Valleray sorprendido.

– No -reconoció Danglard.

– Muy bien. ¿Qué tal el calvados?

– Perfecto.

El conde mojó un terrón de azúcar en su vaso y lo chupó sin distinción. Adamsberg se sintió fugazmente asaltado por terrones de azúcar llegados de todas partes.

– Con Léo siempre hemos tomado este calvados. Deben saber que estuve apasionadamente enamorado de esa mujer. Me casé con ella, y mi familia, que contiene un gran número de sollupac, pueden creerme, me hicieron la vida imposible. Yo era joven, débil, cedí, y nos divorciamos a los dos años.

»Les parecerá extraño -prosiguió-, y no me importará; pero, si Léo sobrevive al golpe que recibió de ese asesino infecto, volveré a casarme con ella. Así lo he decidido si ella lo acepta. Y es allí donde interviene usted, comisario.

– Para atrapar al asesino.

– No, para hacerla revivir. No crea que se trata de una súbita chifladura de anciano. Llevo más de un año pensando en ello. Esperaba que mi hijastro lo comprendiera, pero no hay esperanza. Lo haré, pues, sin su consentimiento.

El conde se puso en pie con dificultad, avanzó con bastón hasta la inmensa chimenea de piedra y echó dos leños al fuego. El hombre seguía teniendo fuerza, al menos la suficiente para decidir esa boda insólita entre los dos casi nonagenarios, más de setenta años después de su primera unión.

– ¿Nada chocante en esa boda? -preguntó al reunirse con ellos.

– Al contrario -respondió Adamsberg-, Incluso vendré con mucho gusto si me invitan.

– Cuente con ello, comisario, si la saca de ésta. Y lo hará. Léo me llamó una hora antes de su asesinato. Estaba encantada de la velada pasada con usted, y su opinión me basta. Hay en todo esto algo del destino, si me permite esta apreciación un tanto simple. Somos todos un poco fatalistas, los que vivimos cerca del camino de Bonneval. Usted, y sólo usted, ha sido capaz de sacarla de su afasia, de hacerla hablar.

– Sólo tres palabras.

– Las conozco. ¿Cuánto tiempo llevaba usted junto a su lecho cuando habló?

– Casi dos horas, creo.

– Dos horas hablándole, peinándola, con una mano en su mejilla. Lo sé. Lo que le pido es que esté con ella diez horas al día, quince si es necesario. Hasta que ella vuelva a la superficie. Usted lo conseguirá, comisario Adamsberg.

El conde se interrumpió, y su mirada recorrió lentamente las paredes de la estancia.

– Y si es así le daré eso -dijo señalando al desgaire, con el bastón, un cuadrito colgado junto a la puerta-. Está hecho para usted.

Danglard se sobresaltó y examinó el lienzo. Era un airoso jinete posando delante de un paisaje de montaña.

– Acérquese, comandante Danglard -dijo Valleray-. ¿Reconoce el lugar, Adamsberg?

– El pico de Gourgs Blancs, me parece.

– Exactamente. Cerca de su tierra si no me equivoco.

– Está usted bien informado sobre mí.

– Claro. Cuando necesito saber algo, suelo conseguirlo. Es un residuo poderoso de los privilegios. Del mismo modo en que sé que está yendo por el grupo Clermont-Brasseur.

– No, señor conde. Nadie va por los Clermont, tampoco yo.

– ¿Finales del XVI? -preguntó Danglard, inclinado sobre el cuadro-, ¿Escuela de Clouet? -añadió más bajo, menos seguro.

– Sí, o, si uno quiere soñar, obra del maestro mismo, que habría abandonado por una vez su fardo de retratista. Pero no tenemos elementos probados para asegurar que viajara a los Pirineos. Aun así, pintó a Jeanne d'Albret, reina de Navarra, en 1570. Y quizá en su ciudad de Pau.

Danglard volvió a sentarse, intimidado, con el vaso vacío. El cuadro era una rareza, valía una fortuna, y Adamsberg no parecía tener conciencia de ello.

– Sírvase, comandante. Me resulta difícil desplazarme. Y lléneme el vaso a mí también. Una esperanza así no entra en casa todos los días.

Adamsberg no miraba el cuadro, ni a Danglard, ni al conde. Pensaba en la palabra maquinaria, que se había liberado bruscamente de su traba, entrechocándose con el doctor Merlán primero, y luego con el joven de arcilla y la imagen de los dedos de Martin aplicando la mixtura a la piel de su hermano.

– No puedo -dijo-. No estoy capacitado para ello.

– Sí que lo está -afirmó el conde con un golpe de bastón en el parquet encerado, descubriendo que la mirada de Adamsberg, que encontraba de por sí borrosa, parecía haberse alejado a los limbos.

– No puedo -repitió Adamsberg con voz lenta-. Soy responsable de un caso.

– Hablaré con sus superiores. No puede dejar tirada a Léo.

– No.

– ¿Entonces?

– Yo no puedo, pero hay alguien que sí. Léo está viva, Léo está consciente, pero lo tiene todo averiado. Conozco a un hombre que repara este tipo de averías, averías que no tienen nombre.

– ¿Un charlatán? -preguntó el conde alzando las blancas cejas.

– Un científico. Pero que practica su ciencia con talento inhumano. Que vuelve a poner en funcionamiento los circuitos, que reoxigena el cerebro, que hace que gatos recién nacidos vuelvan a mamar, que desbloquea los pulmones paralizados. Un experto en el movimiento de la maquinaria humana. Un maestro. Sería nuestra única posibilidad, señor conde.

– Valleray.

– Sería nuestra única posibilidad, Valleray. El podría sacarla de ésta. Sin prometer nada.

– ¿Cómo practica? ¿Con medicamentos?

– Con las manos.

– ¿Es una especie de magnetizador?

– No. Acciona válvulas, recoloca órganos, tira de las palancas, desatasca los filtros; en fin, que vuelve a arrancar el motor [7].

– Hágalo venir -dijo el conde.

Adamsberg caminó por la estancia, haciendo crujir el viejo parquet, mientras sacudía la cabeza.

– Imposible -dijo.

– ¿Está en el extranjero?

– Está en la cárcel.

– Caramba.

– Necesitaríamos una autorización de puesta en libertad provisional.

– ¿Quién puede darla?

– El juez de aplicación de las penas. En el caso de nuestro médico, se trata del viejo juez Varnier, que es una especie de chivo terco que no querrá ni oír hablar del tema. Hacer salir a un prisionero de Fleury para mandarlo a que ejerza su talento en una anciana de Ordebec es un tipo de urgencia que nunca admitirá.

– Ningún problema, es amigo mío.

Adamsberg se volvió hacia el conde, que sonreía, con las cejas en alto.

– Raymond de Varnier no me negará nada. Haremos venir a su experto.

– Necesitaremos un motivo sólido, verdadero y fiable.

– ¿Desde cuándo necesitan eso nuestros jueces? Usted apúnteme el nombre del médico y el de su lugar de detención. Llamaré a Varnier en cuanto amanezca, cabe esperar que ese hombre esté aquí mañana a última hora.

Adamsberg miró a Danglard, que asintió aprobador. Adamsberg se reprochaba a sí mismo haber comprendido demasiado tarde. Nada más oír al doctor Merlán hablar irrespetuosamente de Léo como de una maquinaria averiada, debería haber pensado en el médico prisionero, que empleaba también ese término. Probablemente, lo había hecho, pero sin ser consciente de ello. Ni siquiera cuando Lina había pronunciado la palabra «maquinaria». Aunque sí lo suficiente como para escribirla en la servilleta. El conde le dio una libreta, y Adamsberg anotó los datos.

– Hay otro obstáculo -dijo devolviéndole la libreta-. Si salto, ya no dejarán salir a nuestro protegido. Pero si el doctor la saca de ésta, necesitará varias sesiones. Y yo puedo saltar dentro de cuatro días.

– Ya estoy al corriente.

– ¿De todo?

– De muchas cosas acerca de usted. Temo por Léo y por los Vendermot. Usted llega aquí, y yo me informo. Sé que saltará si no atrapa al asesino de Antoine Clermont-Brasseur, que se fugó de su comisaría y, lo que es peor, de su despacho, burlando su propia vigilancia.

– Exactamente.

– De hecho, es usted sospechoso, comisario. ¿Lo sabía?

– No.

– Pues más vale que vaya con cuidado. Hay en el ministerio varios señores que desean con ansia poder investigarlo. No están lejos de pensar que usted dejó que se fugara el joven.

– Eso no tiene sentido.

– Por supuesto -dijo Valleray sonriendo-. Entretanto, el tipo sigue estando ilocalizable. Y usted anda husmeando del lado de la familia Clermont.

– El acceso está cerrado, Valleray. No husmeo.

– Pero ha querido interrogar a los dos hijos de Antoine. Christian y Christophe.

– Y me lo han denegado. Y me he atenido a ello.

– Y eso no le gusta.

El conde dejó el resto del terrón en un platito, se chupó los dedos y se los secó en la chaqueta azul.

– ¿Qué le habría gustado averiguar exactamente? Acerca de los Clermont.

– Cómo se había desarrollado la velada que antecedió al incendio. Al menos eso. De qué humor estaban los dos hijos.

– Normal, incluso muy alegre, si es que se puede decir que Christophe esté alegre alguna vez. Había corrido el champán, y del mejor.

– ¿Cómo lo sabe?

– Porque yo estaba allí.

El conde tomó otro terrón de azúcar y lo mojó con precisión en el vaso.

– Existe en este mundo un pequeño núcleo atómico en que los industriales buscan desde siempre a los aristócratas y viceversa. El intercambio entre ellos, eventualmente marital, para aumentar la fuerza de deflagración de todos. Yo pertenezco a ambos círculos, nobleza e industria.

– Sé que usted vendió sus acerías a Antoine Clermont.

– ¿Se lo ha dicho nuestro amigo Émeri?

– Sí.

– Antoine era un ave rapaz pura y dura que volaba alto, pero que de alguna manera resultaba digno de admiración. No se puede decir lo mismo de sus dos hijos. Pero si se le ha pasado a usted por la cabeza que uno de ellos haya podido prender fuego a su padre, se equivoca.

– Antoine quería casarse con la asistenta.

– Rose, sí -confirmó el conde chupando el azúcar-. Creo que más bien se divertía provocando a su familia, y yo se lo advertí. Lo que ocurre es que leer en los ojos de sus hijos la ardiente espera de su muerte lo sacaba de quicio. Llevaba un tiempo desanimado, herido y tendente a los extremos.

– ¿Quién quería ponerlo bajo tutela?

– Sobre todo Christian. Pero no podía. Antoine estaba sano de la cabeza, y eso era fácilmente demostrable.

– Y oportunamente, un joven prende fuego al Mercedes, precisamente en un momento en que Antoine está solo, esperando en el coche.

– Entiendo lo que le llama la atención. ¿Quiere saber por qué estaba solo Antoine?

– Mucho. Y por qué el chófer no los acompañó.

– Porque el chófer había sido invitado en la cocina, y Christophe consideró que estaba demasiado ebrio para conducir. Abandonó, pues, la velada con su padre, fueron a pie hasta el coche, en la calle Henri-Barbusse. Una vez al volante, se dio cuenta de que no llevaba el móvil. Pidió a su padre que lo esperara y desanduvo el camino. Encontró el aparato en la acera de la calle Val-de-Gráce. Al doblar la esquina, vio el coche en llamas. Escúcheme, Adamsberg, Christophe estaba a unos quinientos metros del Mercedes, y lo vieron dos testigos. Gritó, echó a correr, y los dos testigos corrieron con él. Fue Christophe quien llamó a la policía.

– ¿Se lo dijo él?

– Su mujer. Nos llevamos muy bien, yo la presenté a su futuro marido. Christophe quedó hecho polvo, horrorizado. Sea cual sea el tipo de relación que uno tiene con su padre, no resulta agradable verlo arder vivo.

– Entiendo -dijo Adamsberg-. ¿Y Christian?

– Christian se había ido antes. Estaba muy achispado y quería dormir.

– Pero parece ser que volvió muy tarde a su domicilio.

El conde se rascó la cabeza calva un rato.

– No hay nada malo en decir que Christian se ve con otra mujer, incluso con varias, y que aprovecha las veladas oficiales para volver tarde a su casa. Y vuelvo a decirle que los dos hermanos estaban de muy buen humor. Christian estuvo bailando. Nos hizo una excelente imitación del barón de Salvin, y Christophe, que no tiene la sonrisa fácil, se lo pasó bomba durante unos momentos.

– Entente cordiale, velada normal.

– Exactamente. Mire, encima de la chimenea, encontrará un sobre con una decena de fotos de la velada, que me envió la mujer de Christophe. No comprende que, a mi edad, a uno no le guste verse retratado. Pero mírelas, le informarán sobre el ambiente.

Adamsberg examinó las fotos y, efectivamente, ni Christian ni Christophe presentaban el semblante atormentado de un tipo que se dispone a quemar a su padre.

– Ya veo -dijo Adamsberg devolviéndole las fotos.

– Lléveselas si pueden convencerlo. Y dese prisa en encontrar al joven. Lo que puedo hacer fácilmente es hablar con los hermanos Clermont para conseguirle un plazo mayor.

– Me parece necesario -dijo súbitamente Danglard, que no había dejado de ir de un cuadro a otro, cual avispa desplazándose entre gotas de mermelada-. El joven Mo está ilocalizable.

– Ya acabará necesitando dinero tarde o temprano -dijo Adamsberg encogiéndose de hombros-. Se fue sin nada en el bolsillo. La ayuda de sus amigos durará un tiempo limitado.

– La ayuda siempre dura un tiempo limitado -murmuró Danglard-, y la cobardía una eternidad. Es el principio según el cual se acaba generalmente dando con el paradero de los huidos. Siempre y cuando no se tenga la espada del ministerio apuntando a la nuca. Eso nos coarta.

– He entendido -dijo el conde levantándose-. Vamos entonces a apartar esa espada.

Como si se tratara, pensó Danglard, hijo de obrero del norte, de desplazar una simple silla para moverse con más holgura. No dudaba de que el conde lo conseguiría.


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