Capítulo 42

Danglard acababa de cargar el maletero de uno de los coches cuando vio a Veyrenc en el patio. Todavía no había encontrado la fuerza ni las palabras, ni la humildad seguramente, para hablar al teniente. La muerte de Mortembot le había permitido atrasar la prueba. La simple idea de tenderle la mano diciendo «gracias» le parecía solemnemente ridícula.

– Voy a buscar a los chicos -dijo un poco penoso al llegar a su altura.

– Arriesgado -dijo Veyrenc.

– Adamsberg ha encontrado el modo. El agujero de rata para entrar en casa de los Clermont. Puede que tengamos en qué basar la acusación contra los dos hermanos.

La mirada de Veyrenc se iluminó, el labio se levantó en su peligrosa sonrisa de chica. Danglard recordó que Veyrenc quería a su sobrino Armel, conocido como Zerk, como a su propio hijo.

– Una vez allí -dijo Veyrenc-, compruebe una cosa. Que Armel no haya birlado al pasar la pistola del abuelo.

– Adamsberg dijo que no sabía disparar.

– Porque no lo conoce. Sabe disparar perfectamente.

– ¡Maldita sea! -dijo Danglard, olvidando un instante el peso plúmbeo que lastraba el diálogo-. Tenía una cosa que decir a Adamsberg, nada que ver con el caso, pero aun así. ¿Podría decírselo?

– Diga.

– En el hospital, recogí el chal de Lina, que se le había caído de los hombros. Haga el calor que haga, siempre lleva encima esa tela. Luego ayudé al médico a llevar al conde cuando se desmayó. Lo dejamos con el torso desnudo. Aquí -dijo Danglard poniendo el dedo corazón en lo alto del omóplato izquierdo- tiene una mancha violeta bastante fea, un poco como una cochinilla de dos centímetros. Pues bien, Lina tiene la misma mancha.

Los dos hombres intercambiaron una mirada casi directa.

– Lina Vendermot es hija de Valleray -dijo Danglard-. Tan seguro como que he atravesado la fosa de estiércol. Y dado que ella y su hermano Hippo se parecen como dos gotas de agua, con el pelo rubio ceniza como un campo de lino, los dos lo son. En cambio, los dos morenos, Martin y Antonin, son sin duda hijos del padre Vendermot.

– Joder, ¿lo saben?

– El conde, seguro. Por eso se negaba a que lo desvistiéramos. Los hijos, no lo sé. No lo parece.

– Entonces ¿por qué Lina esconde la mancha?

– Es una mujer, y esa cochinilla es muy antiestética.

– Me pregunto qué es lo que eso puede cambiar en las maniobras de Hellequin.

– No he tenido tiempo de pensar en ello, Veyrenc. Le dejo el terreno -dijo tendiéndole la mano-. Gracias -añadió.

Lo había hecho, lo había dicho.

Como la más anodina de las personas. Como el más común de los hombres para un mediocre desenlace de drama, pensó mientras se secaba las palmas de la mano al ponerse al volante. Estrechar la mano, decir gracias era fácil, sin duda, manido, posiblemente valiente, pero estaba hecho y era merecido. Ya diría más cosas más adelante. Una brusca vaharada de euforia rabiosa lo hizo enderezarse cuando salió a la carretera pensando en que Adamsberg había echado el guante a los asesinos del viejo Clermont. Gracias a la chaqueta de Mortembot y poco importaba con qué método; no estaba seguro de haber seguido la concatenación de las cosas. Pero el caso es que el dispositivo estaba a punto y, de momento, eso lo consoló mucho por las infamias del mundo, y muy moderadamente por las suyas.

A las nueve de la noche, se reunió con Retancourt en la terraza de un pequeño restaurante en la planta baja de su edificio, en Seine-Saint-Denis. Cada vez que veía a Violette, incluso después de tres días, la encontraba más alta y más gorda que en su recuerdo, y quedaba impresionado. Estaba sentada en una silla de plástico cuyas patas se abrían bajo su peso.

– Tres cosas -recapituló Retancourt, que había pasado poco tiempo informándose de los estados de ánimo de los colegas metidos hasta el cuello en el barrizal de Ordebec, puesto que la vibración sensible no era su mejor terreno-. El coche de Salvador 1, Christian. Me he informado, está estacionado en su parking privado, con el del hermano y los de las esposas. Si quiero examinarlo, tendré que sacarlo de allí; por tanto, cortar la seguridad y pinchar los cables. Nöel sabrá hacerlo en un abrir y cerrar de ojos. Luego no me arriesgo a volver a llevarlo, ya se las arreglarán para encontrarlo, no es problema nuestro.

– No podremos utilizar las muestras si no hemos seguido la vía oficial.

– Pero nunca tendremos el permiso oficial. Así que procedemos de otra manera. Recogida ilícita de indicios, montaje del expediente, y luego asalto.

– Pongamos que sí -dijo Danglard, que cuestionaba rara vez las maniobras un tanto brutales de la teniente.

– Segundo punto -dijo poniendo su potente dedo encima de la mesa-, el traje. El que ha pasado discretamente por la tintorería. El vapor de gasolina, igual que los pelos, sobre todo los más cortos, son elementos difíciles de erradicar. Con un poco de suerte, quedan rastros en el tejido. Naturalmente, habrá que robar el traje.

– Problema.

– No tanto. Conozco los horarios; sé en qué momento Vincent, el mayordomo, se encarga de la puerta. Llego con una bolsa, le digo que he olvidado una chaqueta en el piso de arriba, o cualquier otra cosa, y una vez allí me las arreglo.

Falta de preparación, caradura y confianza, todo ello medios que Danglard jamás utilizaba.

– ¿Qué pretexto ha dado para irse?

– Que mi esposo me perseguía, que me había encontrado, que debía huir por mi seguridad. Vincent me ha expresado su compasión, pero ha parecido sorprendido de que esté casada, y más aún de que un esposo me busque con tanta obstinación. No creo que Christian se haya dado cuenta siquiera de que me he ido. Tercer punto, el azúcar. O sea la doncella, Leila. Está muy resentida, hablará seguro si recuerda algo. Sobre el terrón de azúcar o sobre el pelo cortado. ¿Cómo se le ocurrió a Adamsberg lo del cambio de traje?

– No sabría decirle exactamente, Violette. La idea pendía de hilos de araña incompletos y que no iban todos en la misma dirección.

– Ya veo -dijo Retancourt, que a menudo se había opuesto al nebuloso sistema mental del comisario.

– Por la detención de los Clermont-Brasseur -dijo Danglard llenando el vaso a Retancourt-, y con objeto de poder tomarnos otro. Será bello, moral, higiénico y satisfactorio, pero será breve. El imperio pasará a los sobrinos y todo volverá a empezar. No podrá usted darme noticias a través de mi móvil. Informe a Adamsberg llamándolo al Jabalí corredor a la hora de la cena. Es un restaurante de Ordebec. Si él le dice que lo llame al Jabalí azul, ni caso, es el mismo sitio, lo que pasa es que no recuerda el nombre. No sé por qué, está empeñado en que el jabalí sea azul. Le apunto el número.

– ¿Se va, comandante?

– Sí, esta noche.

– ¿Sin que se le pueda llamar? Es decir ¿sin que esté localizable?

– Así es.

Retancourt asintió sin manifestar sorpresa, lo que hizo temer a Danglard que la teniente hubiera comprendido lo esencial del tejemaneje con Mo.

– ¿O sea que querrá irse sin ser visto?

– Sí.

– ¿Y cómo piensa hacerlo?

– Furtivamente. A pie, en taxi. Todavía no sé.

– Malo -dijo Retancourt sacudiendo la cabeza con desaprobación.

– No se me ocurre nada mejor.

– A mí sí. Subimos a mi casa para tomar una última copa, parece normal. De ahí, mi hermano lo lleva en coche. ¿Sabe que Bruno es un delincuente, muy conocido por la policía de la zona?

– Sí.

– Y tan inofensivo y torpe que, cuando lo paran al volante, le hacen una seña y le dejan irse enseguida. No se le da bien casi nada, pero sabe conducir. Puede llevarle esta noche hasta Estrasburgo, Lille, Toulouse, Lyon o cualquier otro sitio. ¿Qué dirección le conviene?

– Digamos que Toulouse.

– Muy bien. De allí tome el tren hacia donde le parezca.

– Me parece perfecto, Violette.

– Salvo su ropa. Vaya adónde vaya, a menos que quiera ser identificado como parisino, la que lleva no vale. Llévese uno de los dos trajes de Bruno. Le irá un poco largo de pantalón y un poco justo de cintura, pero nada imposible. Y resultará un poco llamativo, no le va a gustar. Un aire un poco chulesco, presuntuoso.

– ¿Vulgar?

– Sí, bastante.

– Funcionará.

– Otra cosa. Despida a Bruno nada más llegar a Toulouse. No lo meta en sus problemas, que bastante tiene con lo suyo.

– No acostumbro hacerlo -dijo Danglard pensando simultáneamente que por poco causa la muerte a Veyrenc.

– ¿Cómo va el palomo? -preguntó simplemente Retancourt al levantarse.

Treinta y cinco minutos después, Danglard salía de París estirado en el asiento trasero del coche del hermano, con un traje de tejido de mala calidad cuyas mangas le apretaban, y con un nuevo móvil. Puede dormir, le había dicho Bruno. Danglard cerró los ojos, sintiéndose, al menos hasta Toulouse, protegido por el brazo poderoso y soberano de la teniente Violette Retancourt.

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