Capítulo 23

Lina lo hizo pasar a la sala principal, donde lo esperaban tres hombres, de pie y circunspectos, alineados junto a una gran mesa. Adamsberg había pedido a Danglard que lo acompañara para que viera por sí mismo la irradiación. Identificó fácilmente al tercero, Martin, larguirucho, flaco y moreno como una rama de madera seca; era el que había tenido que tragarse la comida podrida acumulada en la pata de la mesa. Hippolyte, el mayor de los hermanos, de unos cuarenta años, tenía una cabeza ancha y rubia, bastante similar a la de su hermana, pero sin el principio destellante. Era alto y de constitución muy sólida, y le tendió una mano grande y un poco deforme. Al extremo de la mesa, Antonin los miraba aproximarse con aprensión. Moreno y flaco como su hermano Martin, pero más proporcionado, con los brazos alrededor del vientre hueco, en postura de protección. Era el más joven, el que era de arcilla. Treinta y cinco años aproximadamente, acusados quizá por la estrechez de su rostro, donde los ojos ansiosos parecían demasiado grandes. Desde su sillón, disimulada en un rincón de la estancia, la madre hizo sólo un saludo con la cabeza. Había cambiado la bata floreada por una vieja blusa gris.

– A Émeri no le habríamos dejado entrar -explicó Martin con los gestos rápidos y bruscos de un largo saltamontes-. Pero con usted no es lo mismo. Lo esperábamos para el aperitivo.

– Muy amables -dijo Danglard.

– Somos buena gente -confirmó Hippolyte, más pausado, mientras disponía los vasos en la mesa-. ¿Quién de ustedes es Adamsberg?

– Yo -dijo Adamsberg, sentándose en una vieja silla cuyas patas habían sido reforzadas con cuerda-. Y éste es mi colaborador, el comandante Danglard.

Luego se dio cuenta de que todas las sillas estaban reforzadas con cuerda, sin duda para evitar que se rompieran y que cayera Antonin. El mismo motivo, seguramente, para los amortiguadores de goma clavados en los marcos de las puertas. La casa era grande, estaba apenas amueblada, era pobre, le faltaban placas de yeso, los muebles eran de contrachapado, pasaban corrientes de aire por debajo de las puertas, las paredes estaban prácticamente desnudas. Había tal zumbido en la sala que Adamsberg se llevó instintivamente un dedo al oído, como si los acúfenos de los meses pasados volvieran a visitarlo. Martin se precipitó hacia una cesta de mimbre cerrada.

– Me los llevo fuera -dijo-. Hacen un ruido molesto, cuando no se está acostumbrado.

– Son grillos -explicó Lina en voz baja-. Hay unos treinta en el cesto.

– ¿Martin se los va a comer de verdad esta noche?

– Los chinos lo hacen -aseguró Hippolyte-, y los chinos siempre han sido más que nosotros y desde hace más tiempo. Martin hará con ellos un paté, con picadillo, huevo y perejil. A mí me gustan más en quiche.

– La carne de grillo consolida la arcilla -añadió Antonin-, El sol también, pero hay que tener cuidado de que no se deseque.

– Émeri me habló de eso. ¿Lleva tiempo con este problema de arcilla?

– Desde que tenía seis años.

– ¿Afecta sólo a los músculos, o también a los ligamentos y los nervios?

– No, afecta a los huesos, por partes. Pero, como los músculos van sujetos a los huesos, trabajan con más dificultad en las partes arcillosas. Por eso no soy muy fuerte.

– Ya, comprendo.

Hippolyte abrió una botella nueva y sirvió el oporto en los vasos -antiguos vasos de mostaza, empañados o mal secados-. Llevó uno a su madre, que no se había movido del rincón.

– Ay es áraruc -dijo con una gran sonrisa.

– Ya se curará -tradujo Lina.

– ¿Cómo lo consigue? -intervino Danglard-, Lo de invertir las letras.

– Basta con leer mentalmente la palabra al revés. ¿Cómo se llama?

– Adrien Danglard.

– Neirda Dralgnad. Suena bien. Dralgnad. Ya ve que no es difícil.

Y por una vez, Danglard se sintió vencido por una inteligencia muy superior a la suya o, por lo menos, con una rama que se había desarrollado de un modo desmesurado. Vencido y brevemente desolado. El talento de Hippolyte le parecía barrer su cultura clásica, manida y poco inventiva. Engulló el oporto de un trago. Un alcohol recio sin duda adquirido al precio más bajo.

– ¿Qué espera de nosotros, comisario? -preguntó Hippolyte con su amplia sonrisa, que producía un efecto más bien atractivo, alegre incluso, y sin embargo vagamente siniestro. Quizá simplemente porque había conservado unos cuantos dientes de leche, lo que hacía muy irregular la línea de los colmillos-. ¿Que le digamos qué hacíamos la noche en que murió Herbier? ¿Cuándo fue, por cierto?

– El 27 de julio.

– ¿A qué hora?

– No se sabe exactamente; el cuerpo fue encontrado mucho después. Los vecinos lo vieron irse hacia las seis de la tarde. Desde su casa hasta la capilla habrá, pongamos, un cuarto de hora. Debió de empujar su moto en los últimos treinta metros. El asesino lo esperaba allí, por tanto hacia las seis y cuarto. Y es verdad, necesito saber dónde estaban ustedes.

Los cuatro hermanos se miraron como si les hubieran hecho una pregunta imbécil.

– Pero eso ¿qué demostrará? -preguntó Martin-. Si mentimos ¿de qué le servirá?

– Si me mienten, me servirá de sospecha, necesariamente.

– Pero ¿cómo lo sabrá?

– Soy policía, oigo mentiras a miles. Con el tiempo, por fuerza, uno acaba acostumbrándose a reconocerlas.

– ¿Cómo?

– Por la mirada, los pestañeos, la contracción de los gestos, la vibración de la voz, su velocidad. Como si la persona se pusiera a cojear en vez de andar con normalidad.

– Por ejemplo -propuso Hippolyte-, si no le miro a los ojos, ¿miento?

– O al contrario -dijo Adamsberg sonriendo-. El 27 era un martes. Quisiera que Antonin me hablara primero.

– De acuerdo -dijo el joven apretando los brazos sobre su vientre-. No salgo casi nunca. Es peligroso para mí, a eso me refiero. Tengo un trabajo a domicilio, para páginas de antigüedades en la red. No es mucho trabajo, pero es trabajo. Los martes no salgo nunca. Es día de mercado, y hay mucho gentío hasta tarde.

– No salió -interrumpió Hippolyte llenando el único vaso vacío de la mesa, el de Danglard-, Yo tampoco. Somabátse etnemaruges sodot ne asac.

– Dice que estábamos seguramente todos en casa -intervino Lina-. Pero no es verdad, Hippo. Yo me quedé en el bufete para acabar un dossier. Teníamos un informe enorme que entregar el día 30. Volví a casa para hacer la cena. Martin pasó esa tarde por la oficina para dejar un bote de miel. Llevaba sus cestas.

– Es verdad -dijo Martin, que tiraba de sus dedos para hacer crujir las articulaciones-. Fui a recoger bichos en el bosque, probablemente hasta las siete. Después ya es muy tarde, los bichos vuelven a sus agujeros.

– Se dadrev -reconoció Hippolyte.

– Después de cenar, cuando no hay nada en la tele, solemos jugar al dominó, o a los dados -dijo Antonin-, Está muy bien -añadió con candor-, Pero esa noche, Lina no pudo jugar con nosotros, porque releía su informe.

– Se sonem oditrevid odnauc somaguj nis alle.

– Para ya, Hippo -le rogó rápidamente Lina-, el comisario no ha venido a pasarlo bien contigo.

Adamsberg los contempló a los cinco, la madre atrincherada en su sillón, la hermana luminosa que los hacía vivir y comer, y los tres genios imbéciles de sus hermanos.

– El comisario sabe -dijo Hippolyte- que a Herbier se lo cargaron porque era un cabrón, y que era el mejor amigo de nuestro padre. Murió porque la Mesnada decidió prenderlo. Nosotros, si hubiéramos querido, habríamos podido matarlo mucho antes. Lo que no entiendo es por qué el señor Hellequin prendió a nuestro padre hace treinta y un años y a Herbier tanto tiempo después. Pero no se supone que debamos tener opiniones sobre los proyectos de Hellequin.

– Lina dice que el asesino de su padre nunca fue objeto de sospecha. ¿Ni siquiera por usted, Hippo, usted que encontró a Lina con el hacha en la mano?

– El asesino -respondió Hippo describiendo un círculo con la mano deforme- viene de no se sabe dónde, de los humos negros. Nunca lo sabremos. Ni en el caso de Herbier, ni en el de los otros tres prendidos.

– ¿Van a morir?

– Seguramente -dijo Martin levantándose-. Perdonen, pero es la hora del masaje de Antonin. Cuando dan las siete y media. Si se pasa la hora, no es bueno. Pero usted siga, podemos escuchar mientras tanto.

Martin fue a traer un tazón lleno de una mixtura amarillenta de la nevera, mientras Antonin se quitaba delicadamente la camisa.

– Es zumo de celidonia con ácido fórmico, básicamente -explicó Martin-. Pica un poco. Va muy bien para eliminar la arcilla.

Martin empezó a extender suavemente el ungüento por el torso huesudo de su hermano y, en varios intercambios de miradas, Adamsberg comprendió que ninguno de ellos creía realmente que Antonin estaba hecho mitad de arcilla. Pero hacían el paripé, protegían y cuidaban a su hermano. Que se había roto en mil pedazos cuando el padre había tirado al bebé por la escalera.

– Somos buena gente -repitió Hippolyte frotando con una mano sus rizos rubios un poco sucios-. Pero no vamos a llorar por nuestro padre, ni por los hijoputas que vio Lina con la Mesnada. ¿Se ha fijado en mis manos, comisario?

– Sí.

– Nací con seis dedos en cada mano. Con un meñique de más.

– Hippo es un tipo sensacional -dijo Antonin sonriendo.

– No es frecuente, pero son cosas que pasan -dijo Martin, que empezaba ahora con el brazo izquierdo de su hermano, depositando el ungüento en lugares precisos.

– Seis dedos en las manos son una señal del Diablo -completó Hippo sonriendo todavía más-. Es lo que siempre se ha dicho por aquí. Como si se pudiera creer en esas tonterías.

– Ustedes creen en el Ejército -dijo Danglard pidiendo con la mirada permiso para servirse otro dedo de oporto, que decididamente era un auténtico matarratas.

– Sabemos que Lina ve al Ejército, que no es lo mismo. Y si lo ve, lo ve. Pero no creemos en las señales del Diablo y demás tonterías.

– Pero sí en los muertos que se pasean a caballo por el camino de Bonneval.

– Comandante Danglard -dijo Hippolyte-, los muertos pueden volver sin que los mande Dios ni el Diablo. De hecho, los señorea Hellequin, no el Diablo.

– Es verdad -dijo Adamsberg, que no deseaba que Danglard iniciara una polémica sobre el Ejército de Lina.

Llevaba unos minutos siguiendo peor la conversación, ocupado como estaba en intentar, sin conseguirlo, ver cómo quedaba su nombre pronunciado al revés.

– Mi padre se avergonzaba mucho de mis manos con seis dedos. Las escondía con manoplas, me pedía que comiera con el plato en las rodillas para que no las pusiera sobre la mesa. Le daban asco, y le humillaba haber hecho un hijo así.

De nuevo los rostros de los hermanos se iluminaron son sendas sonrisas, como si la triste historia del sexto dedo los divirtiera profundamente.

– Cuenta -dijo Antonin, ilusionado ante la perspectiva de volver a oír esa historia tan graciosa.

– Una noche, cuando yo tenía ocho años, puse las dos manos sobre la mesa, sin manoplas, y a padre le entró una ira más terrorífica que la cólera de Hellequin. Cogió el hacha. La misma que más tarde lo partió en dos.

– La bala se le había girado en el cerebro -intervino súbitamente la madre, con voz un poco implorante.

– Sí, mamá, seguramente fue la bala -dijo Hippo con impaciencia-. Me cogió la mano derecha y seccionó el dedo. Lina dice que me desmayé, que mamá chillaba, que había sangre por toda la mesa, que mamá se lanzó sobre él. Pero luego cogió la mano izquierda y se cargó el otro dedo.

– La bala se le había girado.

– Se le había girado muchísimo, mamá -dijo Martin.

– Mamá me cogió en brazos y corrió al hospital. Me habría desangrado antes de llegar si no se hubiera encontrado por el camino con el conde. Volvía de una velada muy elegante, ¿verdad?

– Muy elegante -confirmó Antonin poniéndose la camisa-. Y llevó a mamá y a Hippo a toda máquina, se le quedó el cochazo lleno de sangre. El conde es bueno, a eso me refiero. Y a él no lo prenderá nunca la Mesnada. Llevaba todos los días a mamá al hospital para que pudiera ver a Hippo.

– El médico no lo cosió bien -dijo Martin con rencor-. Hoy en día, cuando te quitan un dedo, no queda ninguna marca. Pero ese Merlán, porque ya estaba él en aquella época, es un merluzo. Le destrozó las manos.

– No pasa nada, Martin -dijo Hippolyte.

– Nosotros vamos al médico a Lisieux, nunca vamos a ver al Merluzo.

– Hay gente que va a que le quiten el sexto dedo, pero que luego se arrepiente toda la vida. Cuentan que uno pierde su identidad con el dedo que deja. Hippo dice que a él le da igual. Una chica en Marsella fue a buscar sus dedos en la basura del hospital y los conservó siempre en un bote. ¿Se imagina? Creemos que es lo que hizo mamá, aunque no quiera decirlo.

– Idiota -dijo escuetamente la madre.

Martin se limpió las manos con un trapo y se volvió hacia Hippolyte con la misma sonrisa seductora.

– Cuenta lo que pasó después -dijo.

– Por favor -insistió Antonin-. Cuéntalo.

– Igual no es necesario -dijo prudentemente Lina.

– Edeup euq on el etsug a Grebsmada. Al fin y al cabo, es policía.

– Dice que puede que no le guste.

– ¿Grebsmada es mi nombre?

– Sí.

– Me recuerda al serbio. Me parece que sonaba más o menos así.

– Hippo tenía un perro -dijo Antonin- Era su animal exclusivo, no se separaban nunca, me daba celos. Se llamaba Suif.

– Un animal perfectamente amaestrado.

– Cuenta, Hippo.

– Dos meses después de cortarme los dedos, mi padre me sentó en el suelo, en el rincón, castigado. Fue la noche en que obligó a Martin a comerse todo lo que había metido en la pata de la mesa, y yo lo defendí. Ya sé, mamá, la bala había vuelto a girar.

– Sí, cariño, había girado.

– Había dado varias vueltas, incluso.

– Hippo estaba encogido en el rincón -prosiguió Lina-, con la cabeza pegada al perro. Entonces le susurró algo al oído, y Suif saltó hecho una furia, lanzándose a la garganta de mi padre.

– Quise que lo matara -explicó tranquilamente Hippolyte-. Le di esa orden. Pero Lina me pidió que parara el ataque, y mandé a Suif soltar la presa. Entonces le pedí que se comiera lo que quedaba en la pata de la mesa.

– A Suif no le molestó lo más mínimo -precisó Antonin-. En cambio, Martin tuvo cólicos durante cuatro días.

– Luego -dijo Hippolyte más sombrío-, cuando nuestro padre salió del hospital con la garganta cosida, cogió el fusil y mató a Suif mientras estábamos en la escuela. Puso el cadáver delante de la puerta para que lo viéramos desde lejos al volver a casa. Fue entonces cuando el conde vino a buscarme. Consideró que aquí yo ya no estaba a salvo y me tuvo varias semanas en su castillo. Me compró un perrito. Pero su hijo y yo no nos entendíamos.

– Su hijo es un merluzo -afirmó Martin.

– Nu ollupac ed odadiuc -confirmó Hippolyte.

Adamsberg interrogó a Lina con la mirada.

– Un capullo de cuidado -tradujo ella reticente.

– Ollupac suena adecuado -opinó Danglard con aire intelectualmente satisfecho.

– Por culpa de ese ollupac volví a casa, y mamáme escondiódebajo de la cama de Lina. Yo vivía aquí de incógnito, y mama no sabía qué hacer. Pero Hellequin encontró la solución y cortó a mi padre en dos pedazos. Y fue justo después de que Lina lo viera por primera vez.

– ¿Al Ejército Furioso? -dijo Danglard.

– Sí.

– ¿Cómo queda del revés?

– No, no hay que pronunciar el nombre del Ejército al revés.

– Comprendo -dijo Adamsberg-. ¿Cuánto tiempo después de su regreso del castillo murió su padre?

– Trece días.

– De un hachazo en la cabeza.

– Y en el esternón -precisó alegremente Hippolyte.

– La bestia ya estaba muerta -confirmó Martin.

– Fue la bala -murmuró la madre.

– A fin de cuentas, Lina no debería haberme hecho retener a Suif. Todo habría quedado solucionado esa misma noche.

– No puedes reprochárselo -dijo Antonin encogiéndose de hombros con precaución-, Lina es demasiado buena, eso es todo.

Al levantarse para despedirse, el chal de Lina cayó al suelo, y ella lanzó un gritito. Con gesto elegante, Danglard lo recogió y se lo volvió a poner sobre los hombros.

– ¿Qué opina, comandante? -preguntó Adamsberg mientras avanzaban lentamente por el camino de regreso a la posada de Léo.

– Una posible familia de asesinos -dijo Danglard pausadamente-. Bien compacta, protegida del mundo exterior. Todos dementes, rabiosos, destrozados, superdotados y tremendamente simpáticos.

– Me refería a la irradiación. ¿Se ha dado cuenta? Y eso que, con los hermanos, se cohíbe.

– He percibido -admitió Danglard con la boca pequeña-. La miel en su pecho y todo eso. Pero es una irradiación mala. Infrarroja o ultravioleta, o luz negra.

– Eso lo dices por Camille. Pero Camille ya sólo me besa en las mejillas. Con besos precisos y certeros que señalan que nunca nos acostaremos juntos. Es despiadado, Danglard.

– Modesto castigo respecto al perjuicio causado.

– ¿Y qué quiere que haga yo, comandante? ¿Que me siente bajo un manzano durante años a esperar a Camille?

– El manzano no es obligatorio.

– ¿Que no me fije en el fabuloso pecho de esa mujer?

– Es el adjetivo adecuado -concedió Danglard.

– Un momento -dijo Adamsberg parándose bruscamente-. Mensaje de Retancourt. Nuestro acorazado en inmersión en los abismos escualosos.

– En los fondos -corrigió Danglard inclinándose hacia la pantalla del teléfono-. Y «escualosos» no existe. Además, un acorazado no se sumerge.

Sv 1 volvió muy tarde noche incendio, no informado. Actitud casi normal. Confirmaría su no implicación. Pero estaba nervioso.

– ¿Cómo de nervosio? -escribió Adamsberg.

– Nervioso, no nervosio.

– No me toque las narices, Danglard.

– Echó doncella.

– ¿Por qué?

– Largo de explicar, sin interés.

– Explique igual.

– Sv 1 dio azúcar al labrador al volver.

– ¿Qué es esta manía que tiene la gente, Danglard, de dar azúcar a los perros?

– Es para hacerse querer.

– Labrador rechaza. Doncella se lleva animal para dar azúcar. Rechaza bis. Doncella critica azúcar. Sv 1 la echa esa misma noche. O sea nervioso.

– ¿Porque doncella no logra dar azúcar perro?

– Sin interés. Ya dicho. Corto.

Zerk venía hacia ellos a grandes zancadas, con las cámaras de fotos en bandolera.

– Ha venido el conde. Quiere verte después de cenar, a las diez.

– ¿Es urgente?

– No lo ha dicho, más bien lo ha ordenado.

– ¿Cómo es?

– Se nota que es el conde. Es mayor, elegante, calvo, y lleva una vieja chaqueta de trabajo de loneta azul. Comandante, el pollo está hecho.

– ¿Has puesto la nata y las hierbas como te dije?

– Sí, en el último minuto. Le he llevado una parte al Palomo, y le ha encantado. Se ha pasado el día dibujando vacas con los lápices de colores.

– ¿Y dibuja bien?

– No mucho. Pero es que una vaca es muy difícil de dibujar. Más que un caballo.

– Nos tomamos el pollo, Danglard, y vamos allá.


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