Capítulo 31

La inquietud iba a aumentar un grado en Ordebec; un espanto, una búsqueda de respuesta que, pensaba Adamsberg, se volvería más hacia el miedo al Ejército Furioso que contra la impotencia del comisario de París. Porque ¿quién, en ese lugar, iba a imaginar en serio que un hombre, un simple hombre, pudiera tener el poder de desviar las saetas del señor Hellequin? Adamsberg eligió sin embargo un camino poco frecuentado, que le evitaría encuentros y preguntas. Y eso que los normandos eran poco dados a inquirir directamente; pero sabían compensar ese aspecto mediante miradas largas o insinuaciones cargadas de sobreentendidos que lo agarraban a uno por la espalda y acababan colocándolo ante la pregunta frontal.

Rodeó Ordebec por la carretera del estanque de las libélulas, atajó por el bosque de Petites Alindes y se dirigió hacia el camino de Bonneval bajo un sol de plomo. No había ninguna posibilidad de encontrarse con alguien en ese periodo y en ese sendero maldito. Ese camino, debería haberlo recorrido ya varias veces, porque era allí, y sólo allí, donde Léo había podido averiguar o comprender algo. Pero había sucedido lo de Mo, lo de los Clermont-Brasseur, Retancourt en inmersión, Léo en inercia, las órdenes del conde, y no había actuado con suficiente rapidez. Era posible también que influyera cierto fatalismo que lo llevara a hacer que recayera naturalmente la falta en el señor Hellequin antes que buscar al hombre real, mortal, que destruía seres a hachazos. No tenía noticias de Zerk. En eso, su hijo seguía las consignas: prohibido tratar de contactarlo. Porque a esas horas y tras la visita de los hombres del ministerio, su segundo móvil estaría seguro localizado y puesto bajo escucha. Tenía que avisar a Retancourt para que no se comunicara con él. Sabe Dios qué suerte podía esperar a un topo descubierto en la grandiosa madriguera de los Clermont-Brasseur.

Al borde de ese atajo se alzaba una granja aislada, guardada por un perro cansado de ladrar. Allí no había peligro de que el teléfono estuviera pinchado. Adamsberg llamó varias veces al viejo timbre, llamó a voces. No hubo respuesta. Empujó la puerta y encontró el teléfono en la mesa de la entrada, en medio de un follón de cartas, paraguas y botas manchadas de barro. Descolgó para llamar a Retancourt.

Pero volvió a colgar, súbitamente alertado por la forma dura, en el bolsillo del pantalón, del puñado de fotos que el conde le había dado la noche anterior. Salió y se alejó, ocultándose tras un pajar para hojearlas lentamente, sin comprender aún la insistente llamada que le lanzaban. Christian imitando a no se sabe quién delante de un círculo de risueños; Christophe basto y sonriente, con un alfiler de oro en forma de herradura en la corbata, copas en todas las manos, fuentes de comida adornadas con cascadas de flores, vestidos escotados, joyas, sellos incrustados en las carnes de dedos viejos, camareros en uniforme de gala. Mucho que ver para un zoólogo especializado en paradas y posturas de los dominantes, pero nada para un policía en busca de un asesino parricida. Lo distrajo un vuelo de patos, que componía una impecable formación en V, contempló el azul pálido del cielo, emplomado por nubes al oeste, ordenó el fajo de fotos, acarició el testuz de una yegua que sacudía la mecha de crin que le caía sobre los ojos, y consultó sus relojes. Si algo hubiera sucedido a Zerk, ya habría sido informado. A la hora que era, debían de estar cerca de Granada, fuera del alcance de las búsquedas más activas. No había previsto que se preocuparía por Zerk, no sabía qué proporción había en ello de culpabilidad o de un afecto que aún no conocía. Los imaginó llegando, un poco mugrientos, a las inmediaciones de la ciudad, vio el rostro menudo, huesudo y sonriente de Zerk, Mo con su pelo corto de buen alumno. Mo, es decir, Momo-Mecha-Corta.

Se metió rápidamente las fotos en el bolsillo, volvió a paso presuroso hacia la granja desierta, comprobando los alrededores, y llamó a Retancourt.

– Violette -dijo-, la foto que me enviaste de Salvador 1.

– Sí.

– Tiene el pelo corto. En cambio, en la fiesta, lleva el pelo más largo. ¿Cuándo la tomaste?

– Al día siguiente de mi llegada.

– O sea tres días después del incendio del padre. Intenta averiguar cuándo se cortó el pelo. Con margen de una hora más o menos. Antes o después de su regreso de la fiesta. Tienes que conseguirlo.

– He ablandado al mayordomo más arrogante de toda la casa. No se habla con nadie, pero se digna hacer una excepción conmigo.

– No me sorprende. Envíame esa información. Después no vuelvas a usar nunca más estos móviles y lárgate de allí.

– ¿Problema? -preguntó plácidamente Retancourt.

– Considerable.

– Bien.

– Si se cortó el pelo él mismo antes de su regreso, puede haber dejado alguno en el reposacabezas de su coche. ¿Condujo después del asesinato?

– No, lo hizo su chófer.

– Buscamos, pues, trozos diminutos de pelo en el asiento del conductor.

– Pero sin autorización de registro.

– Exacto, teniente; no la conseguiríamos nunca.

Caminó veinte minutos más para llegar a la entrada del camino de Bonneval, con la mente ocupada y embrollada por el súbito corte de pelo de Christian Clermont-Brasseur. Pero no era él quien había llevado a su padre en el Mercedes. El se había ido antes, achispado, y se había parado en casa de una mujer cuyo nombre no se sabría nunca. Y, tras la noticia, quizá había decidido llevar un corte de pelo más austero en señal de luto.

Quizá. Pero estaba Mo, cuyo pelo se tostaba a veces con el calor de los incendios. Si Christian había prendido fuego al coche, si se había chamuscado alguna mecha, debió de disimularlo apresuradamente cortándose todo el pelo más corto. Pero Christian no estaba allí, siempre se volvía a lo mismo, y nada cansaba más a Adamsberg que girar siempre en el mismo tiovivo. Todo lo contrario de Danglard, que podía obstinarse hasta el vértigo, hundiéndose en sus propias roderas.

Se obligó a desdeñar las moras para concentrar su atención en el camino de Bonneval, en las huellas de la vieja Léo. Pasó junto al grueso tronco en que se había sentado con ella, le dedicó un pensamiento intenso, se entretuvo un buen rato alrededor de la capilla de San Antonio, que hace que se encuentre todo lo que se pierde. Su madre salmodiaba el nombre del santo en una irritante cantinela apenas perdía cualquier tontería. «San Antonio de Padua, que todo lo encuentras.» De niño, a Adamsberg le chocaba bastante que su madre recurriera sin empacho a San Antonio por un simple dedal. Entretanto, el santo no lo ayudaba, y Adamsberg no encontraba nada en el camino. Lo volvió a recorrer en sentido contrario y se sentó a medio camino sobre el tronco abatido, esta vez con una reserva de moras que depositó en la corteza. Repasaba en la pantalla del teléfono las fotos que le había enviado Retancourt, las comparaba con las que le había dado Valleray. Hubo un estrépito a sus espaldas, y Gand irrumpió procedente del bosque, con la boca beatífica del tipo que acaba de hacer una visita fructuosa a la chica de la granja. Gand posó la cabeza babeante sobre sus rodillas y lo miró con esa expresión suplicante que ningún humano reproduce con tanta determinación. Adamsberg le dio unas palmadas en la frente.

– ¿Y ahora quieres el azúcar? Pero si no tengo, hombre, que no soy Léo.

Gand insistió, puso sus patas terrosas sobre la pernera del pantalón, acrecentando su súplica.

– No hay azúcar, Gand -repitió lentamente Adamsberg-. El cabo te dará un terrón a las seis. ¿Quieres una mora?

Adamsberg le presentó una fruta; el animal la desdeñó. Como si comprendiera la vanidad de su petición o la estupidez de ese tipo, se puso a escarbar el suelo a los pies de Adamsberg, haciendo volar cantidad de hojas muertas.

– Gand, estás destruyendo el microcosmos vital de las hojas podridas.

El perro se puso de muestra y posó sobre él una mirada sostenida, mientras su hocico iba del suelo al rostro de Adamsberg. Una de las uñas sujetaba un papelito blanco.

– Ya veo, Gand, es un envoltorio de azúcar. Pero está vacío, es viejo.

Adamsberg engulló un puñado de moras, y Gand insistió, desplazando la pata, guiando a ese hombre que tanto tardaba en comprender. En un minuto, Adamsberg recogió del suelo seis envoltorios de terrones de azúcar.

– Todos vacíos, chaval. Ya sé lo que me estás contando: esto es una mina de azúcar. Ya sé que es aquí donde Léo te daba un terrón después de tus hazañas en la granja. Comprendo tu decepción. Pero yo no tengo azúcar.

Adamsberg se levantó y recorrió varios metros con objeto de apartar a Gand de su vana ilusión. El perro lo siguió con un pequeño gemido, y Adamsberg volvió bruscamente atrás, se sentó de nuevo en la posición exacta en que había estado con Léo, reproduciendo la escena en su memoria, las primeras palabras, la llegada del perro. Si bien la mente de Adamsberg era calamitosa para almacenar palabras, resultaba de una precisión extrema para lo referente a las imágenes. Tenía ante los ojos el gesto de Léo, nítido como un trazo de pluma. Léo no había quitado el papel del terrón porque éste no llevaba envoltorio. Lo había dado directamente a Gand. Léo no era de ésas que transportan azúcar embalado, le importaba un rábano que se ensuciaran los bolsillos, los dedos o el azúcar.

Recogió con cuidado los seis papeles pringosos exhumados por Gand. Otra persona había consumido azúcar allí. Debía de hacer dos semanas que los papeles estaban allí, uno junto al otro, como si hubieran sido tirados al mismo tiempo. ¿Y entonces? ¿Y qué? Aparte del hecho de que estaban en el camino de Bonneval… Precisamente. Un adolescente podría haberse sentado en ese tronco una noche, esperando ver pasar el Ejército -puesto que ése era el desafío que algunos se imponían- y podría haber comido esos terrones de azúcar para darse fuerza. ¿O esperar durante la noche del crimen? ¿Ver pasar al asesino?

– Gand -dijo al perro-. ¿Enseñaste los papeles a Léo, con la esperanza de que te diera un suplemento?

Adamsberg se remitió a la cama del hospital y consideró de otro modo las tres únicas palabras que le había susurrado la anciana: «Hello, Gand, azúcar».

– Gand -repitió-, Léo vio esos papeles, ¿verdad? Incluso voy a decirte cuándo los vio. El día en que descubrió el cuerpo de Herbier. De otro modo, no habría hablado de eso en el hospital, con la poca fuerza que tenía. Pero ¿por qué no dijo nada esa noche? ¿Crees que lo comprendió más tarde? ¿Como yo? ¿Con retraso? ¿Al día siguiente? ¿Qué comprendió, Gand?

Adamsberg metió delicadamente los papelitos en el sobre de las fotos.

– ¿Qué, Gand? -insistió desandando por el mismo atajo que había tomado Léo-. ¿Qué entendió? ¿Qué había habido un testigo del asesinato? ¿Cómo sabía que los papeles habían sido tirados allí esa noche? ¿Porque había venido contigo la noche anterior y no estaban?

El perro trotaba con brío por el sendero, meando en los mismos árboles de la última vez, camino de la posada de Léo.

– Sólo puede ser eso, Gand. Un testigo que comía azúcar. Que no comprendió la importancia de lo que había visto hasta más tarde, cuando se enteró del asesinato y de la fecha en que se produjo. Pero un testigo que no habla porque tiene miedo. A lo mejor Léo sabía qué chico había ido a pasar la prueba en el camino esa noche.

A cincuenta pasos de la posada, Gand salió corriendo hacia un coche parado en el arcén. El cabo Blériot fue al encuentro del comisario. Adamsberg aceleró el paso, con la esperanza de que el hombre viniera del hospital con noticias.

– No hay nada que hacer, no encuentran lo que tiene -dijo a Adamsberg sin saludarlo, abriendo los brazos con un gran suspiro.

– Joder, Blériot, ¿qué pasa?

– Se oye un tintineo en el costado.

– ¿Un tintineo?

– Sí, no resiste el esfuerzo, se fatiga enseguida. En cambio, va normal en las bajadas o en terreno llano.

– Pero ¿de quién está hablando, Blériot?

– Pues del coche, comisario. Y de aquí a que la jefatura nos lo cambie, pueden caer las manzanas cinco veces.

– Vale, cabo. ¿Cómo ha ido el interrogatorio de Mortembot?

– No sabe nada, de verdad. Es un blandengue -dijo Blériot con cierta tristeza, mientras acariciaba a Gand, que se había puesto de patas sobre él-. Sin Glayeux, este tipo no aguanta en pie.

– Quiere su terrón -explicó Adamsberg.

– Sobre todo, lo que quiere es quedarse en la celda. El muy cretino me ha insultado y ha intentado partirme la cara con la esperanza de que lo mandáramos una temporada a la cárcel. Me sé la canción.

– A ver si nos entendemos, Blériot -dijo Adamsberg enjugándose la frente con la manga de la camiseta-. Sólo trato de decirle que el perro quiere un terrón de azúcar.

– Pues no es la hora.

– Ya lo sé, cabo. Pero venimos del bosque, ha ido a ver a la chica de la granja y quiere azúcar.

– Pues entonces tendrá que dárselo usted, comisario. Porque acabo de manosear el motor, y cuando me huelen las manos a gasolina no hay nada que hacer, lo rechaza todo.

– Yo no tengo azúcar, cabo -explicó Adamsberg con paciencia.

Sin responder, Blériot se señaló el bolsillo de la camisa, repleto de terrones de azúcar envueltos en papel.

– Sírvase -dijo.

Adamsberg sacó un terrón, le quitó el envoltorio y dio el azúcar a Gand. Por fin un asunto resuelto. Minúsculo.

– ¿Siempre lleva tanto azúcar encima?

– ¿Qué tiene eso de malo?

Adamsberg sintió que la pregunta había sido infinitamente demasiado directa y tocaba a un punto personal que Blériot no tenía intención de aclarar. Quizá el orondo cabo fuera propenso a sufrir crisis de hipoglucemia, a esas brutales bajadas del nivel de azúcar que le dejan a uno las piernas de algodón y sudor en la frente, como un blandengue cualquiera al borde del desvanecimiento. O quizá mimaba algún caballo. O quizá deslizaba terrones en los tanques de gasolina de sus enemigos. O quizá los empapaba en un vaso de calvados matinal.

– ¿Podría llevarme hasta el hospital, cabo? Debo ver al médico antes de que se vaya.

– Al parecer, ha repescado a Léo como se saca una carpa del cieno -dijo Blériot sentándose de nuevo al volante, con Gand atrás-. Un día así, saqué una trucha fario del Touques. Lo cogí directamente con la mano. Debió de darse un golpe con una roca o algo así. No tuve el valor de comérmelo; no sé por qué, lo devolví al agua.

– ¿Qué hacemos con Mortembot?

– El blandengue prefiere quedarse en la gendarmería esta noche. Tiene derecho, hasta mañana a las dos de la tarde. Luego, la verdad, no lo sé. Ahora sí que debe de arrepentirse de haber matado a su madre. Con ella, habría estado a salvo, no era una mujer que se dejara contar chorradas. Además, si se hubiera quedado tranquilito, Hellequin no habría lanzado a su Ejército contra él.

– ¿Usted cree en el Ejército, cabo?

– Qué va -masculló Blériot-. Es lo que dicen, nada más.

– ¿Suele haber jóvenes que van al camino por la noche?

– Sí. Cretinos que no se atreven a negarse.

– ¿A quién obedecen?

– A cretinos más mayores que ellos. Aquí es lo que se estila. O vas a pasar la noche en Bonneval, o no tienes cojones. Así de simple. Yo también lo hice cuando tenía quince años. Puedo decirle que, a esa edad, los lleva uno de corbata. Encima, no puedes encender fuego, lo prohíbe la regla de los cretinos.

– ¿Se sabe quiénes han ido este año?

– Ni este año ni ninguno. Nadie presume de eso. Porque los amigos te esperan fuera y ven que te has meado encima. O peor. Así que no andan fardando de eso. Es como una secta, comisario, es secreto.

– ¿Y las chicas, también tienen que hacerlo?

– Entre nosotros, comisario, las chicas son mil veces menos cretinas que los chicos para estas cosas. Y no se van a meter en líos por nada. No, por supuesto que no van.

El doctor Hellebaud acababa una pequeña comida en la sala que habían puesto a su disposición. Charlaba ligeramente con dos enfermeras y con el doctor Merlán, conquistado y afable.

– Aquí me ve, amigo mío -dijo saludando a Adamsberg-, tomando una merienda-cena antes del viaje de regreso.

– ¿Cómo se encuentra ella?

– He realizado un segundo tratamiento comprobatorio; todo está en su sitio, me siento satisfecho. Si no me equivoco, las funciones se pondrán tranquilamente en marcha de nuevo, día tras día. Los efectos serán visibles sobre todo dentro de cuatro días. Luego entrará en fase de consolidación. Pero cuidado, Adamsberg, recuerde. No le haga preguntas de policía, qué vio, quién fue, qué pasó. Todavía no es capaz de enfrentarse a ese recuerdo, y obligarla a ello anularía nuestros esfuerzos.

– Me ocuparé personalmente de ello, doctor Hellebaud -aseguró servilmente Merlán-. La habitación estará cerrada con llave, y nadie entrará en ella sin mi permiso. Y nadie le hablará sin que yo sea testigo.

– Cuento totalmente con usted, querido colega. Adamsberg, si me obtiene el derecho a otra excursión, debería volver a verla dentro de quince días. Ha sido un placer, de verdad.

– Y yo se lo agradezco, Hellebaud, de verdad.

– Vamos, amigo mío, es mi oficio. A propósito, ¿y su bola de electricidad? ¿Nos ocupamos de ella? René -consultó volviéndose al vigilante jefe-, ¿tenemos cinco minutos? Con el comisario no necesitaré más. Es anormalmente infrasintomático.

– Está bien -dijo René mirando el reloj de pared-. Pero debemos salir a las seis, doctor, no más tarde.

– Eso es más de lo que necesito.

El médico sonrió, se limpió los labios con una servilleta de papel y llevó a Adamsberg al pasillo, seguido de dos vigilantes.

– No hará falta que se tumbe. Siéntese en esta silla, será más que suficiente. Quítese sólo los zapatos. ¿Dónde está esa bola? ¿En qué parte de la nuca?

El médico trabajó unos instantes con la cabeza, el cuello y los pies del comisario, se entretuvo también con los ojos y los pómulos.

– Sigue siendo igual de singular, amigo mío -dijo finalmente, indicándole que ya podía calzarse-. Bastaría cortar aquí y allí alguno de sus escasos vínculos terrestres para que subiera usted a mezclarse con las nubes, sin tener siquiera un ideal. Como un globo. Tenga cuidado con eso, Adamsberg, ya se lo dije en otra ocasión. La vida real es una montaña de mierda, de bajeza y de mediocridad, bien, sobre esto estamos de acuerdo. Pero no nos queda más remedio que caminar por ella, amigo mío. No queda más remedio. Afortunadamente, usted es también un animal bastante simple, y una parte de usted está atrapada en el suelo como la pezuña de un toro en el barro. Es su suerte, y la he consolidado de paso en la escama occipital y en el malar.

– ¿Y la bola, doctor?

– La bola venía, fisiológicamente hablando, de una zona comprimida entre las cervicales Cl, que estaba bloqueada, y C2. Somáticamente hablando, se creó tras una gran conmoción de culpabilidad.

– No creo experimentar nunca sentimientos de culpabilidad.

– Feliz excepción. Pero no carece de fisuras. Yo diría, y ya sabe usted con cuánta atención seguí esa resurrección, que la irrupción en su vida de un hijo desconocido, y desequilibrado por su ausencia, incluso debilitado por su negligencia, podría pensar usted, generó una gran brazada de culpabilidad. De ahí la reacción en las cervicales. Tengo que dejarle, amigo mío. Nos veremos posiblemente en quince días si el juez vuelve a firmar una autorización. ¿Sabía usted que el viejo juez Varnier es totalmente corrupto, está podrido hasta la médula?

– Sí, gracias a eso está usted aquí.

– Buena suerte, amigo mío -dijo el médico estrechándole la mano-. Sería un placer recibir de vez en cuando su visita en Fleury.

Había dicho «Fleury» como si hubiera dado el nombre de su casa de campo, como si lo invitara sin formalismos a una tarde amistosa en su salón campestre. Adamsberg lo miró alejarse con un sentimiento de estima que lo emocionó un poco, hecho rarísimo en él y, sin duda, efecto inmediato del tratamiento que acababa de recibir.

Antes de que el doctor Merlán cerrara la puerta con llave, entró sin ruido en la habitación de Léo, tocó sus mejillas tibias, acarició su pelo. Tuvo la idea, inmediatamente reprimida, de hablarle de los envoltorios de azúcar.

– Hello, Léo, soy yo. Gand ha ido a ver a la chica de la granja. Está contento.


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