Capítulo 22

Adamsberg esperaba delante de la oficina de los abogados -bufete Deschamps y Poulain- en una callejuela alta de Ordebec. Parecía que, dondequiera que estuviera uno en la cima de la pequeña ciudad, se veían vacas petrificadas a la sombra de los manzanos. Lina iba a salir para reunirse con él de un momento a otro, Adamsberg no iba a tener tiempo de ver moverse una. Quizá resultara más rentable, desde ese punto de vista, observar una sola vaca, más que recorrer con la vista el prado entero.

No había querido precipitar las cosas convocando a Lina Vendermot a la gendarmería, de modo que la había invitado al Jabalí azul, donde se podía hablar discretamente, bajo las vigas bajas de madera. Por teléfono, la voz era cálida, sin temor ni cohibición. Mientras miraba una vaca, Adamsberg trataba de ahuyentar su deseo de ver el pecho de Lina, desde que el cabo Blériot lo había elogiado espontáneamente. De ahuyentar también la idea, suponiendo que la sexualidad de la joven fuera tan libre como lo anunciaba Émeri, de acostarse con ella fácilmente. Ese equipo de Ordebec estrictamente compuesto de hombres tenía, para él, un aspecto un tanto desolador. Pero nadie apreciaría que se acostara con una mujer que encabezaba la lista negra de los sospechosos. En su teléfono número 2 apareció un mensaje, y se volvió hacia la sombra para descifrarlo. Por fin Retancourt. La idea de tener a Retancourt en inmersión solitaria en el abismo de los Clermont-Brasseur lo había preocupado mucho la noche anterior, antes de que se quedara dormido en el surco del colchón de lana. Había tantos escualos en el fondo marino. Retancourt había hecho submarinismo hacía un tiempo, y había tocado, impertérrita, la rasposa piel de unos cuantos. Pero los escualos humanos eran mucho más serios que los escualos peces, cuyo nombre corriente -tiburones- no recordaba en ese momento. Noche crimen: Salvador 1 + Sv 2 + padre presentes en cena gala de la FIA, Federación Ind. Aceros. Bebieron mucho, informarse. Sv 2 conducía el Mercedes, llamó policía. Sv 1 se fue solo propio coche. Informado más tarde. No tintorería trajes Sv 1 ni Sv 2. Examinados: impecables, sin olor a gasolina. Un traje Sv 1 tinte, pero no el de la gala. Adjunto fotos trajes gala + fotos 2 hermanos. Antipáticos con personal.

Adamsberg abrió las fotos de un traje azul con raya diplomática, llevado por Christian Salvador 1, y la chaqueta llevada por Christophe Salvador 2, imitación de estilo propietario de yate. Cosa que sin duda era, por añadidura. A veces los escualos poseen yates para descansar después de sus largos recorridos por el mar, tras haber engullido un par de calamares. Luego venía una instantánea de tres cuartos de Christian, muy elegante, esta vez con el pelo corto, y otra de su hermano, grueso y sin encanto.

El letrado Deschamps salió de la oficina antes que su colaboradora y miró con cuidado a diestra y siniestra antes de cruzar la callejuela directamente hacia Adamsberg, con paso presuroso y amanerado, conforme con la voz que había oído esa misma mañana por teléfono.

– Comisario Adamsberg -dijo Deschamps estrechándole la mano-, así que viene usted a ayudarnos. Eso me tranquiliza; sí, mucho. Caroline me tiene muy preocupado, mucho.

– ¿Caroline?

– Lina, si lo prefiere. En el bufete, es Caroline.

– ¿Y Lina, está ella preocupada? -preguntó Adamsberg.

– Si lo está, no quiere que se le note. Por supuesto toda esta historia no le gusta, pero no creo que sea consciente de las consecuencias que puede tener para ella y para su familia. La marginación, la venganza, o sabe Dios qué. Es muy preocupante, mucho. Tengo entendido que ayer logró usted el milagro de hacer hablar a Léone.

– Sí.

– ¿Le importaría decirme lo que dijo?

– No, señor letrado. «Hello», «Gand» y «Azúcar».

– ¿Eso revela algo?

– Nada.

A. Adamsberg le pareció que el pequeño Deschamps se sentía aliviado, quizá porque Léo no había pronunciado el nombre de Lina.

– ¿Cree que volverá a hablar?

– El médico la ha condenado. ¿Es Lina? -preguntó Adamsberg al ver abrirse la puerta del bufete.

– Sí. No sea brusco con ella, se lo ruego. Lleva una vida dura, ¿sabe? Un sueldo y medio para alimentar cinco bocas, y la pequeña pensión de la madre. Son pobres diablos. Perdón -corrigió enseguida-. No crea que con eso he querido insinuar nada -añadió el abogado antes de alejarse a toda prisa, como si huyera.

Adamsberg estrechó la mano a Lina.

– Gracias por aceptar verme -dijo, profesional.

Lina no era una criatura perfecta, ni mucho menos. Tenía el busto demasiado grueso para unas piernas demasiado finas, un poco de barriga, la espalda un tanto encorvada, los dientes ligeramente hacia delante. Pero sí, el cabo tenía razón, a uno le entraban ganas de devorarle el pecho, y ya que estaba, el resto, con su piel tersa, sus brazos torneados, su rostro claro un poco ancho, enrojecido en los altos pómulos, muy normando, el conjunto cubierto de pecas que la decoraban con puntitos dorados.

– No conozco el Jabalí azul -dijo Lina.

– Está enfrente del mercado de las flores, a dos pasos de aquí. No es muy caro y la comida es deliciosa.

– Enfrente del mercado está el Jabalí corredor.

– Eso es, corredor.

– No azul.

– No, no azul.

Mientras la acompañaba por las callejuelas, Adamsberg tomó consciencia de que su deseo de comerla predominaba sobre el de acostarse con ella. Esa mujer le abría desmedidamente el apetito, le recordó de repente un trozo enorme de kugelhopf que había engullido de pequeño, elástico y tibio, con miel, en casa de una tía suya en Alsacia. Eligió una mesa junto a una ventana, preguntándose cómo iba a ser capaz de llevar a cabo un interrogatorio correcto con un pedazo tibio de kugelhopf con miel, del color exacto de la cabellera de Lina, que se terminaba en grandes bucles sobre sus hombros. Hombros que el comisario no veía bien, porque Lina llevaba un largo chal de seda azul, idea peregrina en pleno verano. Adamsberg no había preparado su primera frase, había preferido esperar a verla e improvisar. Pero ahora que Lina resplandecía con su vello rubio frente a él, no conseguía asociarla al espectro negro del Ejército Furioso, a la mujer que ve el espanto y lo transmite. Cosa que era. Pidieron los platos y ambos esperaron un rato en silencio, comiendo pellizcos de pan. Adamsberg la miró de refilón. Su semblante seguía siendo despejado y atento, pero no hacía ningún esfuerzo para ayudarle. El era policía, ella había desencadenado una tormenta en Ordebec, él sospechaba de ella, ella sabía que la gente pensaba que estaba loca; ésos eran los datos simples de la situación. Adamsberg se puso de lado, desviando la mirada hacia el bar de madera.

– Es posible que llueva -acabó diciendo.

– Sí, se está cargando al oeste. Quizá caiga por la noche.

– O esta tarde. Todo partió de usted, señorita Vendermot.

– Llámeme Lina.

– Todo partió de usted, Lina. No me refiero a la lluvia, sino a la tormenta que acecha a Ordebec. Y nadie sabe todavía dónde va a detenerse esa tormenta, ni cuántas víctimas provocará, ni si se va a volver contra usted.

– Nada partió de mí -dijo Lina tirando del chal-. Todo viene de la Mesnada Hellequin, que pasó, y yo la vi. ¿Qué quiere que haga? Había cuatro prendidos, y habrá cuatro muertos.

– Pero usted fue quien habló de eso.

– Quien ve al Ejército tiene la obligación de decirlo, tiene la obligación. Usted no puede comprenderlo. ¿De dónde es?

– De Béarn.

– Entonces está claro que no, que no puede. Es un ejército de las llanuras del norte. Los que son vistos con él pueden tratar de protegerse.

– ¿Los prendidos?

– Sí. Por eso el que los ve debe hablar. Es excepcional que un prendido consiga liberarse, pero ya ha ocurrido. Glayeux y Mortembot no merecen vivir, pero todavía les queda una posibilidad de salvarse. Y tienen derecho a esa posibilidad.

– ¿Tiene usted razones personales para odiarlos?

Lina esperó que les trajeran los platos antes de contestar. Tenía hambre de forma aparente, o ganas de comer, y miraba la comida con auténtica pasión. A Adamsberg le pareció lógico que una mujer tan devorable estuviera dotada de un apetito tan sincero.

– Personal, no -dijo ocupándose inmediatamente de su plato-. Es sabido que ambos son asesinos. La gente trata de no tener trato con ellos, y no me extrañó verlos en manos de la Mesnada.

– ¿Como Herbier?

– Herbier era un ser abominable. Siempre tenía que disparar a algo. Pero estaba mal de la cabeza. Glayeux y Mortembot no. Matan cuando les sale rentable. Son sin duda peores que Herbier.

Adamsberg se obligó a comer más rápidamente que de costumbre para seguir el ritmo de la joven. No deseaba encontrarse frente a ella con el plato a medias.

– Pero dicen que, para ver al Ejército Furioso, también hay que estar mal de la cabeza. O mentir.

– Puede usted pensar lo que quiera. Yo lo veo, y no puedo hacer nada para evitarlo. Lo veo en el camino, y estoy en ese camino a pesar de que mi habitación está a tres kilómetros de allí.

Lina untaba con el tenedor unos trozos de patata en una salsa de nata, poniendo en ello una energía y una tensión asombrosas. Una avidez casi embarazosa.

– También se puede decir que se trata de una visión -prosiguió Adamsberg-. Una visión en la que usted pone en escena a personas a las que odia. Herbier, Glayeux, Mortembot.

– Lo he consultado con médicos, ¿sabe? -dijo Lina saboreando intensamente el bocado-. En el hospital de Lisieux, me hicieron toda una serie de exámenes fisiológicos y psiquiátricos durante dos años. El fenómeno les interesaba, por Santa Teresa, claro. Usted busca una explicación tranquilizadora, pero yo también la he buscado. No hay. No encontraron falta de litio, o de otras sustancias que le hacen a uno ver la virgen u oír voces. Me consideraron equilibrada, estable, incluso muy razonable. Me abandonaron a mi suerte sin llegar a ninguna conclusión.

– ¿Y qué habría que concluir, Lina? ¿Que el Ejército Furioso existe, que pasa realmente por el camino de Bonneval y que lo ve de verdad?

– No puedo asegurar que exista, comisario. Pero estoy segura de que lo veo. Por lo que se sabe, siempre ha existido alguien que ve pasar al Ejército en Ordebec. Puede que haya por ahí una nube antigua, un humo, un desorden, un recuerdo en suspensión. Puede que yo lo atraviese como se pasa a través de un vaho.

– ¿Y cómo es ese señor Hellequin?

– Muy guapo -replicó rápidamente Lina-. Un rostro grave y espléndido, el pelo rubio y sucio le llega por los hombros, sobre la armadura. Pero es terrorífico. Bueno -añadió en voz mucho más baja, vacilante-, eso es porque no tiene la piel normal.

Lina interrumpió la frase y acabó precipitadamente su plato con mucho adelanto respecto a Adamsberg. Luego se apoyó en el respaldo, todavía más resplandeciente y relajada por la saciedad.

– ¿Estaba bueno? -preguntó Adamsberg.

– Formidable -contestó ella con candor-. Nunca había venido. No nos lo podemos permitir.

– Vamos a tomar queso y postre -añadió Adamsberg deseoso de que la joven lograra una relajación completa.

– Primero, acabe -dijo ella amablemente-. Come usted despacio. Dicen que los policías tienen que hacerlo todo deprisa.

– Yo no sé hacer nada deprisa. Hasta cuando corro, voy despacio.

– La prueba de que digo la verdad -interrumpió Lina- es que la primera vez que vi pasar al Ejército, nadie me había hablado nunca de él.

– Pues dicen que en Ordebec todo el mundo lo conoce, sin necesidad de ser informado. Dicen que lo aprende uno al nacer, con la primera respiración, con el primer sorbo de leche.

– No en mi casa. Mis padres siempre habían vivido aislados. Ya le habrán dicho que mi padre era impresentable.

– Sí.

– Y es verdad. Cuando conté a mi madre lo que había visto -y en esa época yo lloraba mucho, chillaba-, ella creyó que yo estaba enferma, que era víctima de una especie de «trastorno de los nervios», como se decía entonces. Ella nunca había oído hablar de la Mesnada Hellequin, tampoco mi padre. De hecho, solía volver tarde de sus cacerías, por el camino de Bonneval. Y eso que los que conocen la historia nunca pasan por el camino cuando cae la noche. Incluso los que no creen en eso lo evitan.

– ¿Cuándo fue esa primera vez?

– Cuando tenía once años. Sucedió justo dos días después de que un hacha partiera en dos la cabeza de mi padre. Tomaré una isla flotante -dijo a la camarera-, con mucha almendra fileteada.

– ¿Un hacha? -dijo Adamsberg un tanto aturdido-. ¿Así murió su padre?

– Partido en dos como un cerdo, exactamente -dijo Lina, que imitó tranquilamente la acción abatiendo el filo de la mano sobre la mesa-. Un golpe en la cabeza y otro en el esternón.

Adamsberg observó esa ausencia de emoción y se planteó la posibilidad de que su kugelhopf con miel pudiera no ser tan tierno.

– Luego tuve pesadillas durante mucho tiempo. El médico me daba calmantes. No por lo de mi padre cortado en dos, sino porque la idea de volver a ver a los jinetes me aterrorizaba. ¿Entiende? Están podridos, como el rostro del señor Hellequin. Dañados -añadió con un ligero estremecimiento-. Ni los hombres ni sus monturas tienen todos sus miembros; hacen un ruido espantoso, pero los gritos de las personas que llevan con ellos son todavía peores. Afortunadamente, luego no se produjo nada durante ocho años, y me creí liberada, sólo afectada en mi infancia por ese «trastorno de los nervios». Pero a los diecinueve años, volví a verlo. ¿Lo ve, comisario? No es una historia divertida, no es una anécdota que me inventaría para hacerme la interesante. Es una fatalidad espantosa, y quise suicidarme dos veces. Pero un psiquiatra de Caen me hizo vivir a pesar de todo, con el Ejército. Me molesta, me estorba, pero ya no me impide ir y venir. ¿Cree que puedo pedir más almendras?

– Claro -dijo Adamsberg levantando la mano hacia la camarera.

– ¿No saldrá muy caro?

– Paga la policía.

Lina se echó a reír agitando la cuchara.

– Por una vez que paga la policía por exceso de velocidad…

Adamsberg la miró sin comprender.

– He comido como una exhalación y encima pido suplemento de postre, cuando usted apenas tiene tiempo de probar lo que tiene en el plato. Era una broma.

– Ah, ya, claro -dijo Adamsberg sonriendo-. Perdone, no soy rápido de entendederas. ¿Le molestaría seguir hablándome de su padre? ¿Se sabe quién lo mató?

– Nunca se supo.

– ¿Se sospechó de alguien?

– Claro.

– ¿De quién?

– De mí -dijo Lina recobrando la sonrisa-. Cuando oí los alaridos, corrí al piso de arriba y lo encontré ensangrentado en su habitación. Mi hermano Hippo, que sólo tenía ocho años, me vio con el hacha y se lo dijo a los gendarmes. No creyó hacer nada malo, sólo respondía a las preguntas que le hacían.

– ¿Cómo, con el hacha?

– Yo la había recogido. Los gendarmes pensaron que había limpiado el mango, porque no encontraron huellas aparte de las mías. Al final, gracias a la ayuda de Léo y del conde, me dejaron en paz. La ventana de la habitación estaba abierta. Resultaba muy fácil al asesino fugarse por allí. Mi padre caía mal a todo el mundo, igual que Herbier. Cada vez que tenía una crisis de violencia, la gente decía que era la bala, que se le movía en la cabeza. De niña, yo no lo entendía.

– Yo tampoco. ¿Qué es lo que se le movía?

– La bala. Mi madre dice que, antes de la Guerra de Argelia, cuando se casó con él, era más o menos buen hombre. Luego recibió esa bala, que no pudieron extraerle de la cabeza. Lo declararon inepto para el servicio y lo destinaron al pelotón de información. O sea de torturador. Le dejo un momento, que voy a fumar fuera.

Adamsberg se reunió con ella y sacó de su bolsillo un cigarrillo medio aplastado. Veía de muy cerca el cabello color de miel con kugelhopf, muy denso para una mujer normanda. Y las pecas sobre los hombros, cuando resbaló el chal, antes de que ella lo volviera a colocar con presteza.

– ¿Le pegaba?

– ¿Y a usted, le pegaba el suyo?

– No. Era zapatero remendón.

– Eso no tiene nada que ver.

– No.

– A mí nunca me puso la mano encima. Pero a mis hermanos los hizo papilla. Cuando Antonin era bebé, lo cogió por el pie y lo tiró por las escaleras. Así, sin más. Catorce fracturas. Estuvo envuelto en yeso todo un año. Martin no comía. Vaciaba discretamente sus platos en el hueco metálico de la pata de la mesa. Un día, mi padre lo descubrió. Lo obligó a vaciar la pata de la mesa con un anzuelo y a comérselo todo. Estaba podrido, claro. Y todo así.

– ¿Y al mayor, Hippo?

– Peor.

Lina aplastó el cigarrillo en el suelo y empujó limpiamente la colilla hasta el arroyo. Adamsberg sacó el móvil -el segundo, el clandestino-, que vibraba en el bolsillo. Voy a verte esta tarde. Da dirección. LVB.

Veyrenc. Veyrenc, que iba a venir a zamparse el kugelhopf delante de sus narices, que se iba a llevar el pastel, con su cara tierna y su labio de chica.

– No hace falta. Todo bien -contestó Adamsberg.

– No todo bien. Da dirección.

– ¿No basta teléfono?

– Da dirección, joder.

Adamsberg volvió a la mesa y tecleó a regañadientes la dirección de la casa de Léo, con el humor momentáneamente oscurecido. Se acumulaban nubes al oeste, llovería esa noche.

– ¿Pasa algo?

– Va a venir un colega -dijo Adamsberg guardándose el móvil en el bolsillo.

– Entonces, íbamos siempre a casa de Léo -prosiguió Lina sin lógica-. Ella nos educó, ella y el conde. Dicen que Léo no saldrá de ésta, que la maquinaria está rota. Creo que usted la encontró. Y que a usted le habló un poco.

– Un momento -dijo Adamsberg tendiendo el brazo.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió «maquinaria» en la servilleta de papel. Una palabra que ya había pronunciado el médico con nombre de pez. Una palabra que acababa de traer una nube ante sus ojos, y quizá una idea dentro de la nube, pero no sabía cuál. Se guardó la servilleta y alzó de nuevo los ojos hacia Lina, ojos de alguien que acaba de levantarse.

– ¿Vio a su padre en el Ejército cuando tenía once años?

– Había un «prendido», sí, un hombre. Pero había fuego y mucho humo, tenía las manos crispadas sobre la cara y gritaba. No estoy segura de que fuera él. Pero supongo que sí. Reconocí sus zapatos, en cualquier caso.

– ¿Y la segunda vez, hubo un «prendido»?

– Había una anciana. Era conocida, por las noches lanzaba piedras a las contraventanas de las casas. Murmuraba imprecaciones, era el tipo de mujer que da miedo a todos los críos de la zona.

– ¿Acusada de asesinato?

– Ni idea, no creo. Quizá su marido, que falleció muy pronto.

– ¿Y ella murió?

– Nueve días después de la aparición del Ejército Furioso, en su cama. Luego la Mesnada ya no pasó más, hasta que la vi el mes pasado.

– ¿Y el cuarto prendido? ¿No lo reconoció? ¿Hombre, mujer?

– Hombre, pero no estoy segura. Porque se le había caído encima un caballo, y tenía el pelo ardiendo, ¿entiende? No se distinguía bien.

Se puso la mano en el vientre orondo, como para apreciar con sus dedos la comida que tan rápidamente había engullido.

Eran las cuatro y media cuando Adamsberg fue a pie a la posada de Léo, con el cuerpo un poco entumecido de haber luchado contra sus deseos. De vez en cuando, sacaba la servilleta de papel, observaba la palabra «maquinaria» y la volvía a guardar. No le sugería absolutamente nada. Si había una idea en ello, debía de estar profundamente hundida, pillada bajo alguna roca marina, oculta por matas de algas. Algún día, se liberaría, ascendería a la superficie, fluctuante. Adamsberg no conocía otra manera de reflexionar. Esperar, lanzar sus redes sobre el agua, mirar dentro.

En la posada, arremangado, Danglard cocinaba mientras discurría, bajo la mirada atenta de Zerk.

– Es muy excepcional -decía Danglard- que el dedo meñique del pie esté bien formado. Por lo general, está contrahecho, torcido, encogido, por no hablar de la uña, que está muy atrofiada. Ahora que ya está dorado por un lado, puedes dar la vuelta a los trozos.

Adamsberg se apoyó en el marco de la puerta y miró a su hijo ejecutar las consignas del comandante.

– ¿Es por culpa de los zapatos? -preguntaba Zerk.

– Es por la evolución. El hombre anda menos, el último dedo se atrofia, está en vías de extinción. Algún día, dentro de unos cuantos cientos de miles de años, sólo quedará de él un fragmento de uña en el costado del pie. Como en el caballo. Los zapatos no arreglan las cosas, por supuesto.

– Lo mismo pasa con las muelas del juicio. Ya no tienen sitio para crecer.

– Exactamente. El dedo meñique es la muela del juicio del pie, en cierto modo.

– O la muela del juicio es el dedo meñique de la boca.

– Sí, pero dicho así, se entiende menos.

Adamsberg entró y se sirvió una taza de café.

– ¿Cómo ha ido?

– Me ha irradiado.

– ¿Ondas nefastas?

– No, doradas. Está un poco gorda, tiene los dientes hacia delante, pero me ha irradiado.

– Peligroso -comentó Danglard en tono de desaprobación.

– No creo haberle hablado nunca del kugelhopf con miel que comí de niño en casa de una tía mía. Pues es eso, pero con un metro sesenta y cinco de altura.

– Recuerde que esa Vendermot es una pirada morbosa.

– Es posible. No lo parece. Es a la vez segura de sí misma e infantil, parlanchina y prudente.

– Y lo mismo tiene unos dedos de los pies feos.

– Atrofiados -completó Zerk.

– Me da igual.

– Si tanto le ha gustado -masculló Danglard-, no está usted hecho para llevar la investigación. Le dejo la cena y tomo el relevo.

– No. Voy a visitar a los hermanos a las siete. Veyrenc llega esta noche, comandante.

Danglard se tomó su tiempo para echar medio vaso de agua encima del pollo troceado, cubrirlo y bajar el fuego.

– Déjalo así media hora -dijo a Zerk antes de volverse hacia Adamsberg-. No necesitamos a Veyrenc, ¿por qué le ha pedido que venga?

– Se ha invitado solo y sin motivo, Danglard. ¿Por qué una mujer lleva un chal sobre los hombros con el tiempo que hace?

– Por si llueve -dijo Zerk-. Se está nublando al oeste.

– Para disimular una malformación -propuso Danglard-. Una pústula o una señal del Diablo.

– Me da igual -volvió a decir Adamsberg.

– Los que ven al Ejército Furioso, comisario, no son seres benéficos y solares. Son almas oscuras y nefastas. Irradiado o no, no lo olvide.

Adamsberg no respondió. Sacó de nuevo la servilleta de papel.

– ¿Qué es? -preguntó Danglard.

– Una palabra que no me dice nada. Maquinaria.

– ¿Quién la ha escrito?

– Yo, Danglard, ¿quién va a ser?

Zerk asintió, como si comprendiera perfectamente.


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