Capítulo 40

Adamsberg participó en la búsqueda en el bosque hasta las siete de la mañana, con los otros cinco hombres sacados de la cama. Danglard parecía extenuado. Tampoco él, pensó Adamsberg, había podido dormir, buscando en vano un lugar tranquilo donde dejar sus pensamientos, como trata uno de resguardarse del viento. Su mente brillante, en la que no cabía sospechar vileza ni estupidez, yacía en pedazos a sus pies.

Con los primeros albores del día, localizaron bastante rápidamente dónde se había apostado el asesino. Fue Faucheur quien llamó a los demás. De manera insólita, estaba claro que el asesino, protegido por un roble de siete troncos, se había sentado en un taburete plegable cuyas patas metálicas se habían hundido en la alfombra de hojas.

– Lo nunca visto -dijo Émeri casi escandalizado-. Un asesino que piensa en ponerse cómodo. El tipo se dispone a matar a un hombre, pero no quiere que eso le canse las piernas.

– Puede que sea viejo -dijo Veyrenc-. O que le cueste estar de pie mucho rato. Antes de que Mortembot fuera al váter, la espera podía durar horas.

– No tan viejo -dijo Adamsberg- para armar la cuerda de una ballesta y soportar el impacto. Hay que estar fuerte. Estar sentado le daba precisión. Y se hace menos ruido que cuando se mueve uno de pie. ¿A cuánto estamos del blanco?

– Yo diría que cuarenta y dos, cuarenta y tres metros -dijo Estalére, que, como siempre había afirmado Adamsberg, tenía buena vista.

– En Rouen -dijo Danglard muy bajo, como si su brillo perdido le impidiera colear la voz con normalidad-, se conserva el corazón de Ricardo Corazón de León en la catedral, muerto en combate por un disparo de ballesta.

– ¿Ah, sí? -dijo Émeri, siempre estimulado por los hechos gloriosos de los campos de batalla.

– Sí. Fue herido en el sitio de Châlus-Chabrol en marzo de 1199, y murió a los once días, de gangrena. En su caso, al menos, se conoce el nombre del asesino.

– ¿Quién fue? -preguntó Émeri.

– Pierre Basile, un noblezuelo de Lemosín.

– Maldita sea, pero ¿qué coño nos importa? -dijo Adamsberg, irritado por el hecho de que Danglard, en su desastre, persistiera en exhibir su erudición.

– Es sólo que es una de las víctimas de ballesta más célebres -dijo Danglard con voz sorda.

– Y después de Ricardo, el lamentable Michel Mortembot -dijo Émeri-, Decadencia completa -concluyó sacudiendo la cabeza.

Los hombres siguieron con la batida, buscando sin fe la huella de los pasos del asesino. La alfombra de hojas estaba agostada por el verano y no conservaba las huellas. Émeri los llamó con un silbido tres cuartos de hora después, agrupándolos a varios metros del linde opuesto del bosque. Se había abrochado la chaqueta y los esperaba, de nuevo muy recto, delante de una parcela de tierra recién removida y mal cubierta de hojas dispersas.

– La ballesta -dijo Veyrenc.

– Eso creo -dijo Émeri.

La fosa no era profunda, de una treintena de centímetros, y los cabos despejaron rápidamente una funda de plástico.

– Eso es -dijo Blériot-. El hombre no habrá querido destruir el arma. La ha enterrado aquí para salir del paso. Habrá preparado el agujero con antelación.

– Igual que recortó la ventana con antelación.

– ¿Cómo adivino que Mortembot se encerraría en su casa?

– No es muy difícil de imaginar que, después de la muerte de Glayeux, Mortembot volvería a la casa de su madre -dijo Émeri-. Muy mal enterrada -añadió con una mueca señalando el agujero-. Igual que escondió fatal el hacha.

– Es posible que sea tonto -dijo Veyrenc-, Que sea muy eficaz en lo inmediato pero incapaz de pensar a largo plazo. Una organización mental con blancos, faltas.

– O bien el arma pertenece a alguien, como el hacha, que empieza a estar cansado -dijo Adamsberg-, por ejemplo un Vendermot, y el asesino la deja intencionadamente para que la encontremos.

– Ya sabe lo que pienso de ellos -dijo Émeri-, pero no creo que Hippo posea una ballesta.

– ¿Y Martin, que siempre está metido en el bosque recolectando?

– No lo imagino capturando sus bichos con una comando. Pero quien sin duda poseía una era Herbier.

– Hace dos años -confirmó Faucheur-, encontramos una jabalina con un perno en el flanco.

– El asesino pudo fácilmente coger el arma en su casa, después de su muerte, antes de que la precintaran.

– Aunque siempre hay manera de deshacer los precintos y volver a colocarlos -dijo Adamsberg.

– Hay que ser profesional.

– Es verdad.

El equipo de Émeri se llevó el material para transferirlo a Lisieux, cercó la zona del agujero y la del taburete, dejando a Blériot y Faucheur de guardia en espera del equipo técnico.

Volvieron a casa de Mortembot al mismo tiempo en que llegaba el doctor Merlán para las primeras constataciones. La forense estaba en Livarot, donde un tejero se había caído del tejado. Nada criminal aparentemente, pero los gendarmes prefirieron llamarla debido al comentario de la esposa, que había dicho que su marido estaba «inflado de sidra como una panza de vaca».

Merlán observó el cuerpo de Mortembot y sacudió la cabeza.

– Si uno no puede ni mear tranquilo… -dijo simplemente.

Una oración fúnebre un poco cutre, pensó Adamsberg, pero no desprovista de acierto. Merlán confirmó que el disparo se había producido entre la una y las dos de la madrugada, en todo caso antes de las tres. Extrajo el perno sin desplazar el cuerpo, para dejar las cosas preparadas para su colega.

– Menuda salvajada -dijo agitándolo delante de Adamsberg-. Mi colega lo abrirá, pero, por el impacto, el perno debe de haber atravesado la laringe hasta el esófago. Supongo que murió de asfixia antes de que la hemorragia hiciera su efecto. ¿Lo vestimos?

– No podemos, doctor. Tienen que pasar los técnicos.

– De todos modos -dijo Merlán con una mueca.

– Sí, doctor, ya lo sé.

– Y usted -dijo Merlán mirando fijamente a Adamsberg-, debería ir a dormir ahora mismo. El también -añadió señalando a Danglard con el pulgar-. Aquí hay gente que no descansa lo suficiente. Van a caer como bolos sin necesidad de bola.

– Ve -dijo Émeri dando una ligera palmada en el hombro a Adamsberg-. Esperaré a los técnicos. Blériot y yo hemos dormido.

Hellebaud había dejado por la habitación señales de su paseo matutino, abandonando granos de alpiste aquí y allí. Pero había vuelto a ocupar el zapato izquierdo y lanzó un arrullo al ver a Adamsberg. El asunto del zapato, por contra natura que fuera, tenía al menos una gran ventaja. El palomo ya no dejaba sus deposiciones al vuelo por toda la habitación, sino estrictamente en el zapato. Cuando hubiera dormido, rasparía el interior. ¿Con qué?, se preguntó acurrucándose en el surco del colchón. ¿Un cuchillo? ¿Una cucharilla? ¿Un calzador?

La violencia de esa saeta de caza lo había estomagado, con las afiladas aletas horadando al tipo en plena meada. Mucho más que la miga de pan embutida en la garganta de la anciana, Lucette Tuilot, método que, por su aspecto inédito y rudimentario, tenía algo conmovedor. Y Danglard lo había irritado con su comentario sobre Ricardo Corazón de León, como si les importara. Incluso Veyrenc, al preguntarse por qué Mortembot se había cambiado de ropa. Irritación rápida y poco justa que demostraba su estado de fatiga. Mortembot se había quitado la chaqueta azul, que debía de tener el olor de la celda, por mucho que se dijera, aunque fuera al antiséptico, y se había puesto un conjunto de algodón gris pálido con el pantalón ribeteado de gris oscuro. ¿Y qué? ¿Y si Mortembot quería ponerse cómodo? ¿O elegante? Émeri también lo había irritado con su manera de anunciarle de nuevo que le dejaba toda la responsabilidad del desastre. Soldado cobarde, ese Émeri. Ese tercer asesinato iba a incendiar Ordebec y la región entera. Los periódicos locales ya estaban llenos de la furia asesina de Hellequin, algunas cartas al director señalaban a los Vendermot sin nombrarlos todavía, y el día anterior le había parecido que las calles se habían vaciado antes que de costumbre. Y ahora que el asesino mataba de lejos con ballesta, nadie estaba a salvo en su agujero de rata. Si el asesino supiera hasta qué punto se sentía ignorante y desamparado, no se habría tomado la molestia de convocar un tren para aniquilarlo. Quizá el pecho de Lina le quitaba toda visibilidad sobre la culpa de la familia Vendermot.


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