Capítulo 57

Más de un mes después, un miércoles, Danglard recibió en la Brigada una caja sólida provista de dos asas, cuidadosamente cerrada, entregada por un mensajero especial. La hizo pasar por el detector, que reveló un objeto rectangular sujeto con dos tablas y protegido con virutas de madera. La levantó meticulosamente y la depositó con suavidad en la mesa de Adamsberg. Danglard no lo había olvidado. Miró con avidez el objeto, acarició la superficie rugosa de la caja, sin atreverse a abrirla. La idea de que un cuadro de la escuela de Clouet yacía a pocos centímetros de él lo sumía en un estado de gran febrilidad. Salió al paso de Adamsberg.

– Hay un paquete para usted encima de su mesa.

– De acuerdo, Danglard.

– Creo que es el Clouet.

– ¿El qué?

– El cuadro del conde. La escuela de Clouet. La joya, la perla, el consuelo de un hombre.

– De acuerdo, Danglard -repitió Adamsberg fijándose en que un sudor particular humedecía el rostro súbitamente arrebolado del comandante.

Sin lugar a dudas, Danglard lo esperaba febrilmente desde hacía tiempo. El ya no se había vuelto a acordar del cuadro, desde la escena de la biblioteca.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Hace casi dos horas.

– Estaba haciendo una visita a Julien Tuilot. Pasan al concurso de crucigramas de nivel 2.

Adamsberg abrió la caja con cierta rudeza y empezó a apartar las virutas con las manos desnudas, ante la mirada angustiada de Danglard.

– No vaya a estropearlo, puñeta. ¿No se da cuenta?

Era efectivamente el cuadro prometido. Adamsberg lo depositó entre las manos instintivamente tendidas de Danglard y sonrió, por mimetismo, ante la felicidad auténtica que animaba los rasgos del comandante. La primera desde que lo había involucrado en el combate contra el Ejército Furioso.

– Se lo confío, Danglard.

– No -gritó Danglard, espantado.

– Sí. Soy un bestia, un montañés, un paleador de nubes, incluso un ignorante, según Émeri. Y es verdad. Quédeselo por mí, será más feliz, estará mejor cuidado. Tiene que estar con usted y, ya lo ve, ha saltado a sus brazos.

Danglard bajó la cabeza hacia el lienzo, incapaz de responder, y Adamsberg supuso que estaba al borde de las lágrimas. Reconocía la emotividad de Danglard, que lo elevaba hacia magnificencias que Adamsberg no conocía, pero que también podía impulsarlo a la indignidad de la estación de Cérenay.

Aparte del cuadro -y Adamsberg cobraba consciencia de que se trataba de un presente inestimable-, el conde de Valleray lo invitaba a su boda con la señorita Léone Marie Pommereau, cinco semanas después, en la iglesia de Ordebec. En el calendario mural, Adamsberg rodeó la fecha con un grueso círculo de rotulador azul, mandando un beso a su vieja Léo. Avisaría sin falta al médico de la «casa de Fleury», pero no era plausible, ni siquiera con la intervención del conde de Valleray, que le permitieran asistir a la fiesta de su resucitada. Ese poder total sólo se encontraba en fortalezas como la de los Clermont, donde el agujero de ratas que había practicado Adamsberg iba tapándose un poco más cada día, irreversiblemente, con la ayuda de miles de manos devotas que borran las infamias, las complicidades y los regueros de pólvora.

Pasaron otras tres semanas y cinco días antes de que Hellebaud, el palomo, reapareciera una mañana, en el alféizar de la ventana de la cocina. Un cálido saludo, una visita muy agitada. El pájaro picoteó las manos de Zerk y Adamsberg, dio varias vueltas por la mesa, contó su vida con múltiples arrullos. Una hora después, despegaba de nuevo, seguido por las miradas pensativas y vacías de Adamsberg y su hijo.


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