Capítulo 44

– Si así fuera, eso lo cambiaría todo -anunció Adamsberg a Veyrenc durante el desayuno.

El comisario había traído el café y el pan bajo los manzanos del patio. Mientras Adamsberg llenaba los tazones, Veyrenc lanzaba pequeñas manzanas de sidra a cuatro metros.

– Piénsalo, Louis. Publicaron mi foto en El Reportaje de Ordebec al día siguiente de mi llegada. El asesino no podía confundirme con Danglard. O sea que es a él a quien intentaron matar en las vías, no a mí. ¿Por qué? Porque había visto las cochinillas. No hay otra justificación.

– Pero ¿quién sabía que las había visto?

– Sabes como yo que Danglard disimula mal; debió de pasearse por Ordebec, hablar y hacer hablar. Se habrá delatado sin darse cuenta. Así que existe una relación entre los asesinatos y las cochinillas. El asesino no quiere, bajo ningún concepto, que se sepa de dónde vienen los hijos Vendermot.

– Calla tu descendencia, fruto de tu simiente, / y volverá algún día para lograr venganza -masculló Veyrenc lanzando otra manzana.

– A menos que el conde no quiera ya guardar el secreto. Hace más de un año que el viejo Valleray levanta cabeza y decide casarse con Léo. Decide rehacer lo que había deshecho por debilidad. Se ha pasado la vida obedeciendo, él lo sabe, y así se redime. Cabe pensar que se redime también con los hijos.

– ¿De qué manera? -preguntó Veyrenc lanzando una séptima manzana.

– Incluyéndolos en su testamento. La parte se divide en tres. Tan seguro como que la anémona no es un molusco, pienso que Valleray ha hecho testamento a su favor, y que Hippolyte y Lina serán reconocidos después de su muerte.

– No tiene el valor de hacerlo antes.

– Aparentemente, no. ¿Qué demonios estás haciendo con las manzanas?

– Apunto a los agujeros de los topillos. ¿Por qué estás tan seguro de ese testamento?

– Esta noche, en el bosque, tuve esa certeza.

Como si el bosque pudiera dictarles las verdades, en cierto modo. Veyrenc prefirió pasar por alto la incoherencia típica de esa respuesta de Adamsberg.

– ¿Qué coño hacías en el bosque?

– Fui a pasar una parte de la noche en el camino de Bonneval. Hubo jabalíes, un bramido de ciervo y una lechuza. Que es un ave, ¿verdad? No un crustáceo ni una araña.

– Un ave. La lechuza que sopla como un hombre.

Exactamente. ¿Por qué apuntas a las madrigueras de los topillos?

– Para jugar al golf.

– Pues no das una.

– Ya. Quieres decir que, si Valleray hubiera hecho testamento a favor de los tres hijos, eso lo cambiaría todo. Pero sólo si alguien lo sabe.

– Alguien lo sabe. Denis de Valleray no quiere a su padrastro. Debe de llevar tiempo vigilándolo. Cabe suponer que su madre lo había puesto en guardia para evitar que se viera despojado de dos tercios de la fortuna por dos paletos bastardos. Me extrañaría que no tuviera conocimiento del testamento de su padre.

Veyrenc dejó el puñado de manzanas, volvió a servirse café y tendió la mano hacia Adamsberg para pedir azúcar.

– Estoy hasta las narices de estas historias de azúcar -dijo el comisario pasándole un terrón.

– Eso se acabó. El azúcar de Gand te llevó al azúcar de Christian Clermont, la caja se ha cerrado.

– Esperemos -dijo Adamsberg apretando con fuerza la tapa de la caja, que cerraba mal-. Hay que volverle a poner la goma. Es lo que hace Léo, tenemos que respetar sus manías. Tiene que encontrarlo todo intacto cuando vuelva. Danglard ya ha cogido calvados, no hay que pasarse. Así pues, tengo por seguro que Denis no es un molusco y que conoce el testamento de su padre. Quizá desde hace un año, desde que se inició la rebelión del conde. Si su padre muere, es la debacle financiera y social. El vizconde de Valleray, perito tasador en Rouen, se convierte en hermano de dos campesinos, en hermano del loco de los seis dedos, en hermano de la loca de las visiones, en hijastro de un conde descarriado.

– Salvo si elimina a los hijos Vendermot. No es una decisión insignificante.

– Desde cierto punto de vista, lo es. Seguramente, el vizconde ve a los Vendermot muy insignificantes. Pienso que los desprecia espontáneamente, instintivamente. Su desaparición puede incluso parecerle legítima. No sería muy grave desde su perspectiva. Como para ti tapar los agujeros de los topillos.

– Los destaparé.

– En todo caso, infinitamente menos grave que perder dos tercios de su herencia y la totalidad de su consideración social. Lo que está en juego sí que es importante.

– Tienes una avispa en el hombro.

– Un insecto -precisó Adamsberg ahuyentándola de un manotazo.

– Cierto. Y si Denis conoce el testamento, si es que ese testamento existe, no sólo desprecia a los Vendermot, sino que los odia.

– Desde hace un año o más. No sabemos cuándo lo hizo el conde.

– Pero los muertos no son Hippo y Lina.

– Lo sé -dijo Adamsberg colocando la caja del azúcar a sus espaldas, como si le molestara verla-. No es un asesino impulsivo. Piensa, merodea. Deshacerse de Hippo y Lina es peligroso. Supón que alguien estuviera al corriente de su ascendencia. Si Danglard lo comprendió en dos días, cabe imaginar que haya más gente que lo sepa. Así que Denis duda. Porque, si mueren los dos Vendermot, sospecharán automáticamente de él.

– Léo, por ejemplo. Ella cuidó de los pequeños y frecuenta al conde desde hace setenta años.

– Denis le rompió la cabeza. Y, en ese caso, el ataque no tendría nada que ver con un descubrimiento de Léo. Ahora la avispa la tienes tú.

Veyrenc se sopló en el hombro y puso el tazón boca abajo para que el resto de líquido dulce no atrajera al insecto.

– Pon también tu tazón del revés -dijo a Adamsberg.

– Yo no le he puesto azúcar.

– Creía que ponías.

– Ya te he dicho que últimamente el azúcar me saca de quicio. Suponiendo que el azúcar sea un insecto. En cualquier caso, gira a mi alrededor como un enjambre de avispas.

– En el fondo -dijo Veyrenc-, Denis busca una ocasión favorable que le permita matar sin exponerse a las sospechas. Y esa ocasión se presenta, perfecta, cuando Lina tiene su visión.

Adamsberg se apoyó en el tronco, dando casi la espalda a Veyrenc, que ocupaba la otra mitad del árbol. A las nueve y media, el sol empezaba a picar en serio. El teniente encendió un cigarrillo y pasó otro al comisario por encima del hombro.

– Ocasión ideal -aprobó Adamsberg-. Porque, si mueren los tres prendidos, el terror de los habitantes de Ordebec se volverá necesariamente contra los Vendermot. Contra Lina, responsable de la visión, médium entre los vivos y los muertos. Pero también contra Hippo, de quien todo el mundo sabía que tenía los seis dedos del diablo. En semejante contexto, el asesinato de los dos Vendermot no sorprendería a nadie, y la mitad de los habitantes podría ser sospechosa. Exactamente como cuando los aldeanos, en mil setecientos algo, destrozaron a golpes de horca a un tal Benjamín, que había descrito a los prendidos. Para poner fin a la hecatombe, la chusma lo mató.

– Pero no estamos en el siglo XVIII, el método cambiará. No destriparán a Lina y a Hippo en la plaza mayor, lo harán de forma más discreta.

– Denis asesina, pues, a Herbier, Glayeux y Mortembot. Aparte de Herbier, lo hace a la manera antigua, siguiendo más o menos el ritual, para reforzar el temor popular. Le pega bastante pertenecer a un club elitista de ballesteros, ¿no?

– Primer punto que comprobar -asintió Veyrenc lanzando la vigésima manzana.

– No puedes apuntar bien si te quedas sentado. Y como las tres víctimas son unos cabronazos reconocidos, y seguramente asesinos, Denis no tiene por qué andarse con escrúpulos a la hora de sacrificarlos.

– Eso hace que, en estos mismos momentos, Lina e Hippo estén en peligro.

– No antes de la noche.

– ¿Eres consciente de que, de momento, toda la historia está basada en la cochinilla violeta?

– Podemos trabajar sobre las coartadas de Denis.

– No podrás acercarte a ese tipo más que a los Clermont.

Los dos hombres permanecieron un momento en silencio, tras lo cual Veyrenc lanzó de golpe toda su reserva de manzanas y recogió los platos del desayuno en una bandeja.

– Mira -dijo Adamsberg en voz baja, reteniéndolo por el brazo-. Hellebaud sale.

– ¿Le has puesto alpiste hasta allí? -preguntó Veyrenc.

– No.

– Entonces es que busca bichos por sí mismo.

– Insectos, crustáceos, artrópodos.

– Sí.


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