Capítulo 50

Adamsberg se esforzó en pasar inadvertido al entrar de nuevo en Ordebec a las dos de la tarde, una hora favorable de domingo en que las calles estaban vacías. Tomó la carretera forestal para ir a la casa de Léo, abrió la puerta de la habitación que consideraba suya. Hundirse en el surco del colchón le pareció una prioridad evidente. Depositó al dócil Hellebaud en el antepecho de la ventana y se acurrucó en la cama. Sin dormirse, escuchando el arrullo del palomo, que parecía satisfecho de volver a su sitio. Dejando entremezclarse todos sus pensamientos sin tratar ya de seleccionarlos. Recientemente, había visto una fotografía que le había llamado la atención por ofrecerle una clara ilustración de la idea que se hacía de su cerebro. Era el contenido de las redes de pesca vertido en el puente de un gran barco, formando una masa más alta que los marineros, heteróclita, que desafiaba la identificación mezclando inextricablemente la plata de los peces, el pardo de las algas, el gris de los crustáceos -de mar, y no de tierra como la cochinilla-, el azul de los bogavantes, el blanco de las conchas, sin que pudieran distinguirse los límites de los diferentes elementos. Siempre luchaba con eso, con un aglomerado confuso, ondeante y proteiforme, siempre a punto de alterarse o de derrumbarse, incluso de volver al mar. Los marinos seleccionaban la masa echando al agua las piezas demasiado pequeñas, los tapones de algas, las materias impropias, conservando las formas útiles y conocidas. Adamsberg, le parecía a él, procedía a la inversa, desechando los elementos que tenían sentido y escrutando luego los fragmentos ineptos de su amasijo personal.

Volvió al punto de partida, desde la mano de Blériot alzándose ante el café, y dio rienda suelta a las imágenes y sonidos de Ordebec, al bello rostro corroído del señor Hellequin, Léo esperándolo en el bosque, la bombonera Imperio en la mesa de Émeri, Hippo sacudiendo el vestido mojado de su hermana, la yegua cuyo hocico había acariciado, Mo y los lápices de colores, el ungüento en las partes arcillosas de Antonin, la sangre sobre la Madona de Glayeux, Veyrenc hundido en el andén de la estación, las vacas y la cochinilla, las bolas de electricidad, la batalla de Eylau, que Émeri había conseguido contarle tres veces, el bastón del conde golpeando el viejo parquet, el ruido de los grillos en casa de los Vendermot, la piara de jabalíes en el camino de Bonneval. Se volvió boca arriba, se puso las manos debajo de la nuca, mirando las vigas del techo. El azúcar. El azúcar lo había acosado a lo largo de los días, causándole una irritación anormal, hasta el punto de que lo había suprimido del café.

Adamsberg se levantó al cabo de dos horas, con las mejillas demasiado calientes. Sólo tenía una persona a quien ver, Hippolyte. Esperaría hasta las siete de la tarde, la hora en que todos los habitantes de Ordebec están apiñados en las cocinas y cafés para el aperitivo. Pasando por fuera del pueblo, podría llegar a la casa Vendermot sin correr el riesgo de encontrarse con alguien. También ellos estarían tomando el aperitivo, quizá acabando ese terrible oporto que habían comprado para agasajarle. Convencer a Hippo sin que se diera cuenta, hacer que fuera al lugar exacto donde él quería que estuviera, dirigirlo sin un solo fallo. Somos buena gente. Es una definición muy rápida para un niño con los dedos amputados que había aterrorizado a sus compañeros durante años. Somos buena gente. Consultó sus dos relojes. Tenía que hacer tres llamadas de confirmación. Una al conde de Valleray, otra a Danglard y la última a Merlán. Se pondría en camino al cabo de dos horas y media.

Salió sigilosamente de la habitación hasta el sótano. Allí, subiéndose a un tonel, alcanzaba un ventanuco polvoriento, única abertura que daba a una porción del prado de las vacas. Tenía tiempo, esperaría.

Al dirigirse prudentemente a la casa Vendermot cuando sonaba el ángelus, se sentía satisfecho. Tres vacas se habían movido, ni una menos. Y además, varios metros, sin despegar el hocico de la hierba. Eso le pareció un signo excelente para el futuro de Ordebec.


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