Barry Sindler, abogado especialista en divorcios estelares, se removió en su asiento. Se esforzaba por prestar atención a su cliente, sentado frente al escritorio, pero le costaba mucho. El cliente en cuestión era un pazguato llamado Diehl que dirigía una compañía biotecnológica. El hombre hablaba de forma distraída, sin denotar emoción, con el semblante prácticamente hierático a pesar de estarle contando que su esposa tenía una aventura. Diehl debía de resultar un marido pésimo. Sin embargo, Barry no tenía muy claro cuánto dinero había de por medio en aquel caso. Parecía que todo el capital estaba en manos de la mujer.
Diehl hablaba en tono monótono. Le explicó que la primera vez que sospechó de ella fue cuando la telefoneó desde Las Vegas. Luego descubrió las facturas del hotel al que acudía cada miércoles. Un día la esperó en el vestíbulo y la sorprendió entrando con un jugador de tenis profesional de la ciudad. En California, la historia siempre era la misma, Barry la había oído cientos de veces. ¿Acaso aquellas personas no eran conscientes de haber caído en un tópico? Marido ultrajado descubre a su mujer con jugador de tenis. Ni siquiera en Mujeres desesperadas recurrirían a una situación semejante.
Barry dejó de esforzarse por escuchar. Esa mañana tenía muchas cosas en la cabeza. Había perdido el caso Kirkorivich y lo sabía la ciudad entera. Todo porque unas pruebas de ADN demostraban que el bebé no era hijo del multimillonario. El tribunal no le pagaría sus honorarios a pesar de haberlos rebajado a la ridicula suma de un millón cuatrocientos mil dólares; el juez le había entregado solo una cuarta parte del dinero. A aquellas horas todos, absolutamente todos los abogados de la ciudad debían de estar frotándose las manos, puesto que le tenían ojeriza. Había oído que el L.A. Magazine había convertido el caso en un notición, lo consideraba a todas luces desfavorable para Barry. La verdad era que a él eso le importaba una mierda. De hecho, cuanto más lo presentaban como un gilipollas despiadado y sin escrúpulos, más le llovían los clientes. Cuando de un divorcio se trataba, lo que quería la gente era precisamente un abogado sin escrúpulos, hacían cola en su puerta. Y Barry Sindler era, sin lugar a dudas, el abogado especialista en divorcios más despiadado e inmoral de toda California; le encantaba que le hicieran publicidad, aplicaba el autobombo y no se detenía ante nada. Y encima se enorgullecía de ello.
No, a Barry no le preocupaba nada de eso. Ni siquiera le importaba la casa que estaba haciendo construir en Montana para Denise y sus dos hijos malcriados. Tampoco le quitaban el sueño las reformas de su casa de Holmby Hills, a pesar de que solo la cocina ascendía a quinientos mil dólares y Denise no paraba de hacer cambios en el proyecto. La mujer era adicta a las reformas, sufría una auténtica patología.
No, no, no. A Barry Sindler solo le inquietaba una cosa: el contrato de arrendamiento. Wilshire and Doheny ocupaba toda una planta de un edificio de oficinas. Ninguno de los veintitrés abogados que trabajaban en su bufete valía una mierda, pero verlos a todos aplicados en sus respectivos escritorios impresionaba a los clientes. Además, a ellos les encargaba las tareas menores, como tomar declaraciones o rellenar los impresos para presentar peticiones, minucias en las que Barry no quería molestarse. Sabía que los litigios eran guerras de desgaste, sobre todo en los casos de custodia. Su táctica consistía en aumentar los costes y alargar el proceso tanto como fuera posible para ganar cuanto más dinero mejor. Además, de ese modo el cónyuge solía acabar cansado de los aplazamientos sin fin, de tanta formulación y, por supuesto, de los gastos, que aumentaban a ritmo vertiginoso. Incluso el más rico acababa saturado.
Por lo general, los maridos eran personas sensatas. Querían seguir adelante con su vida, comprar otra casa, trasladarse a su nuevo hogar junto con su novia y que esta les hiciera una buena mamada. Querían resolver pronto el tema de la custodia. Sin embargo, las esposas solían buscar la venganza. Así que Barry se dedicaba un año tras otro a impedir que las cosas se resolvieran y, al final, todos se rendían. Daba igual que fueran millonarios, multimillonarios o gilipollas famosos, todos acababan por claudicar. La gente opinaba que eso no era bueno para los hijos. Pues que se jodan. Si los clientes se preocuparan de verdad por ellos, empezarían por no divorciarse. Habrían seguido estando casados y llevando una vida infeliz como todo el mundo, porque…
El pazguato dijo algo que le llamó la atención.
– Lo siento -se disculpó Barry Sindler-. Repítamelo otra vez, señor Diehl. ¿Qué es lo que acaba de decir?
– He dicho que quiero que a mi mujer le hagan pruebas.
– Le aseguro que este proceso pondrá muy a prueba su capacidad de aguante. Además, contrataremos a un detective para que la siga; él nos dirá cuánto bebe y si toma drogas, si se pasa la noche fuera de casa, se enrolla con lesbianas y cosas de ese tipo. Es el procedimiento habitual.
– No, no -repuso Diehl-. Me refiero a pruebas genéticas.
– ¿Para comprobar qué?
– Todo -respondió Diehl.
– Ah, ya -dijo Barry, asintiendo con aire de entendido. ¿De qué cono le estaba hablando aquel tipo? ¿Pruebas genéticas? ¿En un caso de custodia? Bajó la vista a los documentos que tenía enfrente y a la tarjeta de visita. DOCTOR RICHARD «RICK» DIEHL. Barry, contrariado, frunció el entrecejo. Solo a un gilipollas se le ocurriría poner un diminutivo en su tarjeta de visita. La tarjeta también lo presentaba como director general de BioGen Research Inc., una empresa situada en Westview Village.
– Por ejemplo -empezó a explicar Diehl-, me apuesto cualquier cosa a que mi esposa tiene una predisposición genética para el trastorno bipolar. Es muy voluble. Podría incluso tener el gen del alzheimer. Si le hacen pruebas psicológicas, es posible que se manifiesten los principios de la enfermedad.
– Bien, muy bien. -Ahora Barry Sindler asentía de forma categórica. Aquello le estaba gustando. Nuevos campos de batalla. A Sindler le encantaban los campos de batalla. Sometería a la esposa a un examen psicológico. Tanto si el resultado mostraba indicios de alzheimer como si no, ¿quién era el guapo que podía asegurarlo? Maravilloso, sencillamente maravilloso. Fuera cual fuese el resultado, lo pondrían en duda. Y eso significaba alargar el juicio más días, interrogar a más testigos. Los médicos se sucederían en el contencioso que se alargaría días y días. Las jornadas de actuación ante el tribunal resultaban especialmente lucrativas.
Lo mejor de todo era que Barry preveía que aquellas pruebas genéticas podían pasar a formar parte del procedimiento habitual en todos los casos de custodia. Se convertiría en un pionero y eso le reportaría publicidad. Se inclinó hacia delante, entusiasmado.
– Siga, señor Diehl…
– Pueden comprobar si tiene el gen de la diabetes, si se observan las mutaciones genéticas que provocan el cáncer de mama, y todo el resto. Además -prosiguió Diehl-, es posible que mi esposa tenga el gen de la enfermedad de Huntington, causante de una degeneración nerviosa irreversible. Su abuelo contrajo la enfermedad, así que la familia es portadora. Sus padres aún son jóvenes y la dolencia solo se manifiesta a edades avanzadas. Puede que mi esposa tenga ese gen y que, por tanto, esté sentenciada a morir de Huntington.
– Hummm… sí-dijo Barry Sindler al tiempo que asentía-. Eso la incapacitaría para hacerse cargo de los niños.
– Exacto.
– Me sorprende que no haya pedido ella misma las pruebas.
– Prefiere no saberlo -aseguró Diehl-. Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que tenga el gen. Si es así, acabará por desarrollar la enfermedad y morir de demencia. Pero solo tiene veintiocho años, la enfermedad podría no manifestarse en los próximos veinte. Si supiera de antemano que va a contraerla, le arruinaría el resto de su vida.
– Sin embargo, también podría aliviarla el hecho de saber que no tiene ese gen.
– El riesgo es demasiado alto. No se hará las pruebas por voluntad propia.
– ¿Se le ocurre alguna otra prueba?
– Claro que sí -respondió Diehl-. No he hecho más que empezar. Quiero que le practiquen todas las pruebas existentes. En la actualidad, hay mil doscientas.
¡Mil doscientas! Sindler se relamía ante la perspectiva. ¡Excelente! ¿Por qué nadie le había hablado antes de eso? Se aclaró la garganta.
– ¿Ha pensado que ella también le pedirá a usted que se someta a las pruebas?
– No hay problema -aseguró Diehl.
– ¿Ya se las ha hecho?
– No, pero sé cómo falsificar los resultados.
Barry Sindler se recostó en el asiento.
– Perfecto.