10

Biddle Island tiene trece kilómetros de ancho por un kilómetro y medio de largo, y, como Win dijo una vez, es el «epicentro de los WASP». [2] Está a unas diez millas de la costa norte de Long Island. Según la oficina del censo, sólo doscientas once personas viven en la isla todo el año. Dicho número crecía -es difícil de decir cuánto, pero era una cantidad varias veces mayor- durante los meses de verano, cuando los aristócratas de sangre azul de Connecticut, Filadelfia y Nueva York llegaban en avión o transbordador. El Biddle Golf Course había sido distinguido como uno de los diez mejores campos por Golf Magazine. Eso intranquilizó más que agradó a los socios del club, porque Biddle Island era su mundo privado. No querían visitas en la isla. Había un transbordador «público», pero se trataba de un transbordador pequeño, con horarios difíciles de entender, y si alguien conseguía llegar hasta allí, las playas y gran parte de los terrenos de la isla eran propiedad privada y estaban vigilados. Sólo había un restaurante en Biddle Island, el Peacoat Lodge, y era más un lugar para beber que para comer. Había un bazar, una tienda de alimentos, una iglesia. No había hoteles ni hostales ni ningún lugar donde alojarse. Las mansiones, la mayoría con nombres encantadores como Dupont Cottage, The Waterbury o Triangle House, eran espectaculares y discretas. Si querías comprar una, podías hacerlo -éste es un país libre-, pero no serías bien recibido, no se te permitiría ingresar en el «club», no se te permitiría entrar en las pistas de tenis o en las playas ni te animarían a frecuentar el Peacoat Lodge. Tenías que ser invitado a este enclave privado o aceptar ser un paria social; y a nadie le gusta ser un paria. La isla se mantenía segura, no tanto por los guardias de verdad sino por los gestos de desaprobación del viejo mundo.

Sin un restaurante de verdad, ¿dónde comerían los señoritos? Tomarían comidas preparadas por el servicio. Las cenas eran la norma, casi en rotación. El turno de Bab, y después una noche en casa de Fletcher, o quizás en el yate de Conrad el viernes y, bueno, la finca de Windsor el sábado. Si veraneabas aquí -y una pista podía ser que utilizaras la palabra «verano» como verbo-, lo más probable es que tu padre y abuelo también veraneasen aquí. El aire estaba cargado con la espuma del océano y l'eau de la sangre azul.

A cada lado de la isla había dos misteriosas áreas cercadas. Una cerca de las pistas de tenis de hierba, propiedad de los militares. Nadie sabía con exactitud qué pasaba allí, pero los rumores sobre operaciones secretas y secretos tipo Roswell eran interminables.

El otro enclave aislado se hallaba en el extremo sur de la isla. La tierra era propiedad de Gabriel Wire, el excéntrico y recluido líder de HorsePower. El recinto de Wire estaba bañado en secretos: diez hectáreas protegidas por guardias de seguridad y lo último en tecnología de vigilancia. Wire era la excepción en la isla. Parecía estar muy bien viviendo allí, solo y aislado como un paria. De hecho, pensaba Myron, Gabriel Wire se empeñaba en ser un paria.

A lo largo de los años, si había que dar crédito a los rumores, los residentes de sangre azul de la isla habían acabado por aceptar al recluso rockero. Algunos afirmaban haber visto a Gabriel Wire comprando en el mercado. Otros decían que a menudo iba a nadar, solo o acompañado por alguna belleza despampanante, en una tranquila playa a última hora de la tarde. Como todo lo que se decía de Gabriel Wire, era imposible confirmarlo.

La única forma de llegar a la finca de Wire era a través de un camino de tierra con unos cinco mil carteles de «PROHIBIDA LA ENTRADA» y una garita de guardia con una barrera. Myron no hizo caso de los carteles, porque era un especialista en saltarse las reglas. Tras llegar en una embarcación particular, pidió prestado un coche, un impresionante Wiesmann Roadster MF5 que valía más de un cuarto de millón de dólares, propiedad de Baxter Lockwood, un primo de Win que tenía una casa en Biddle Island. Myron pensó en saltarse la barrera, pero quizás al viejo Bax no le gustarían los arañazos en la carrocería.

El guardia apartó la mirada de su novela. Llevaba el pelo corto, gafas de aviador y tenía un porte militar duro. Myron levantó una mano, movió los cinco dedos y le dedicó la sonrisa diecisiete: tímida y encantadora, al estilo del primitivo Matt Damon. Muy deslumbrante.

– Dé la vuelta y váyase -dijo el guardia.

Error. La sonrisa diecisiete sólo funcionaba con las tías guarras.

– Si usted fuese una tía, ahora mismo estaría deslumbrada.

– ¿Por la sonrisa? Lo estoy por dentro. Dé la vuelta y váyase.

– ¿No se supone que debe llamar a la casa y asegurarse de que no me esperan?

– Oh. -El guardia hizo como si cogiera un teléfono con los dedos y simuló una conversación. Después colgó los dedos y dijo-: Dé la vuelta y váyase.

– Estoy aquí para ver a Lex Ryder.

– No lo creo.

– Me llamo Myron Bolitar.

– ¿Tengo que arrodillarme?

– Me bastaría con que levantase la barrera.

El guardia dejó su libro y se levantó sin prisa.

– No lo creo, Myron.

Myron había esperado algo así. Durante los últimos dieciséis años, desde la muerte de una joven llamada Alista Snow, sólo un puñado de personas había visto a Gabriel Wire. Cuando se produjo la tragedia, los medios publicaron centenares de imágenes del carismático cantante. Algunos afirmaban que había recibido un tratamiento preferencial, que como mínimo a Gabriel Wire le tendrían que haber acusado de homicidio involuntario, pero los testigos se echaron atrás e incluso el padre de Alista Snow acabó por dejar de exigir justicia. Fuese cual fuese la razón: exonerado de culpa, sin cargos o con la basura barrida bajo la alfombra, el incidente cambió a Gabriel Wire para siempre. Desapareció y, si había que dar crédito a los rumores, pasó dos años en el Tíbet y la India antes de regresar a Estados Unidos envuelto en una nube de secretismo que hubiese hecho palidecer de envidia a Howard Hughes.

A Gabriel Wire no se le había vuelto a ver en público desde entonces.

Había multitud de rumores. El nombre de Wire se unió a la lista de leyendas conspiratorias, como la falsa llegada del hombre a la Luna, el asesinato de Kennedy y los avistamientos de Elvis con vida; algunos decían que se disfrazaba y se movía con total libertad, que iba al cine, a los clubes y los restaurantes. Otros decían que se había hecho la cirugía plástica o que se había afeitado su famoso pelo rizado y se había dejado crecer la barba. Otros afirmaban que, sencillamente, le encantaba el aislamiento de Biddle Island y que se hacía llevar allí a supermodelos y otras bellezas escogidas. Este último rumor recibió una confirmación añadida cuando un tabloide interceptó una llamada telefónica entre una famosa joven estrella y su madre discutiendo su fin de semana con «Gabriel en Biddle», pero muchos, incluido Myron, sospechaban que se trataba de una historia inventada y publicada, con sospechosa coincidencia, la semana antes de que se estrenara la gran película de la susodicha estrella. En alguna ocasión algún gacetillero recibía el aviso de que a Gabriel se le había visto en algún lugar, pero las fotos nunca eran concluyentes, y siempre se publicaban en el periodicucho que fuese con el titular «¿ES ÉSTE GABRIEL WIRE?». Otros rumores afirmaban que Wire pasaba mucho tiempo ingresado en alguna institución de salud, mientras que otros insistían en que la razón de que se mantuviese apartado de los focos era pura vanidad: su hermoso rostro había quedado marcado en una pelea en un bar de Bombay.

La desaparición de Gabriel Wire no significó el final de HorsePower. De hecho, pasó todo lo contrario. La leyenda de Gabriel Wire creció, como era de esperar. ¿Acaso la gente recuerda a Howard Hughes sólo por ser un tipo rico? ¿Los Beatles tuvieron problemas por los rumores sobre la muerte de Paul McCartney? La excentricidad vende. Gabriel, con la ayuda de Lex, consiguió mantener firme el nivel de producción musical y, aunque dejaron de ganar algo de dinero porque ya no hacían giras, las ventas de discos les compensaba de sobra.

– No estoy aquí para ver a Gabriel Wire -dijo Myron.

– Bien -respondió el guardia-, porque nunca había oído hablar de él.

– Necesito ver a Lex Ryder.

– Tampoco le conozco.

– ¿Le importa si hago una llamada?

– Cuando dé la vuelta y se vaya -dijo el guardia-, por mí puede follarse a un mono.

Myron le observó. Había algo que le resultaba familiar en aquel hombre, pero no sabía qué era.

– Usted no es el típico poli de alquiler.

– Hummm. -El guardia enarcó una ceja-. ¿Quiere deslumbrarme con un halago además de la sonrisa?

– Deslumbrarle por partida doble.

– Si yo fuese una chica guapa, es probable que ahora mismo me estuviese desnudando.

Sí, resultaba evidente no era el poli de alquiler habitual. Tenía los ojos, los modales y la tensión relajada de un auténtico profesional. Ahí había algo que no cuadraba.

– ¿Cuál es su nombre? -preguntó Myron.

– Adivine la respuesta. Venga, adelante. Inténtelo.

– ¿Dé la vuelta y váyase?

– Bingo.

Myron decidió no discutir. Dio la vuelta, al tiempo que sacaba con disimulo la Blackberry modificada por Win. Tenía una cámara con zoom. Fue hasta el final del camino de entrada, sacó la cámara, tomó una foto rápida del guardia. Se la envió por e-mail a Esperanza. Ella sabría qué hacer. Luego llamó a Buzz, que sabría que se trataba de Myron al ver su número en la pantalla.

– No te diré dónde está Lex.

– En primer lugar estoy bien -dijo Myron-. Gracias por cubrirme la espalda en el club anoche.

– Mi trabajo es cuidar de Lex, no de ti.

– En segundo lugar, no tienes que decirme dónde está Lex. Los dos estáis en casa de Wire, en Biddle Island.

– ¿Cómo lo has averiguado?

– Por el GPS de tu teléfono. De hecho, ahora mismo estoy delante de la entrada.

– Espera, ¿ya estás en la isla?

– Sí.

– No importa. No puedes entrar aquí.

– ¿De verdad? Podría llamar a Win. Si estrujamos nuestras mentes, encontraremos la manera.

– Tío, eres un plasta. Mira, Lex no quiere ir a casa. Está en su derecho.

– Tienes razón.

– Eres su agente, por el amor de Dios. Se supone que también deberías cuidar de sus intereses.

– Eso también es verdad.

– Exacto. No eres su consejero matrimonial.

Quizá, quizá no.

– Necesito hablar con él cinco minutos.

– Gabriel no deja entrar a nadie. Joder, si no me permiten salir de la casa de invitados.

– ¿Hay una casa de invitados?

– Dos. Creo que tiene a las chicas en la otra y se las lleva de una en una.

– ¿Chicas?

– ¿Qué, quieres que diga mujeres, que es más políticamente correcto? Eh, todavía es Gabriel Wire. No sé qué edad tienen. En cualquier caso, no se le permite a nadie entrar en el estudio de grabación ni en la casa principal, excepto a través de un túnel.

De nuevo el Dakota.

– Esto es siniestro, Myron.

– ¿Conoces a mi cuñada?

– ¿Quién es tu cuñada?

– Kitty Bolitar. Quizá la conozcas como Kitty Hammer. Estuvo con vosotros anoche en el Three Downing.

– ¿Kitty es tu cuñada?

– Sí.

– …

– ¿Buzz?

– Espera un momento. -Pasó un largo minuto antes de que Buzz se volviera a poner al teléfono-. ¿Conoces el Peacoat? -¿El bar de la ciudad? -Lex se reunirá allí contigo dentro de media hora.


Myron esperaba que el único bar de la isla de los millonarios fuese como el despacho de Win: maderas oscuras, cueros color burdeos, un viejo globo terráqueo, licoreras, cristales gruesos, alfombras orientales y, quizá, cuadros con escenas de caza del zorro. No era el caso. El Peacoat Lodge tenía el aspecto de un abrevadero del barrio más pobre de Irvington, Nueva Jersey. Todo parecía desvencijado. Las ventanas estaban tapadas con anuncios de neón de cervezas. Había serrín en el suelo y una máquina de palomitas en un rincón. Había también una pequeña pista de baile con una bola de espejos. «Mac the Knife», cantada por Bobby Darin, sonaba en los altavoces. La pista estaba llena.

Las edades eran variadas: desde «mayor de edad legal» a «un pie en la tumba». Los hombres vestían camisas Oxford azul con suéteres atados a los hombros o americanas verdes que Myron sólo había visto llevar a los campeones del Master. Bien conservadas, aunque no operadas ni con implantes de bótox, las mujeres vestían blusas rosa Lilly Pulitzer y deslumbrantes pantalones blancos. Los rostros se veían rubicundos por la endogamia, el ejercicio y la bebida.

Esa isla era extraña.

Al «Mac the Knife» de Bobby Darin le siguió un dueto de Eminem y Rihanna que iba de mirar cómo un amante se quemaba y de amar la manera de mentir de dicho amante. Es un cliché que las personas blancas no saben bailar, pero allí el cliché era concreto e implacable. La canción podía cambiar, pero los limitados pasos de baile no se alteraban de manera visible. Ni siquiera el ritmo o la falta de él. Demasiados hombres chasqueaban los dedos cuando bailaban, como si fueran Dino y Frank actuando en el Sands.

El camarero, que mostraba una sonrisa sospechosa y un peinado digno de la Pompadour, le preguntó:

– ¿Qué le sirvo?

– Cerveza -contestó Myron.

Pompadour siguió mirándole y esperando.

– Cerveza -repitió Myron.

– Si, ya le he oído. Es que no había oído a nadie pedir eso antes.

– ¿Una cerveza?

– Sólo la palabra cerveza. Aquí la costumbre es decir la marca. Bud, Michelob, o lo que sea.

– Oh, ¿qué marcas tiene?

El camarero comenzó a recitar algo así como un millón de marcas. Myron le interrumpió cuando dijo Flying Fish Pale Ale, más que nada porque le gustó el nombre. La cerveza resultó ser horrible, pero Myron no era un experto. Se sentó en un reservado de madera, cerca de un grupo de encantadoras mujeres jóvenes. Era difícil adivinar sus edades. Las mujeres hablaban en algo que sonaba a escandinavo.

Myron no era lo bastante bueno con las lenguas extranjeras para saber en qué idioma hablaban. Varios de los hombres de rostro rubicundo las arrastraban a la pista de baile. Niñeras, comprendió Myron, o, más exactamente, chicas au pair.

Al cabo de unos pocos minutos se abrió la puerta del bar. Entraron dos hombres fornidos con unos andares que parecía que estuviesen apagando incendios. Ambos llevaban gafas de sol estilo aviador, vaqueros y chaquetas de cuero, pese a que afuera hacía cuarenta grados. Gafas de sol para entrar en un bar en penumbra; eso sí que es querer hacerse el duro. Uno de los hombres dio un paso a la izquierda y el otro a la derecha. El de la derecha asintió.

Lex entró con aspecto muy comprensible de sentirse avergonzado por el espectáculo de los guardaespaldas. Myron levantó una mano y le hizo señas. Los dos guardaespaldas se acercaron hacia él, pero Lex les detuvo. No parecían muy contentos, pero se quedaron junto a la puerta. Lex se acercó y se sentó en el reservado.

– Los tipos de Gabriel -dijo Lex a modo de explicación-. Insistió en que viniesen.

– ¿Por qué?

– Porque es un psicópata y cada día está más paranoico, por eso.

– Por cierto, ¿quién es el tipo de la entrada?

– ¿Qué tipo?

Myron se lo describió. El color desapareció del rostro de Lex.

– ¿Estaba en la entrada? Habrás puesto en marcha un sensor cuando llegaste. Por lo general está dentro.

– ¿Quién es?

– No lo sé. No es lo que se dice un tipo amistoso.

– ¿Le habías visto antes?

– No lo sé -contestó Lex un poco demasiado rápido-. Mira, a Gabriel no le gusta que hable de su seguridad. Como te acabo de decir, es un paranoico. Olvídalo, no es importante.

A Myron no le importaba demasiado. No había venido aquí para aprender nada sobre el estilo de vida de una estrella del rock.

– ¿Quieres beber algo?

– No, esta noche trabajaremos hasta tarde.

– ¿Entonces por qué te escondes?

– No me escondo. Estamos trabajando. Es lo que hacemos siempre. Gabriel y yo nos encerramos solos en su estudio. Componemos música. -Miró a los dos fornidos guardaespaldas-. ¿Qué haces aquí, Myron? Ya te lo dije: Estoy bien. Esto no te concierne.

– Ahora ya no se trata sólo de ti y Suzze.

Lex soltó un suspiro y se echó hacia atrás. Con el pelo recogido en una coleta, los mechones grises se hacían más pronunciados. Lex, como muchos viejos rockeros, tenía aspecto consumido, con la piel como la corteza de un árbol viejo.

– ¿Qué, ahora es por ti?

– Quiero saber más sobre Kitty.

– Tío, tampoco soy su guardián.

– Sólo dime dónde está, Lex.

– No tengo ni idea.

– ¿No tienes una dirección o un número de teléfono?

Lex sacudió la cabeza.

– ¿Entonces cómo acabó contigo en el Three Downing?

– No sólo ella -respondió Lex-. Éramos una docena.

– No me importan los demás. Sólo quiero saber cómo Kitty acabó con vosotros.

– Kitty es una vieja amiga -afirmó Lex, y se encogió de hombros de forma exagerada-. Apareció de la nada, llamó y comentó que le apetecía salir. Le dije dónde estábamos.

Myron le observó.

– Bromeas, ¿no?

– ¿Qué?

– ¿Que llamó de la nada para salir? Por favor.

– Oye, Myron, ¿por qué me haces todas estas preguntas? ¿Por qué no le preguntas a tu hermano dónde está?

Silencio.

– Ah -dijo Lex-, ya veo. ¿Entonces haces esto por tu hermano?

– No.

– Sabes que me encanta el rollo filosófico, ¿verdad?

– Sí.

– Aquí tienes un pensamiento muy sencillo: las relaciones son complicadas. Sobre todo los asuntos del corazón. Tienes que dejar que la gente arregle sus propias cosas.

– ¿Dónde está, Lex?

– Ya te lo he dicho. No lo sé.

– ¿Le preguntaste por Brad?

– ¿Su marido? -Lex frunció el entrecejo-. Ahora me toca a mí decir «bromeas, ¿no?».

Myron le dio una copia de la foto del tipo de la coleta que había sacado con la cámara de seguridad.

– Kitty estaba con ese tipo en el club. ¿Le conoces?

Lex le echó una mirada y sacudió la cabeza.

– No.

– Era parte de tu grupo.

– No -dijo Lex-, no lo era.

Suspiró, cogió una servilleta de papel y la comenzó a romper en tiras.

– Dime lo que pasó, Lex.

– No pasó nada. Quiero decir, que nada importante. -Lex miró hacia la barra. Un tipo regordete con un polo de golf charlaba con una de las chicas au pair. Sonaba «Shout», de los Tears for Fears, y todos en el bar coreaban «¡Grita!» en el momento correcto. Los tipos que habían estado chasqueando los dedos en la pista seguían chasqueándolos.

Myron esperó; le dio tiempo a Lex.

– Mira, Kitty me llamó -añadió Lex-. Dijo que necesitaba hablar conmigo. Parecía desesperada. Ya sabes que nos conocemos desde hace mucho. Recuerdas aquellos días, ¿no?

Hubo un tiempo en que los dioses del rock salían con las estrellas del tenis. Myron había formado parte de aquello, cuando acababa de salir de la facultad y andaba buscando clientes para su flamante agencia. También su hermano menor, Brad, disfrutaba del verano antes de sus años en la universidad, y era la sombra de su hermano mayor. Aquel verano había comenzado con muchas promesas. Había acabado con el amor de su vida y eso le partió el corazón, y Brad desapareció de su vida para siempre.

– Lo recuerdo -asintió Myron.

– En cualquier caso supuse que Kitty sólo quería saludarme. Por los viejos tiempos. Siempre me sentí mal por ella, ya sabes, toda una carrera perdida como si nada. Supongo que también sentía curiosidad. Han pasado quince años desde que renunció.

– Algo así.

– Así que Kitty se reunió con nosotros en el club, y de inmediato noté que algo no iba bien.

– ¿En qué sentido?

– Temblaba como una hoja, tenía los ojos vidriosos. Tío, sé cuándo alguien está colgado en cuanto lo veo. Dejé de consumir hace mucho tiempo. Suzze y yo ya pasamos por aquella guerra. No lo tomes como una ofensa, pero Kitty todavía sigue consumiendo. No vino a decirme hola. Vino a buscar droga. Cuando le dije que ya no estaba en aquello me pidió dinero. Le dije que no también a eso. Así que ella siguió.

– ¿Siguió?

– Sí.

– ¿Qué quieres decir con eso de que siguió?

– ¿Qué parte no entiendes, tío? Es una ecuación sencilla. Kitty es una yonqui y nosotros no le íbamos a dar una dosis. Por lo tanto, se enganchó con algún otro que pudiera ayudarla.

Myron levantó la foto de Coleta.

– ¿Este tipo?

– Supongo.

– ¿Y después qué?

– Después nada.

– Dijiste que Kitty era una vieja amiga.

– Sí, ¿y qué?

– ¿No se te ocurrió intentar ayudarla?

– ¿Ayudarla cómo? -preguntó Lex, y levantó las palmas hacia el cielo-. ¿Qué tenía que hacer, organizar una intervención allí mismo, en el club? ¿Llevarla por la fuerza a rehabilitación?

Myron no dijo nada.

– No conoces a los yonquis.

– Recuerdo cuando eras uno de ellos -dijo Myron-. Recuerdo cuando tú y Gabriel os gastabais toda la pasta en drogas y en el blackjack.

– Drogas y blackjack. -Lex sonrió-. ¿Y cómo es que nunca nos ayudaste entonces?

– Quizá tendría que haberlo hecho.

– No, no podrías haber ayudado. Un hombre tiene que encontrar su propio camino.

Myron se lo preguntó. Se preguntó por Alista Snow, y se preguntó si de haber intervenido antes en la situación de Gabriel Wire podría haberla salvado. Estuvo a punto de decir algo, pero ¿de qué serviría?

– Sigues intentando arreglar las cosas -añadió Lex-, pero el mundo tiene flujos y reflujos. Si te metes, sólo sirve para empeorarlo. No siempre es tu batalla, Myron. ¿Te importa si te doy un rápido ejemplo de tu pasado?

– Supongo que no -admitió, y lamentó las palabras en el momento en que salieron de sus labios.

– Cuando te conocí por primera vez, hace tantos años, tenías una novia de verdad, ¿cierto? Jessica algo. La escritora.

El arrepentimiento comenzaba a tomar forma y a expandirse.

– Entonces ocurrió algo malo entre vosotros. No sé qué. Entonces tenías, ¿cuántos, veinticuatro, veinticinco años?

– ¿Qué quieres decir, Lex?

– Yo era un gran aficionado al baloncesto, así que conocía toda tu historia. Elegido en la primera ronda para los Boston Celtics. Se esperaba que fueses la siguiente superestrella, con todos los planetas alineados, y entonces vas y te jodes la rodilla en un partido de la pretemporada. La carrera acabada, así, sin más.

Myron hizo una mueca.

– ¿Qué quieres decir?

– Escúchame un segundo, ¿vale? Así que ingresas en la Facultad de Derecho en Harvard y después vas al club de tenis de Nick para reclutar a aquellas jugadoras. No tenías ninguna probabilidad contra los grandes como IMG y TruPro. Quiero decir, ¿quién eras tú? Acababas de salir de la facultad. Pero pescas a Kitty, la mejor promesa, y luego, cuando ella renuncia al deporte, pillas a Suzze. ¿Sabes cómo lo hiciste?

– De verdad, no veo la relevancia que puede tener eso.

– Sólo sígueme un momento. ¿Sabes cómo?

– Supongo que hice un buen discurso.

– No. Las pescaste de la misma manera que me pescaste a mí cuando oí que ampliabas el negocio más allá de los deportes. Hay decencia en ti, Myron. Una persona lo intuye de inmediato. Sí, hiciste una buena oferta y, digamos la verdad, tener a Win como encargado de las finanzas te da una gran ventaja. Pero lo que te distingue es que sabemos que te preocupas en serio. Sabemos que nos rescatarás si tenemos problemas. Sabemos que te dejarías cortar una mano antes de robarnos un centavo.

– Con el debido respeto -dijo Myron-, sigo sin ver adónde quieres ir a parar.

– Así que cuando Suzze te llama para decirte que hemos tenido una pelea, vienes corriendo. Es tu trabajo. Estás contratado para hacerlo. Pero a menos que una persona esté contratada, bueno, yo tengo una filosofía diferente: las cosas ondulan.

– Caray, ¿puedo anotarlo? -Myron imitó el gesto de sacar una estilográfica y escribir-. Las cosas ondulan. Fantástico. Ya está.

– Deja de hacer el gilipollas. Lo que trato de decirte es que las personas no deben entrometerse, ni siquiera con la mejor de las intenciones. Es peligroso y es una intromisión. Cuando tú y Jessica tuvisteis vuestro gran problema, ¿hubieses querido que todos nosotros hubiésemos intentado entrometernos y ayudar?

Myron le observó inexpresivo.

– ¿Estás comparando mis problemas con una novia con tu desaparición cuando tu mujer está embarazada?

– Sólo en un aspecto: es una tontería y, francamente, un tanto ególatra por tu parte creer que tienes esa clase de poder. Lo que está pasando entre Suzze y yo no es asunto tuyo. Tienes que respetarlo.

– Ahora que te he encontrado y sé que estás bien, lo respeto.

– Vale. Y a menos que tu hermano o tu cuñada te pidan ayuda, bueno, te estás metiendo en un asunto del corazón. El corazón es como una zona de guerra. Es como cuando intervenimos en otros países, en Irak o Afganistán. Crees que estás actuando como un héroe y arreglando las cosas, pero en realidad sólo las estás empeorando.

Myron le observó de nuevo, inexpresivo.

– ¿Acabas de comparar mi preocupación por mi cuñada con las guerras en el exterior?

– Como Estados Unidos de América, te estás entrometiendo. La vida es como un río, y cuando cambias su curso, eres el responsable de adónde va.

Un río. Suspiro.

– Por favor, para.

Lex sonrió y se levantó.

– Es mejor que me vaya.

– ¿Así que no tienes ni idea de dónde está Kitty?

Lex suspiró.

– No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho.

– Sí, te he escuchado -dijo Myron-. Pero algunas veces las personas tienen problemas. Algunas veces necesitan que las ayuden.

Y algunas veces las personas que necesitan ayuda no tienen el valor de pedirla.

Lex asintió.

– Debe de ser cosa de los dioses saber cuándo ocurre.

– No siempre hago la jugada correcta.

– Nadie lo hace. Por eso lo mejor es dejar a la gente en paz. Pero te diré una cosa, por si te sirve de ayuda. Kitty dijo que se marchaba por la mañana. Que volvía a Chile, Perú o a algún lugar así. Así que yo diría que si quieres ayudar, quizá llegues un poco tarde a la fiesta.

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