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Win sabía cómo conseguir una cita inmediata con Herman Ache. Windsor Horne Lockwood III, al igual que Windsor Horne Lockwood II y Windsor Horne Lockwood, había nacido con un tee de golf de plata en la boca. Sus antepasados habían sido los primeros socios del Merion Golf Club de Ardmore, en las afueras de Filadelfia. Win también era socio de Pine Valley, considerado el campo de golf número uno del mundo, a pesar de estar cerca de un parque acuático en la parte sur de Nueva Jersey, y, para poder jugar en un gran campo cerca de la ciudad de Nueva York, Win se había hecho socio del Ridgewood Golf Club, un diseño de A. W. Tillinghast con veintisiete hoyos que rivalizaba con los mejores campos del mundo.

Herman Ache, el antiguo mafioso, quería más al golf que a sus hijos. Parecía una exageración pero, tras su reciente visita a la penitenciaría federal, Win estaba seguro de que Herman Ache quería más al golf que a su hermano Frank. Así que Win llamó al despacho de Herman aquella mañana y le invitó a jugar una vuelta en Ridgewood aquel mismo día. Herman Ache aceptó sin el menor titubeo.

Herman Ache era demasiado astuto para no saber que Win se traía algo entre manos, pero no le importaba. Era una buena ocasión para jugar en Ridgewood; una oportunidad poco frecuente, incluso para el más rico y más poderoso de los jefes de la mafia. Hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso a caer en una trampa de los federales, si eso significaba jugar en uno de los más legendarios campos de Pine Valley.

– Gracias de nuevo por invitarme -repitió Herman.

– Es un placer.

Estaban en la salida del hoyo uno, conocido como Uno Este. No se permitían los móviles en el campo, pero Win había hablado con Myron antes de salir y ya se había enterado de la conversación entre Myron y Karl Snow. Win no estaba seguro de lo que significaba. Despejó su mente y se acercó a la bola. Soltó el aliento y partió la calle en dos con un drive de doscientos sesenta metros.

Herman Ache, que tenía un swing más feo que la axila de un mono, fue el siguiente. Su bola salió desviada a la izquierda, por encima de los árboles, y casi acabó en la ruta 17.

Herman frunció el entrecejo. Miró el palo, dispuesto a echarle la culpa.

– ¿Sabes qué? Vi a Tiger dar este mismo golpe en este hoyo en el Barclay Open.

– Sí -dijo Win-. Tú y Tiger sois prácticamente intercambiables en las salidas.

Herman Ache sonrió con sus afiladas fundas dentales. A pesar de estar cerca de cumplir los ochenta, vestía un polo de color amarillo Nike Dri-Fit y, siguiendo la última moda del golf, pantalones blancos ajustados, anchos en el dobladillo y sostenidos por un grueso cinturón negro, con una hebilla de plata del tamaño de un tapacubos.

Ache pidió un Mulligan, la repetición de la jugada, algo que Win nunca hacía cuando le invitaba alguien, y colocó otra bola en el tee.

– Déjame preguntarte algo, Win.

– Por favor, hazlo.

– Como ya sabes, soy un hombre mayor.

Ache volvió a sonreír. Intentaba actuar como un abuelo bondadoso, pero con aquellos dientes parecía un lémur. Herman Ache tenía ese tipo de bronceado, más naranja que marrón, y ese abundante pelo gris que sólo el dinero podía comprar; en resumen, llevaba un peluquín de los más caros. Su rostro no tenía ni una arruga ni se movía. Bótox. En grandes cantidades. Su piel era demasiado aceitosa, demasiado brillante, así que se parecía un poco a las figuras que Madame Toussaud creaba en sus momentos de ocio. El cuello le denunciaba. Era flaco y fofo, le colgaba como el escroto de un viejo.

– Lo sé -dijo Win.

– Y como ya sabes, me ocupo y soy propietario de una variada cantidad de empresas legales.

Cuando un hombre siente la necesidad de decirte que sus empresas son «legales», bueno, está claro que no lo son.

Win contestó con un sonido nada comprometido.

– Me pregunto si podrías considerar la posibilidad de patrocinarme para que me acepten como socio -añadió Herman Ache-. Con tus relaciones y tu nombre, si tú me patrocinases, creo que tendría muchas posibilidades de que me aceptaran.

Win se esforzó en no perder el color. También consiguió no llevarse la mano al corazón y tambalearse, aunque no fue fácil.

– Podemos discutirlo -dijo.

Herman se colocó detrás de la bola, entrecerró los ojos y estudió la calle como si estuviese buscando el Nuevo Mundo. Se acercó a la bola, se colocó junto a ella y realizó cuatro swings de práctica tremendamente lentos. Los caddies intercambiaron una mirada. Herman miró de nuevo la calle. Si esto hubiese sido una película, ahora se verían volar las manecillas del reloj, las páginas de un calendario arrastradas por el viento y las hojas volviéndose marrones, se vería caer la nieve, salir el sol y, al final, todo el paisaje de color verde.

El credo del golf número doce de Win. Es completamente aceptable ser un pésimo jugador de golf. No es en absoluto aceptable que juegues mal y seas lento.

Herman por fin ejecutó el golpe; otro golpe cerrado a la izquierda. La bola pegó en un árbol, volvió a la calle y entró en juego. Los caddies parecieron aliviados. Win y Ache hicieron los dos primeros hoyos hablando de tonterías. El golf, por naturaleza, es un juego maravillosamente egoísta. Te preocupas por tu resultado y nada más. Es algo muy bueno en muchos sentidos, pero no sirve para otra cosa que para mantener una conversación entretenida.

En la salida del tercer hoyo, el famoso par cinco con el green elevado, ambos miraron el paisaje, el silencio, el verde, la tranquilidad. Era fabuloso. Por un momento nadie se movió ni habló. Win respiraba con calma, casi con los ojos cerrados. Un campo es un santuario. Es fácil reírse, y el golf es la más sorprendente de las empresas, juega con la mente hasta de los participantes más veteranos, pero cuando Win estaba jugando en un día como el de hoy, cuando miraba la relajante extensión verde, había momentos en los que él, un agnóstico de primera, casi se sentía bendecido.

– ¿Win?

– ¿Sí?

– Gracias -dijo Herman Ache. Una lágrima asomaba por sus ojos-. Gracias por esto.

Win miró al hombre. El hechizo se rompió. No era el hombre con quien quería compartir este momento. «Sin embargo, aquí hay una apertura», pensó.

– ¿Por mi apoyo para que te admitan como socio?

Herman Ache miró a Win con la esperanza de un náufrago.

– ¿Sí?

– ¿Qué debería decirle a la junta de admisión sobre tus intereses comerciales?

– Ya te lo he dicho. Ahora soy completamente legal.

– Ah, pero conocerán tu pasado.

– En primer lugar, aquello es el pasado. Y en cualquier caso no fui yo. Deja que te pregunte algo, Win: ¿Cuál es la diferencia entre el Herman Ache de ahora y el Herman Ache de hace cinco años?

– ¿Por qué no me lo dices?

– Oh, lo haré. La diferencia es que ya no hay ningún Frank Ache.

– Comprendo.

– Todos aquellos asuntos criminales, toda esa violencia, no fui yo. Fue mi hermano Frank. Tú le conoces, Win. Frank es vulgar. Es violento y escandaloso. Hice todo lo posible por contenerle. Fue él quien causó todos los problemas. Se lo puedes decir a la junta.

Vender a su hermano para ser socio de un club de golf. Todo un príncipe.

– No estoy muy seguro de que criticar a tu propio hermano le siente bien al comité de admisiones -señaló Win-. Aquí tienen en gran estima los valores familiares.

Cambio de miradas, cambio de táctica.

– Oh, no lo estoy criticando. Mira, yo quiero mucho a Frank. Es mi hermano menor y siempre lo será. Cuido de él. ¿Sabes que está cumpliendo condena?

– Lo he oído -asintió Win-. ¿Le visitas?

– Claro, todas las semanas. Lo curioso es que a Frank le encanta estar allí.

– ¿En la cárcel?

– Tú conoces a Frank. Casi dirige el lugar. Te seré sincero. Yo no quería que él aceptase todas las culpas, pero Frank, bueno, insistió. Él quería sacrificarse por toda la familia, y como mínimo, debo asegurarme de que esté bien atendido.

Win observó el rostro y el lenguaje corporal del viejo. Nada. La mayoría de las personas creen que de alguna manera puedes adivinar cuándo un hombre te está mintiendo: que hay unas señales claras del engaño y que si aprendes a distinguirlas, puedes saber cuándo alguien dice la verdad o una mentira. Los que creen en semejante tontería se engañan. Herman Ache era un psicópata. Casi con total seguridad había asesinado, o, para ser más exactos, había ordenado asesinar a más personas de las que Frank habría matado nunca. Frank Ache era previsible: su ataque frontal se podía prever con facilidad, y por lo tanto, se podía evitar. Herman Ache trabajaba más como una serpiente en la hierba, un lobo con piel de cordero, y por consiguiente era mucho más peligroso.

Las barras del hoyo siete las habían colocado hoy más cerca, así que Win dejó el driver para usar la madera tres.

– ¿Puedo hacerte una pregunta sobre uno de tus intereses comerciales?

Herman Ache miró a Win y, ahora sí, la serpiente no estaba tan escondida.

– Háblame de tu relación con Gabriel Wire.

Incluso un psicópata puede parecer sorprendido.

– ¿Por qué demonios quieres saber eso?

– Myron representa a su socio.

– ¿Y?

– Sé que en el pasado tú te ocupabas de sus deudas de juego.

– ¿Crees que eso es ilegal? Está bien que el gobierno venda lotería. Está bien que Las Vegas y Atlantic City acepten apuestas, pero si lo hace un empresario honrado es un crimen.

Win se esforzó en evitar bostezar.

– ¿Así que todavía te ocupas del juego de Gabriel Wire?

– No entiendo cómo puede ser asunto tuyo. Wire y yo tenemos unos acuerdos comerciales legítimos. Es todo lo que necesitas saber.

– ¿Acuerdos comerciales legítimos?

– Así es.

– Pero estoy confuso -añadió Win.

– ¿Por?

– ¿Qué tipo de arreglo comercial legítimo puede hacer que Evan Crisp vigile la casa de Wire en Biddle Island?

Sin soltar el palo, Ache se quedó inmóvil. Se lo devolvió al caddie y se quitó el guante blanco de la mano izquierda. Se acercó a Win.

– Escúchame -dijo en voz baja-. No es una cuestión en la que tú y Myron debáis inmiscuiros. Confía en mí. ¿Conoces a Crisp?

– Sólo por su reputación.

Ache asintió.

– Entonces ya sabes que no vale la pena.

Herman dirigió a Win otra mirada dura y se volvió a su caddie. Se puso el guante y pidió el driver. El caddie se lo dio y luego se dirigió hacia el bosque de la izquierda, porque parecía el terreno que preferían las bolas de Herman Ache.

– No tengo el menor interés en perjudicar tus negocios -dijo Win-. Es más, no tengo ningún interés en Gabriel Wire.

– ¿Entonces qué quieres?

– Quiero saber qué pasó con Suzze T, con Alista Snow y con Kitty Bolitar.

– No sé de qué me hablas.

– ¿Quieres oír mi teoría?

– ¿Sobre qué?

– Volvamos dieciséis años atrás -dijo Win-. Gabriel Wire te debe una gran cantidad de dinero por las deudas de juego. Es un drogadicto, un perseguidor de faldas plisadas…

– ¿Plisadas?

– Le gustan jóvenes -explicó Win.

– Oh, ahora lo entiendo. Plisadas.

– Me alegro. Gabriel Wire también es algo importante para ti, un jugador compulsivo. En resumen, es un desastre, aunque muy rentable. Tiene dinero y un enorme potencial para ganarlo, y los intereses de sus deudas continúan siendo interés compuesto. ¿Hasta aquí me sigues?

Herman Ache no dijo nada.

– Entonces Wire va demasiado lejos. Después de un concierto en el Madison Square Garden invita a Alista Snow, una ingenua niña de dieciséis años, a su habitación. Wire le da Rohypnol, cocaína y cualquiera otra droga que tiene por allí, y la chica acaba saltando por el balcón. Le entra el pánico. O quizá, como es un bien tan importante, tú ya tienes a un hombre en la escena. Quizá Crisp. Arreglas el follón, intimidas a los testigos e incluso compras a la familia Snow; lo que sea para proteger a tu chico. Ahora te debe más pasta. No sé cuáles son los arreglos comerciales legítimos que hicisteis, pero imagino que Wire te tiene que pagar… ¿la mitad de sus ganancias? Tienen que ser varios millones de dólares al año como mínimo.

Herman Ache se limitó a mirarle, esforzándose por no empezar a echar espuma por la boca.

– ¿Win?

– ¿Sí?

– Sé que a ti y a Myron os gusta pensar que sois unos tipos duros -dijo Ache-, pero ninguno de los dos está hecho a prueba de balas.

– Vaya, vaya. -Win separó los brazos-. ¿Qué ha pasado con el señor Legal? ¿El señor Empresario Legítimo?

– Quedas advertido.

– Por cierto, visité a tu hermano en la cárcel.

El rostro de Herman se descompuso.

– Te envía saludos.

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