20

La dirección en Kasselton correspondía a un pequeño centro comercial con cuatro locales. El King's Supermarket era el principal. Los otros tres locales albergaban la Renato's Pizzeria, una heladería llamada SnowCap, donde podías hacerte tu propio helado, y una vieja barbería llamada Sal and Shorty Joe's Hair-Clipping, con el clásico poste rojo y blanco en la fachada.

¿Qué habría venido a hacer aquí Suzze?

Había supermercados, heladerías y pizzerías mucho más cerca de su casa, y Myron dudaba que Sal o Shorty Joe le cortasen el pelo a Suzze. ¿Por qué conducir hasta aquí? Myron permaneció ahí parado, esperando que se le ocurriera alguna respuesta. Pasaron un par de minutos. La respuesta no llegaba, así que Myron decidió darle un empujón.

Comenzó por el King's Supermarket. Sin saber qué otra cosa hacer, mostró la foto de Suzze T y preguntó si alguien la había visto. Un recurso de la vieja escuela. Como Sal y Shorty Joe. Unas cuantas personas reconocieron a Suzze de su época de tenista famosa. Algunos la habían visto en las noticias de la noche de ayer y supusieron que Myron era un poli, una suposición que él no intentó desmentir. Al final resultó que nadie la había visto en el supermercado.

Primer fallo.

Myron salió. Echó un vistazo al aparcamiento. ¿Qué otras posibilidades habría? Tal vez Suzze había venido hasta aquí para comprar droga. Los vendedores de drogas, sobre todo en los suburbios, utilizaban siempre los aparcamientos públicos. Aparcas el coche junto a otro, bajas la ventanilla de tu lado, alguien tira el dinero de un coche al otro y alguien tira la droga al tuyo.

Intentó imaginárselo. ¿Suzze, la mujer que le había hablado la noche anterior de los secretos y de su preocupación por ser demasiado competitiva? ¿La mujer embarazada de ocho meses que entró en su oficina dos días antes diciendo «soy rematadamente feliz» habría venido hasta este centro comercial a comprar heroína para matarse?

Lo siento pero no, Myron no podía creer eso.

Quizá tenía que encontrarse con alguien, no con un vendedor de drogas, en este aparcamiento. Tal vez sí, o tal vez no. Hasta el momento aún no había realizado un gran trabajo detectivesco. Vale, aún quedaba mucho por hacer. La Renato's Pizzeria estaba cerrada. La barbería, en cambio, funcionaba a pleno rendimiento. A través del cristal del escaparate, Myron vio a varios hombres mayores hablar, discutían de manera amable, como lo hacen las personas con aspecto de estar muy contentas. Se volvió hacia la heladería. Alguien estaba colgando un cartel que decía «¡Feliz cumpleaños, Laurent!». Varias niñas, de unos ocho o nueve años, entraban cargadas con paquetes de regalos de cumpleaños. Sus madres las llevaban de la mano; parecían cansadas y agobiadas, pero felices.

«Soy rematadamente feliz», volvió a oír la voz de Suzze.

Así, pensó mientras miraba a las madres, debió de ser la vida de Suzze. Era lo que Suzze quería. Las personas hacen tonterías. Se desprenden de la felicidad como si fuese una servilleta sucia. Podría haber vuelto a suceder: Suzze estaba muy cerca de la verdadera felicidad, pero lo había estropeado otra vez, como de costumbre.

Miró a través del escaparate de la heladería y vio a las niñas alejarse de las madres y saludarse las unas a las otras con gritos y abrazos. El local era un torbellino de colores y movimientos. Las madres se congregaron en el rincón donde estaba la cafetera. Myron intentó de nuevo imaginarse a Suzze en ese lugar, en su ambiente, y entonces vio a aquel hombre detrás del mostrador que le miraba. Era un hombre mayor, de unos sesenta y tantos, con barriga y un peinado para disimular la calva que podría ganar un premio. Miraba a Myron a través de unas gafas demasiado elegantes, como las que podría llevar un arquitecto de moda, y no paraba de acomodárselas sobre la nariz.

El gerente, se dijo Myron. Sin duda siempre miraba de esta manera a través del escaparate, para vigilar su territorio, un entrometido. Perfecto. Myron se acercó a la puerta con la foto de Suzze T preparada. En el momento en que llegó a la puerta, el hombre ya estaba allí y la mantenía abierta.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó el hombre.

Myron le mostró la foto. El hombre la miró y cerró los ojos.

– ¿Conoce a esta mujer?

La voz del hombre sonó muy distante.

– Hablé con ella ayer.

El tipo no tenía pinta de camello.

– ¿De qué hablaron?

El hombre tragó saliva y apartó la vista.

– Mi hija -respondió-. Me preguntó algo acerca de mi hija.


– Sígame -dijo el hombre.

Pasaron por detrás del mostrador de los helados. La mujer que lo atendía estaba en una silla de ruedas. Mostraba una gran sonrisa y le explicaba a un cliente los extraños nombres de los sabores de los helados y los ingredientes que se podían combinar. Myron dirigió la vista a la izquierda. La fiesta estaba en plena marcha. Las niñas se turnaban para mezclar y triturar helados para crear sus propios sabores. Dos niñas que ya tenían edad para ir al instituto ayudaban con las porciones grandes, mientras otra mezclaba trozos de galleta, nueces, chocolate y cereales.

– ¿Le gustan los helados? -preguntó el hombre.

Myron separó las manos.

– ¿A quién no?

– Por suerte a muy pocas personas, toco madera. -El hombre golpeó el mostrador con cubierta de formica con los nudillos al pasar-. ¿Qué sabor le preparo?

– Estoy bien, gracias.

Pero el hombre no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta.

– ¿Kimberly?

La mujer en la silla de ruedas le miró.

– Prepárale a nuestro invitado el SnowCap Melter.

– Por supuesto.

La tienda estaba llena de carteles con el logo de SnowCap Ice Cream. Esto tendría que habérselo dicho antes. SnowCap. Snow. Myron miró de nuevo el rostro del hombre. Los últimos quince años no habían sido amigos ni enemigos del hombre, un envejecimiento convencional, pero Myron empezó a encajar las piezas.

– Usted es Karl Snow -dijo Myron-. El padre de Alista.

– ¿Es poli? -le preguntó a Myron.

Myron titubeó.

– No importa. No tengo nada que decir.

Myron decidió darle una ayudita.

– ¿Va a ayudar a encubrir otro asesinato?

Myron esperaba una reacción de sorpresa o de enfado, pero en cambio recibió una firme sacudida.

– He leído los periódicos. Suzze T murió de una sobredosis.

– Correcto, y su hija sólo se cayó por una ventana.

Myron lamentó haber pronunciado esas palabras en el mismo momento en que salieron de sus labios. Se había precipitado. Esperó el estallido, pero no se produjo. El rostro de Karl Snow se distendió.

– Siéntese. Dígame quién es usted.

Myron se sentó frente a Karl Snow y se presentó. Detrás de Snow, la fiesta de cumpleaños de Laurent era cada vez más bulliciosa. Myron pensó en la yuxtaposición obvia -la fiesta de cumpleaños de una niña atendida por un hombre que había perdido a su hija-, pero lo dejó correr enseguida.

– Las noticias decían que había muerto de una sobredosis -dijo Karl Snow-. ¿Es cierto?

– No estoy seguro -contestó Myron-. Es lo que estoy tratando de averiguar.

– No lo entiendo. ¿Por qué usted? ¿Por qué no la policía?

– ¿Podría decirme por qué vino aquí?

Karl Snow se echó hacia atrás y volvió a acomodarse las gafas en la nariz.

– Déjeme preguntarle algo antes de hablar de eso. ¿Tiene usted alguna prueba de que Suzze T fue asesinada, sí o no?

– Para empezar -dijo Myron-, está el hecho de que estaba embarazada de ocho meses y que esperaba con ansia fundar una familia.

Él no pareció impresionado.

– No parece una gran prueba.

– No lo es -admitió Myron-. Pero hay algo que sé a ciencia cierta. Suzze estuvo aquí ayer. Habló con usted. Y unas pocas horas más tarde estaba muerta.

Miró detrás de él. La joven en la silla de ruedas se acercaba a ellos con un helado monstruosamente grande. Myron iba a levantarse para ayudarla, pero Karl Snow sacudió la cabeza y se quedó donde estaba.

– Un SnowCap Melter -dijo la mujer, y lo puso delante de Myron-. Que lo disfrute.

El helado hubiese costado meterlo en el maletero de un coche. Myron pensaba que la mesa iba a ceder bajo su peso.

– ¿Es para una sola persona? -preguntó.

– Sí -contestó ella.

Myron la observó.

– ¿Viene con una angioplastia, o quizá con una inyección de insulina?

Ella puso los ojos en blanco.

– Caray, nunca había oído decir eso.

– Señor Bolitar, le presento a mi hija Kimberly -dijo Karl Snow.

– Encantada de conocerle -contestó Kimberly, y le dedicó una de esas sonrisas que hacen que hasta los cínicos piensen en seres celestiales.

Charlaron durante un par de minutos. Ella era la encargada, Karl sólo era el propietario, y luego la joven volvió detrás del mostrador.

Karl aún miraba a su hija cuando dijo.

– Tenía doce años cuando Alista… -Se detuvo, como si no estuviese seguro de qué palabra utilizar-. Su madre murió dos años antes, de cáncer de mama. No lo llevé bien. Empecé a beber demasiado. Kimberly nació minusválida. Necesitaba una atención constante. Supongo que Alista se perdió por las grietas.

Como si hubiese sido una señal, se oyó un estallido de risas en la fiesta infantil, detrás de él. Myron contempló a Lauren, la niña que celebraba su cumpleaños. Ella también sonreía, y un aro de chocolate se había formado alrededor de su boca.

– No tengo ningún interés en perjudicarle a usted ni a su hija -afirmó Myron.

– Si hablo con usted ahora -dijo Snow con voz pausada-, necesito que me prometa que nunca volveré a verle. No quiero que la prensa se meta otra vez en nuestras vidas.

– Se lo prometo.

Karl Snow se frotó el rostro con las dos manos.

– Suzze quería saber algo sobre la muerte de Alista.

Myron esperó a que dijese algo más. Al ver que no lo hacía, preguntó:

– ¿Qué quería saber?

– Quería saber si Gabriel Wire mató a mi hija.

– ¿Y usted qué le respondió?

– Que después de reunirme en privado con el señor Wire, ya no creía que fuese el culpable. Le dije que había sido un trágico accidente y que me daba por satisfecho con esa conclusión. También le dije que se trataba de un acuerdo confidencial y que no podía decir nada más.

Myron le observó. Karl Snow lo había dicho todo con una voz monótona ensayada. Myron esperó a que Snow le mirase a los ojos. No lo hizo. En cambió Snow sacudió la cabeza y añadió en voz baja:

– No puedo creer que esté muerta.

Myron no sabía si se refería a Suzze o a Alista. Karl Snow parpadeó y miró a Kimberly. La visión pareció darle fuerza.

– ¿Alguna vez ha perdido a un hijo?

– No.

– Le evitaré los clichés. Se lo evitaré todo. Sé cómo me ve la gente: el padre insensible que aceptó una buena cantidad de dinero a cambio de dejar que el asesino de su hija quedase en libertad.

– ¿No fue eso lo que sucedió?

– Algunas veces tienes que amar a un hijo en privado. Y algunas veces tienes que llorarlo en privado.

Myron no tenía muy claro a qué se refería, así que esperó.

– Cómase el helado -le pidió Karl-, o Kimberly se dará cuenta. Esa chica tiene ojos en la nuca.

Myron cogió la cuchara y probó la crema batida con la primera capa de lo que parecía ser crema con cookies. Un manjar.

– ¿Es bueno?

– Un manjar -exclamó Myron.

Snow sonrió de nuevo, pero sin mostrar ninguna alegría al hacerlo.

– Kimberly inventó el Melter.

– Es un genio.

– Es una buena hija. Adora este lugar. Me equivoqué con Alista. No cometeré el mismo error de nuevo.

– ¿Es lo que le dijo a Suzze?

– En parte. Intenté que comprendiera mi posición en aquel momento.

– ¿Y cuál era su posición?

– A Alista le encantaba HorsePower, y como todas las adolescentes, estaba colgada por Gabriel Wire. -Algo ensombreció su rostro. Parecía distante, perdido-. Se acercaba el cumpleaños de Alista. Los dulces dieciséis. No tenía dinero para ofrecerle una gran fiesta, pero sabía que HorsePower iban a actuar en el Madison Square Garden. Supongo que no daban muchos conciertos, en realidad nunca les seguí, pero sabía que vendían entradas en el sótano de la tienda de Marshall's, en la ruta cuatro. Así que me levanté a las cinco de la mañana y me fui a hacer cola. Tendría que haberlo visto. Nadie superaba los treinta, y allí estaba yo, esperando dos horas, para comprar las entradas del concierto. Cuando llegué a la ventanilla, la mujer comenzó a escribir en su ordenador y primero me dijo que estaba todo vendido, y después, bueno, después dijo: «No, espere, todavía me quedan dos», y nunca me sentí más feliz de haber comprado algo en mi vida. Era como el destino, ¿sabe? Como si ya estuviese decidido lo que iba a pasar.

Myron asintió de la forma menos comprometida que pudo.

– Así que volví a casa. Todavía faltaba una semana para el cumpleaños de Alista, y me dije que debía esperar. Le dije a Kimberly que había comprado las entradas. Ambos estábamos que nos moríamos de ganas, me refiero a que aquellas entradas me quemaban en el bolsillo. ¿Le ha pasado eso alguna vez? ¿Que ha comprado algo tan especial para alguien que está impaciente por dárselo?

– Claro -dijo Myron en voz baja.

– Es lo que nos pasaba a Kimberly y a mí. Acabamos yendo en coche hasta el instituto de Kimberly. Aparcamos allí, bajé a Kimberly y la acomodé en su silla, y cuando Alista salió, los dos sonreíamos como dos gatos que acaban de comerse al canario. Alista nos hizo una mueca, como hacen las adolescentes y dijo: «¿Qué pasa?», y entonces le enseñé las dos entradas. Alista gritó, me echó los brazos al cuello y me abrazó tan fuerte…

Su voz se apagó. Cogió una servilleta, comenzó a llevársela a los ojos, pero al final se detuvo. Miró la mesa.

– El caso es que Alista se llevó a su mejor amiga al concierto. Se suponía que después irían a casa de su amiga. Dormirían allí. Pero no lo hicieron. Ya conoce el resto.

– Lo siento.

Karl Snow sacudió la cabeza.

– Ha pasado mucho tiempo.

– ¿No culpa a Gabriel Wire?

– ¿Culpar? -Se quedó pensativo-. La verdad es que no cuidé mucho a Alista después de la muerte de su madre. Así que, cuando comencé a considerar esta cuestión a fondo, pensé: ¿Quién tuvo la culpa? ¿El tipo que vio a Alista entre la multitud? Era un extraño. ¿El guardia de seguridad que la dejó pasar a los camerinos? Era un extraño. Gabriel Wire también era un extraño. Yo era su padre, y no supe cuidarla. ¿Por qué debía esperar que ellos lo hicieran?

Karl Snow parpadeó y miró por un segundo a la derecha.

– ¿Es lo que le dijo a Suzze?

– Le dije que no había ninguna prueba de que Gabriel Wire hiciese nada malo aquella noche; al menos nada que la policía pudiese probar. Ellos me lo dejaron muy claro. Sí, Alista había estado en la habitación de Wire en el hotel. Sí, se había caído desde su balcón; había caído treinta y dos pisos desde el balcón. Pero para ir de A a B, para pasar de aquellos hechos a acusar a un personaje famoso y poderoso, por no hablar de conseguir una condena… -Se encogió de hombros-. Tenía otra hija de la que preocuparme. No tenía dinero. ¿Sabe lo duro que es criar a una hija minusválida? ¿Lo caro que es? Y ahora SnowCap es una pequeña cadena. ¿De dónde cree que conseguí el dinero inicial?

Myron se esforzaba por comprenderlo, pero su voz sonó más dura de lo que deseaba.

– ¿Del asesino de su hija?

– No lo entiende. Alista estaba muerta. Muerta significa muerta. No podía hacer nada por ella.

– Pero podía hacer algo por Kimberly.

– Sí. En realidad no es tan frío como parece. Supongamos que no hubiese aceptado el dinero. Wire se hubiera salido con la suya, y Kimberly seguiría estando mal. De esta manera, por lo menos, Kimberly estará siempre bien cuidada.

– No quiero que lo interprete mal, pero suena terriblemente frío.

– Supongo que para un extraño sí. Pero yo soy su padre, y un padre sólo tiene un trabajo: proteger a su hijo. Eso es todo. Y una vez que fracasé, una vez que dejé a mi hija ir a un concierto y no la vigilé… fracasé. No hay nada que lo pueda compensar. -Se detuvo, se enjugó una lágrima-. En cualquier caso, usted quería saber qué quería Suzze. Quería saber si yo creía que Gabriel Wire había matado a Alista.

– ¿Le dijo por qué quería saberlo? ¿Después de todos estos años?

– No.

Parpadeó y desvió la mirada.

– ¿Qué?

– Nada. Tendría que haberle dicho que lo dejase correr. Alista se vio con Gabriel Wire y mire lo que pasó.

– ¿Está diciendo…?

– No estoy diciendo nada. En las noticias dijeron que murió de una sobredosis de heroína. Parecía muy alterada cuando se marchó, así que supongo que tampoco me sorprendió mucho.

Detrás de él una de las amigas de Lauren comenzó a llorar; al parecer, alguien había recibido la bolsa de regalos que no era. Karl Snow oyó el alboroto y se acercó a donde estaban las niñas, hijas de otras personas, criaturas que pronto crecerían y se enamorarían de estrellas del rock. Pero por ahora estaban allí, en la fiesta de cumpleaños de otra niña, pidiendo helados y la bolsa de regalos correcta.

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