19

A las dos y media de la madrugada, Myron subió las escaleras para ir al dormitorio que había compartido con Brad durante su infancia, el mismo que todavía tenía la pegatina en la ventana, y encendió el ordenador. La mesa del ordenador estaba junto a la misma pared donde una vez habían estado las literas. Myron y Brad se quedaban mucho tiempo hablando en susurros después de que papá les dijera que apagasen las luces. El aro de baloncesto había estado colgado en la puerta del armario. Abrían la puerta y el armario se convertía en la portería de hockey-mano; Brad hacía de portero y Myron tiraba a portería con una pelota de tenis.

Entró en Skype. La pantalla mostró el rostro de Terese y, como siempre, sintió una sensación embriagadora y de ligereza en el pecho.

– Dios mío, qué hermosa eres -dijo.

Terese sonrió.

– ¿Puedo hablar con sinceridad?

– Por favor.

– Eres el hombre más sexy que he conocido, y ahora mismo, sólo de mirarte, me estoy subiendo por las paredes.

Myron se irguió un poco más. Para que luego hablen del medicamento perfecto.

– Estoy intentando no acicalarme -dijo-. Y ni siquiera sé lo que significa acicalarse.

– ¿Puedo continuar siendo sincera?

– Por favor.

– Estoy dispuesta a hacer algo por vídeo, pero no acabo de ver cómo, ¿tú sí?

– Confieso que no.

– ¿Significa eso que estamos anticuados? No se cómo funciona el sexo por ordenador, ni el sexo telefónico, ni nada de eso.

– Una vez intenté practicar sexo telefónico -confesó Myron.

– ¿Y?

– Nunca me había sentido tan cohibido. Me dio la risa en un momento muy inoportuno.

– Vale, así que estamos de acuerdo.

– Sí.

– ¿O lo dices por decir? Porque ya sabes, me refiero, que estamos muy lejos…

– No estoy diciendo eso.

– Bien -dijo Terese-. ¿Qué está pasando por ahí?

– ¿Cuánto tiempo nos queda? -preguntó Myron.

– Quizás otros veinte minutos.

– ¿Qué tal si seguimos diez minutos hablando de esta manera y luego te lo cuento?

Incluso a través de una pantalla de ordenador, Terese le miraba como si fuese el único hombre que hubiera en el mundo. Todo lo demás desapareció. Sólo estaban ellos dos.

– ¿Tan mal va? -preguntó ella.

– Sí.

– Vale, guapo. Tú empiezas y yo te sigo.

Pero no funcionó. Le contó lo de Suzze. Cuando acabó, Terese preguntó:

– ¿Y qué vas a hacer?

– Quiero olvidarme de todo. Estoy tan cansado.

Ella asintió.

– Quiero ir a Angola. Quiero casarme contigo y quedarme allí.

– Yo también.

– Sin embargo hay un pero.

– La verdad es que no -dijo Terese-. Nada me haría más feliz. Quiero estar contigo más de lo que nunca podrías imaginar.

– ¿Pero?

– Pero no puedes marcharte. Tú no eres así. Para empezar, no podrías abandonar a Esperanza ni a tu empresa, así, sin más.

– Podría venderle mi parte.

– No, no puedes. Y aunque pudieses hacerlo, necesitas saber la verdad de lo que le pasó a Suzze. Necesitas descubrir qué le está pasando a tu hermano. Necesitas cuidar de tus padres. No puedes abandonar todo eso y venir aquí.

– Y tú no puedes volver -dijo Myron.

– No, todavía no.

– ¿Y todo eso qué significa?

Terese se encogió de hombros.

– Que estamos jodidos. Pero sólo será por un tiempo. Descubrirás lo que le pasó a Suzze y arreglarás las cosas.

– Pareces muy confiada.

– Te conozco. Sé que lo harás. Y después, bueno, cuando las cosas se arreglen, podrás venir a hacerme una larga visita, ¿de acuerdo?

Enarcó una ceja y le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Notó que se le relajaban los músculos de los hombros.

– Tienes toda la razón -asintió.

– ¿Myron?

– Sí.

– Hazlo rápido.


Myron llamó a Lex por la mañana. No obtuvo respuesta. Llamó a Buzz. Tampoco. La jefa investigadora del condado, Loren Muse, sin embargo, atendió la llamada en su móvil. Myron todavía tenía el número de su anterior encuentro. La convenció para que se reuniese con él en el ático de Suzze y Lex, el escenario de la sobredosis. -Si sirve para solucionar esto -dijo Muse-, de acuerdo.

– Gracias.

Una hora más tarde, Muse se reunió con él en el vestíbulo. Entraron en el ascensor y subieron hasta el último piso.

– De acuerdo con la autopsia preliminar -comentó Muse-, Suzze T murió a causa de un paro respiratorio provocado por una sobredosis de heroína. No sé si sabes mucho sobre las sobredosis de opiáceos, pero la droga disminuye la capacidad de la víctima para respirar prácticamente hasta que se detiene. A menudo la víctima conserva el pulso y sobrevive varios minutos sin respirar. Creo que eso ayudó a salvar al bebé, pero no soy médico. No había otras drogas en su cuerpo. Nadie le pegó ni nada por el estilo; no había ninguna señal de forcejeo.

– En resumen -dijo Myron-, nada nuevo.

– Bueno, hay un detalle. Encontré el mensaje que mencionaste anoche. En el Facebook de Suzze T. Ese que decía: «No es suyo».

– ¿Tú qué crees?

– Creo que quizá sea verdad -manifestó Muse.

– Suzze me juró que era suyo.

Muse puso los ojos en blanco.

– Sí, ninguna mujer miente nunca sobre la paternidad. Piénsalo. Supon que el bebé no fuera de Lex Ryder. Quizá se sentía culpable. Quizá le preocupaba que lo descubriera.

– Siempre podrías solicitar un análisis de ADN -señaló Myron-. Y averiguarlo con seguridad.

– Claro que podría hacerlo, si estuviese investigando un asesinato. Si estuviese investigando un asesinato, podría solicitar una orden del juez. Pero como te dije, no es así. Sólo te estoy explicando una razón por la que una mujer podría haber tomado una sobredosis. Punto final.

– Quizá Lex te dejaría pedir la prueba de ADN de todas maneras.

El ascensor llegó en el momento en que Muse decía:

– Bueno, bueno, bueno.

– ¿Qué?

– No lo sabes.

– ¿Que no sé el qué?

– Creía que eras el gran abogado defensor de Lex.

– ¿Y eso qué significa?

– Significa que Lex ya se ha marchado con el bebé -contestó Muse.

– ¿Qué quiere decir que se ha marchado?

– Por aquí.

Comenzaron a subir la escalera de caracol que llevaba a la terraza.

– ¿Muse?

– Como tú, el brillante y resplandeciente abogado defensor, ya sabes, no tengo ninguna razón para retener a Lex Ryder. A primera hora de esta mañana, desoyendo el consejo del médico, sacó al recién nacido del hospital, pero estaba en su derecho de hacerlo. Dejó a su compañero Buzz detrás y contrató a una enfermera pediatra para que le acompañase.

– ¿Dónde han ido?

– Dado que no estamos ante un caso de asesinato, y que ni siquiera existen sospechas, no tengo ninguna razón para tratar de averiguar dónde están.

Muse llegó a la terraza. Myron la siguió. Ella se acercó a la poltrona tipo Cleopatra que había cerca de la arcada. Muse se detuvo, miró hacia abajo y señaló la butaca.

Su tono se volvió muy grave.

– Aquí.

Myron contempló la suave butaca de marfil. No había sangre ni arrugas, ninguna señal de muerte. Cualquiera habría esperado que la butaca mostrase algún indicio de lo que había pasado.

– ¿Es aquí donde la encontraron?

Muse asintió.

– La jeringuilla estaba en el suelo. Ella estaba inconsciente, no respondía. Las únicas huellas que había en la jeringuilla eran suyas.

Myron echó un vistazo a través de la arcada. En la distancia, el perfil de Manhattan atrajo su atención. El agua estaba inmóvil. El cielo era púrpura y gris. Cerró los ojos y viajó dos noches atrás. Mientras el viento soplaba a través de la terraza, Myron volvió a oír las palabras de Suzze: «Algunas veces las personas necesitan ayuda… Quizá no lo sepas, pero me salvaste la vida un centenar de veces».

Esta vez no. Esta vez, a petición de Lex, Myron se mantuvo al margen, ¿no? Hizo lo que ella le pidió: averiguó quién había colgado las palabras «No es suyo» y encontró a Lex, pero después decidió quedarse al margen y permitió que Suzze se las arreglara por su cuenta. Myron mantuvo los ojos en el perfil de la ciudad.

– ¿Dijiste que un tipo con acento hispano hizo la llamada a urgencias?

– Sí. Utilizó uno de los teléfonos portátiles. Estaba en el suelo, en la planta de abajo. Es probable que lo dejase caer cuando escapaba. Buscamos las huellas, pero estaban muy borrosas. Tenemos las de Lex y Suzze, y nada más. Cuando llegaron los de la ambulancia, la puerta estaba abierta. Entraron y la encontraron aquí.

Él se metió las manos en los bolsillos. La brisa le acarició la cara.

– ¿Te das cuenta de que tu teoría sobre un inmigrante ilegal o un empleado de mantenimiento no tiene sentido?

– ¿Por qué no?

– Un conserje, o lo que sea, pasa, ve la puerta entreabierta, entra en el apartamento, y después, supongo, sube hasta la terraza.

Muse pensó en eso.

– Tienes razón.

– Es mucho más probable que la persona que llamó estuviese con ella cuando se inyectó.

– ¿Y?

– ¿Qué quieres decir con «y»?

– Como ya te dije, yo actúo cuando se produce un crimen, no por curiosidad. Si ella se estaba drogando con un amigo, y él o ella huyeron, no me corresponde a mí averiguarlo. Si era su camello, vale; quizá pueda encontrarlo y demostrar que le vendió la droga, pero en realidad, no es eso lo que estoy intentando averiguar.

– Estuve con ella la noche anterior, Muse.

– Lo sé.

– Estuve en esta misma terraza. Estaba preocupada, pero no era una suicida.

– Es lo que me has dicho -admitió Muse-. Pero piénsalo: estaba preocupada pero no era una suicida. Es una distinción muy fina. Y para que conste, nunca dije que fuese una suicida. Pero estaba preocupada, ¿no? Eso pudo haberla llevado a saltar del vagón, y quizá cayó demasiado fuerte.

El viento volvió a levantarse. Le pareció volver a oír la voz de Suzze, ¿era la última cosa que le había dicho?: «Todos tenemos secretos, Myron».

– Hay que tener en cuenta otro detalle -precisó Muse-. Si fuera un asesinato, sería el crimen más estúpido que he visto en mi vida. Supongamos que alguien quería matar a Suzze. Digamos que, de alguna manera, consiguiera obligarla a inyectarse la heroína por su propia voluntad, sin violencia física. Quizás apuntándola con una pistola en la cabeza, lo que sea. ¿Me sigues?

– Continúa.

– Bueno, si quería matarla, ¿por qué no matarla sin más? ¿Por qué llamar a urgencias y correr el riesgo de que aún estuviera viva cuando llegasen aquí? En cuanto a eso, con la cantidad de drogas que había tomado en otros tiempos, ¿por qué no llevarla más allá de la arcada y dejar que cayese? En cualquier caso, lo que no tiene sentido es llamar a urgencias o dejar la puerta abierta para que entre el conserje o quien fuese. ¿Entiendes lo que digo?

– Sí -dijo Myron.

– ¿Tiene sentido?

– Sí.

– ¿Tienes algo que pueda contradecir lo que te estoy diciendo?

– Nada -admitió Myron, e intentó aclarar sus ideas-. Por lo tanto, si estás en lo cierto, es probable que ayer llamase a su camello. ¿Tienes alguna pista sobre quién es?

– Todavía no. Sabemos que ayer hizo un viaje. Quedó registrado en el peaje de la Garden State Parkway, cerca de la ruta 280. Pudo haber ido a Newark.

Myron pensó en ello.

– ¿Revisaste su coche?

– ¿Su coche? No. ¿Por qué?

– ¿Te importa si lo reviso?

– ¿Tienes las llaves?

– Sí.

Ella sacudió la cabeza.

– Agentes. Adelante. Tengo que volver al trabajo.

– Una pregunta más, Muse.

Muse aguardó.

– ¿Por qué me estás enseñando todo esto a pesar de que anoche jugué al abogado-cliente?

– Porque ahora mismo no tengo ningún caso -dijo ella-. Y porque, si se me estuviera pasando algo por alto y esto fuera un asesinato, no me importa a quién se supone que defiendes. Tú querías a Suzze. No dejarías que el asesino escapase.

Bajaron en el ascensor en silencio. Muse salió en la planta baja, y Myron continuó hasta el garaje. Apretó el botón del mando a distancia y escuchó el pitido. Suzze conducía un Mercedes S63 AMG. Lo abrió y se sentó al volante. El perfume de alguna flor silvestre le hizo pensar en Suzze. Abrió la guantera y encontró el registro, la tarjeta del seguro y el manual del coche. Buscó debajo de los asientos sin saber qué. Pistas. Lo único que encontró fue calderilla y dos bolígrafos. Sherlock Holmes sin duda los hubiese utilizado para descubrir con exactitud dónde había ido Suzze, pero Myron no era capaz de hacerlo.

Puso en marcha el coche y miró el GPS en el salpicadero. Pinchó en «anteriores destinos» y vio una lista de los lugares que Suzze había pinchado en busca de direcciones. Que te zurzan, Sherlock Holmes. Su más reciente destino era Kasselton, Nueva Jersey. Para llegar allí tenía que ir por la Garden State Parkway, más allá de la salida 146, según los registros del peaje.

La penúltima entrada correspondía a una intersección en Edison, Nueva Jersey. Myron sacó la Blackberry y comenzó a teclear las direcciones de la lista. Cuando acabó se las envió por e-mail a Esperanza. Ella podía buscarlas en Internet y deducir si alguna de ellas era importante. No había fechas junto a las entradas; por lo que Myron sabía, Suzze bien podía haber visitado esos lugares hacía meses y no haber vuelto a utilizar el GPS.

Sin embargo, todas las señales indicaban que Suzze había visitado Kasselton hacía poco, quizás incluso el día de su muerte. Valdría la pena hacer una visita rápida.

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