17

Había sido una sobredosis de heroína.

Muse se lo explicó a Myron mientras él estaba a su lado, con la visión borrosa, sacudiendo la cabeza una y otra vez en una pertinaz negativa. Cuando por fin pudo hablar, preguntó:

– ¿Cómo está el bebé?

– Está vivo -respondió Muse-. Nació por cesárea. Es un niño. Parece que está bien, pero lo han ingresado en la unidad de cuidados intensivos para prematuros.

Myron intentó sentir algún alivio ante esa noticia, pero el asombro y la estupefacción seguían dominándole.

– Suzze no hubiese tratado de acabar con su vida, Muse.

– Pudo ser un accidente.

– No consumía.

Muse asintió de la manera que hacen los polis cuando no quieren discutir.

– Lo investigaremos.

– Estaba limpia.

Asintió de nuevo.

– Muse, te lo aseguro.

– ¿Qué quieres que te diga, Myron? Lo investigaremos, pero ahora mismo, todo indica que se trata de una sobredosis. No han forzado la entrada. No hay señales de lucha. También tiene un largo historial de consumo de drogas.

– Un historial. Eso pertenece al pasado. Iba a tener un bebé.

– Las hormonas -dijo Muse-. Nos hacen hacer cosas estúpidas.

– Venga, Muse. ¿Cuántas mujeres embarazadas de ocho meses se suicidan?

– ¿Cuántos drogadictos consiguen mantenerse limpios para siempre jamás?

Él pensó en su querida cuñada Kitty, otra adicta que no podía mantenerse limpia. El cansancio comenzó a pesarle en los huesos. Curiosamente, comenzó a pensar en su prometida. La hermosa Terese. De pronto decidió alejarse de todo eso ahora mismo, renunciar, sin más. Quería echarlo todo por la borda. Al diablo con la verdad. Al diablo con la justicia. Al diablo con Kitty, Brad, Lex y todos los demás. Tomaría el primer avión con destino a Angola y se reuniría con la única persona que conseguiría hacerle olvidar esa locura.

– ¿Myron?

Concentró su atención en Muse.

– ¿Puedo verla? -preguntó.

– ¿Te refieres a Suzze?

– Sí.

– ¿Por qué?

No estaba seguro. Quizás era la típica necesidad de sentir que aquello fuese real, o de encontrar -por Dios, cuánto detestaba esa expresión- alguna especie de punto final. Recordó el movimiento de la coleta de Suzze cuando jugaba al tenis. Pensó en cuando ella posaba para aquellos divertidos anuncios de La-La-Latte, en su risa fácil, en su manera de masticar chicle en la pista y en la expresión de su rostro cuando le pidió que fuese el padrino de su hijo.

– Se lo debo.

– ¿Vas a investigarlo?

Él sacudió la cabeza.

– El caso es todo tuyo.

– Ahora mismo no hay caso. Es una sobredosis.

Se internaron por el pasillo y se detuvieron delante de una puerta en el ala de partos.

– Espera aquí -le pidió Muse.

Entró. Cuando salió, le dijo:

– El patólogo del hospital está con ella. La ha limpiado, ya sabes, después de la cesárea.

– Vale.

– Hago esto porque todavía te debo un favor -dijo Muse.

Él asintió.

– Considéralo pagado.

– No lo quiero pagado. Quiero que seas sincero conmigo.

– De acuerdo.

Ella abrió la puerta y le hizo entrar en la sala. El hombre que estaba de pie junto a la camilla -Myron supuso que era el patólogo- vestía una bata y permanecía inmóvil. Suzze estaba acostada boca arriba. La muerte no te hace parecer más joven ni más viejo, ni estar en paz o perturbado. La muerte te hace parecer vacío, hueco, como si algo hubiese escapado de tu interior y de repente te hubieras convertido en una casa abandonada. La muerte convierte el cuerpo en un objeto inanimado: una silla, un archivador, una piedra. Polvo eres y en polvo te convertirás, ¿no? A Myron le hubiera gustado creer en todas esas racionalizaciones, en todo aquello de que la vida continúa, de que un eco de Suzze seguiría viviendo a través de su hijo en la sala de recién nacidos, pero ahora mismo no podía hacerlo.

– ¿Sabes si alguien deseaba que muriera? -preguntó Muse.

Él le dio la respuesta fácil.

– No.

– El marido parece bastante conmovido, pero he visto maridos capaces de matar a su mujer y de actuar después mejor que Laurence Olivier. En cualquier caso, Lex afirma que vino en un avión privado desde Biddle Island. Cuando llegó aquí, ya habían sacado el cadáver. Podemos comprobar los horarios.

Myron no dijo nada.

– Lex y Suzze son los dueños del edificio donde vivían -continuó Muse-. No hay informes de que nadie hubiera entrado o salido, pero hay muy pocas medidas de seguridad en esa casa. Investigaremos más, si es necesario.

Myron se acercó al cuerpo. Apoyó la mano en la mejilla de Suzze. Nada. Era como posar la mano en una silla o en un archivador.

– ¿Quién llamó?

– Ese detalle parece algo extraño -respondió Muse.

– ¿Por qué?

– Un hombre con acento hispano llamó desde un teléfono en el ático. Cuando llegaron los de la ambulancia, ya se había ido. Suponemos que sería un trabajador ilegal que trabajaba en el edificio y no querría meterse en problemas. -No tenía sentido, pero Myron no quería profundizar en ello en ese momento. Como si le hubiese leído el pensamiento, Muse añadió-: Podría ser alguien que se estuviera drogando con ella y no quisiera líos. También podría ser el camello. Ya lo averiguaremos.

Myron se volvió hacia el patólogo.

– ¿Puedo mirarle los brazos?

El patólogo miró a Muse. Ella asintió. Myron observó las venas.

– ¿Dónde se inyectó?

El patólogo señaló un morado en la parte interna del codo.

– ¿Ve pinchazos antiguos? -preguntó Myron.

– Sí -respondió el patólogo-. Muy antiguos.

– ¿Algún otro pinchazo reciente?

– No, en los brazos no.

Myron observó a Muse.

– Hace años que no consumía drogas -afirmó.

– Las personas se pinchan en muchos lugares -señaló Muse-. Incluso en sus días de gloria, con aquellos trajes de tenis, corría el rumor de que Suzze se pinchaba en los lugares más insospechados.

– Pues vamos a comprobarlo.

Muse sacudió la cabeza.

– ¿Para qué?

– Quiero que veas que no consumía.

El patólogo carraspeó.

– No es necesario -dijo-. Ya he realizado un primer examen del cadáver. Encontré algunas antiguas cicatrices junto al tatuaje, en la parte superior del muslo, pero no había ninguna señal reciente.

– Ninguna señal reciente -repitió Myron.

– Eso no prueba que no se inyectara ella misma -manifestó Muse-. Quizá decidió volver a hacerlo una sola vez, Myron. Quizás estaba limpia y se pasó, o se inyectó una sobredosis intencionadamente.

Myron separó las manos y la miró con incredulidad.

– ¿Estando embarazada de ocho meses?

– De acuerdo, vale, entonces dime: ¿por qué iba alguien a querer matarla? Es más, ¿cómo lo habría hecho? Como ya te he dicho, no hay señales de lucha. Ninguna señal de que forzasen la entrada. Muéstrame un solo indicio de que no fue un suicidio o una sobredosis accidental.

Myron no sabía qué decir.

– Colgaron un mensaje en su muro en Facebook -comentó.

Luego se detuvo. Un dedo helado le recorrió la columna. Muse se dio cuenta.

– ¿Qué? -preguntó.

Myron se volvió hacia el patólogo.

– ¿Ha dicho usted que se pinchaba junto al tatuaje?

El patólogo volvió a mirar a Muse.

– Espera un momento -dijo Loren Muse-. ¿Qué decías de un mensaje en Facebook?

Myron no esperó. Se dijo a sí mismo que aquel cuerpo no era Suzze, pero esta vez sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. Suzze había sobrevivido a tantas cosas, había logrado salir por el lado bueno de la vida, y ahora, cuando parecía tenerlo todo a su alcance, bueno, había llegado la hora de que Myron interviniese. Al demonio con las excusas. Suzze había sido su amiga. Había acudido a él para que la ayudase. Se lo debía.

Apartó la sábana antes de que Muse pudiese protestar. Sus ojos se fijaron en la parte superior del muslo, y en efecto, allí estaba. El tatuaje. El mismo tatuaje que aparecía en el mensaje con las palabras «No es suyo». El mismo tatuaje que Myron había visto en la foto de Gabriel Wire.


– ¿Qué pasa? -preguntó Muse.

Myron miraba la parte superior del muslo. Gabriel Wire y Suzze tenían el mismo tatuaje. La implicación era obvia.

– ¿Qué significa ese tatuaje? -añadió Muse.

Myron intentó frenar el torbellino que bullía en su cabeza. El tatuaje había aparecido en el muro: ¿cómo es que Kitty lo sabía? ¿Por qué lo había puesto en su mensaje? Y por último, ¿sabría Lex que su esposa y su socio musical compartían el mismo tatuaje?

Todo encajaba. Las palabras «No es suyo»; el símbolo que adornaba la parte superior de los muslos de Suzze y Gabriel Wire. No era de extrañar que aquel correo hubiese conmocionado a Lex.

– ¿Dónde está Lex? -preguntó Myron.

Muse cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿De verdad no vas a decirme nada?

– Lo más probable es que no sea nada. ¿Está con el bebé?

La investigadora frunció el entrecejo y continuó esperando.

– Además, no puedo decirte nada -continuó Myron-. Al menos por ahora.

– ¿Qué quieres decir?

– Soy abogado, Muse. Trabajo para Lex y Suzze.

– Eres un agente.

– También soy abogado.

– Oh, no. No me vengas ahora con que eres abogado. Ahora no. No después de que te dejase entrar aquí y vieses el cadáver.

– Estoy atado de pies y manos, Muse. Necesito hablar con mi cliente.

– ¿Tu cliente? -Muse se le acercó y señaló el cadáver de Suzze-. Adelante, hazlo, pero no sé si te escuchará.

– No te pases. ¿Dónde está Lex?

– ¿Hablas en serio?

– Sí.

– Fuiste tú quien sugirió que podía tratarse de un homicidio -le recordó Muse-. Así que respóndeme a esto: Si de verdad crees que Suzze ha sido asesinada, ¿quién debería ser mi primer sospechoso?

Myron no dijo nada. Muse se llevó una mano a la oreja.

– No te escucho, grandullón. Venga, conoces la respuesta, porque en estos casos siempre es la misma, el marido. El marido siempre es el primer sospechoso. ¿Entonces qué, Myron? ¿Qué pasa si uno de tus clientes mata al otro?

Myron observó de nuevo a Suzze. Estaba muerta. Se sentía tan aturdido como si la sangre hubiese dejado de correr por sus venas. Suzze estaba muerta. Escapaba de su comprensión. Quería derrumbarse, golpear el suelo y llorar. Salió de la sala y siguió los carteles indicadores en dirección a la maternidad. Muse fue tras él.

– ¿Qué decías de un mensaje en Facebook? -preguntó.

– Ahora no, Muse.

Siguió la flecha a la izquierda. La maternidad estaba a la izquierda. Dio la vuelta y miró a través del cristal. Había seis recién nacidos en aquellas cunas de acrílico, todos vestidos con ranitas y envueltos en una manta blanca con rayas rosas y azules. Los bebés parecían dispuestos en formación, como si fueran a inspeccionarlos. Todos mostraban su identificación, una ficha azul o rosa con el nombre y la hora de nacimiento.

Separada de la maternidad por una pared de cristal, se encontraba la sala de cuidados intensivos de prematuros. En ese momento sólo había en ella un único padre con un único bebé. Lex estaba sentado en una mecedora, pero ésta no se movía. Vestía una bata amarilla. Sostenía la cabeza de su hijo con la mano izquierda y acunaba al niño con el antebrazo derecho. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Myron se quedó mirándolo durante un rato. Muse se acercó a él.

– ¿Qué demonios está pasando aquí, Myron?

– Todavía no lo sé.

– ¿Sabes la que van a montar los medios con esto?

Como si eso importase mucho ya. Fue hacia la puerta. Una enfermera le detuvo, le obligó a lavarse las manos y le ofreció una bata amarilla. Myron abrió la puerta con la espalda. Lex no le miró.

– ¿Lex?

– Ahora no.

– Creo que deberíamos hablar.

Lex por fin le miró. Tenía los ojos inyectados en sangre. Cuando habló, su voz fue suave.

– Te pedí que lo dejaras correr, ¿no?

Silencio. Más tarde, Myron no lo dudaba, esas palabras le dolerían. Más tarde, cuando se tumbase e intentase dormir, el sentimiento de culpa llegaría a su pecho y estrujaría su corazón como si fuera un vaso de plástico.

– Vi el tatuaje -dijo Myron-. Estaba en aquel mensaje.

Lex cerró los ojos.

– Suzze era la única mujer a la que siempre he amado, y ahora se ha ido. Para siempre. No la volveré a ver nunca más. Ya nunca podré abrazarla. Este niño, tu ahijado, nunca conocerá a su madre.

Myron no dijo nada. Sintió un temblor en el pecho.

– Tenemos que hablar, Lex.

– Esta noche no. -Ahora su voz era muy suave-. Esta noche sólo quiero quedarme aquí y proteger a mi hijo.

– ¿Protegerle de qué?

Lex no respondió. Myron sintió la vibración del móvil. Echó una ojeada y vio que la llamada era de su padre. Salió de la sala y se llevó el teléfono al oído.

– ¿Papá?

– Me acabo de enterar de lo de Suzze por la radio. ¿Es verdad?

– Sí. Ahora estoy en el hospital. -Lo siento mucho. -Gracias. Ahora estoy ocupado… -Cuando acabes, ¿crees que podrías pasar por casa? -¿Esta noche? -Si es posible. -¿Pasa algo?

– Sólo necesito hablar contigo de una cosa -respondió su padre-. No me importa lo tarde que sea. Estaré despierto.

Загрузка...