Christine Shippee recibió a Myron en el vestíbulo del Coddington Rehab Institute.
– Parece usted un muerto recalentado -dijo Christine-, y con lo que tengo que ver por aquí cada día, eso es mucho decir.
– Necesito hablar con Kitty.
– Se lo dije por teléfono. No puede hacerlo. La confió a nuestro cuidado.
– Necesito cierta información.
– Lo veo difícil.
– Aun ante el riesgo de parecer melodramático, se trata de un asunto de vida o muerte.
– Corríjame si me equivoco -dijo Christine-, pero usted nos llamó para pedir ayuda, ¿no?
– Sí.
– Conocía las normas cuando la dejo aquí, ¿correcto?
– Sí. Y quiero que la ayuden. Los dos sabemos cuánto lo necesita. Pero ahora mismo mi padre está muriéndose, y me ha pedido que le consiga unas últimas respuestas.
– ¿Y usted cree que Kitty las tiene?
– Sí.
– Ahora mismo está hecha un desastre. Ya sabe cómo funciona mi protocolo. Las primeras cuarenta y ocho horas son un infierno. No podrá concentrarse. Lo único que quiere es una dosis.
– Lo sé.
Christine sacudió la cabeza.
– Tiene diez minutos. -Tocó el timbre para abrir la puerta y le acompañó por un pasillo. No se oía ningún sonido. Como si le hubiese leído el pensamiento, Christine Shippee añadió-: Todas las habitaciones están insonorizadas.
Cuando llegaron a la puerta de Kitty, Myron dijo:
– Una cosa más.
Christine esperó.
– Necesito hablar con ella a solas.
– No.
– La conversación tiene que ser confidencial.
– No se lo diré a nadie.
– Por razones legales -explicó Myron-. Si oye algo y algún día tiene que testificar, no quiero que tenga que mentir bajo juramento.
– Dios mío, ¿qué va a preguntarle?
Myron no respondió.
– Podría tener un ataque de locura -señaló Christine-, y podría volverse violenta.
– Soy una persona adulta.
Ella pensó en ello unos minutos. Luego suspiró, abrió la puerta y dijo:
– Bajo su propia responsabilidad.
Myron entró. Kitty yacía en la cama, parecía medio dormida y sollozaba. Cerró la puerta y se acercó a la cama. Encendió una lámpara. Kitty estaba empapada en sudor. Abrió los ojos y la luz la hizo parpadear.
– ¿Myron?
– Ha llegado la hora de acabar con las mentiras -dijo él.
– Necesito una dosis, Myron. No te puedes imaginar lo que es esto.
– Les viste matar a Gabriel Wire.
– ¿Les vi? -Ella pareció intrigada, pero a continuación pareció pensárselo mejor y asintió-. Sí. Lo vi. Fui a llevarle un mensaje de Suzze. Ella todavía le amaba. Todavía tenía su llave. Me colé por una entrada lateral. Oí el disparo y me escondí.
– Por eso necesitabas escaparte con mi hermano. Necesitabas huir porque temías por tu vida. Brad estaba indeciso. Así que le dijiste aquella mentira sobre mí, para crear un obstáculo insalvable entre nosotros. Le dijiste que había intentado seducirte.
– Por favor -dijo ella, y se agarró a él con desesperación-. Myron, necesito una dosis. Sólo una más y dejaré que me ayuden. Te lo prometo.
Myron intentó mantener su atención. Sabía que no disponía de mucho tiempo.
– En realidad no me importa lo que le dijiste a Suzze, pero imagino que sólo le confirmaste lo que Lex le dijo: que habían asesinado a Wire hacía varios años. Colgaste aquel mensaje para vengarte y después le dijiste a Lex que más le valdría ayudarte.
– Sólo necesitaba unos pocos dólares. Estaba desesperada.
– Sí, fantástico. Y a Suzze le costó la vida.
Ella se echó a llorar.
– Pero nada de eso importa ya -añadió Myron-. Ahora sólo me importa una cosa.
Kitty cerró los ojos con fuerza.
– No hablaré.
– Abre los ojos, Kitty.
– No.
– Abre los ojos.
Ella abrió un solo ojo, como un niño asustado, y después abrió los dos. Myron le mostró una bolsa de plástico con heroína, la bolsa que le había dado Corpulento. Kitty intentó arrebatársela, pero él la alejó de ella justo a tiempo. Kitty comenzó a mover las manos, se la pidió a gritos, pero su cuñado la apartó.
– Dime la verdad -dijo Myron-. Y te daré la bolsa.
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo.
Ella comenzó a llorar.
– Echo tanto de menos a Brad.
– Lo sé. Por eso volviste a consumir, ¿no? No podías enfrentarte a la vida sin él. Como dijo Mickey, algunas parejas no están hechas para vivir separadas. -Entonces, con las lágrimas corriendo por las mejillas, mientras recordaba a su hermano de cinco años gritando entusiasmado en el estadio de los Yankees, Myron añadió-: Brad está muerto, ¿verdad?
Ella no podía moverse. Se desplomó en la cama, con los ojos ciegos.
– ¿Cómo murió, Kitty?
Kitty permaneció boca arriba con la mirada fija en el techo, como si hubiese entrado en trance. Cuando por fin habló, su voz sonó muy lejana.
– Él y Mickey iban por la nacional cinco para ir a un partido de la liga amateur en San Diego. Un todoterreno perdió el control y cruzó la mediana. Brad murió a causa del impacto, delante mismo de su hijo. Mickey pasó tres semanas en el hospital.
Era eso. Myron se había armado de valor -intuía que algo así se aproximaba-, pero la confirmación lo derrumbó. Se dejó caer en una silla, al otro lado de la habitación. Su hermano menor estaba muerto. Finalmente, no había tenido nada que ver con Herman Ache o con Gabriel Wire, ni siquiera con Kitty. Fue un simple accidente de tráfico.
Era demasiado absurdo para soportarlo.
Myron echó un vistazo a la habitación. Kitty se había quedado inmóvil como una muerta, los temblores habían desaparecido.
– ¿Por qué no nos lo dijiste?
– Ya sabes por qué.
Lo sabía porque era así como lo había deducido. Kitty había copiado la idea de la falsa desaparición de Gabriel Wire. Había visto cómo le mataban; y, aún más importante, había visto cómo Lex y los otros habían fingido que seguía estando vivo. Había aprendido de aquello.
Fingir que Wire estaba vivo le dio la idea de fingir que también lo estaba Brad.
– Hubieses intentado quitarme a Mickey -dijo Kitty.
Myron sacudió la cabeza.
– Cuando tu hermano murió -Kitty se detuvo, tragó el nudo en la garganta- fue como si me hubiese transformado en una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Me derrumbé.
– Podrías haber acudido a nosotros.
– Te equivocas. Sabía muy bien lo que habría ocurrido si te hubiese dicho lo de Brad. Habrías venido a Los Ángeles y me habrías visto con el mono, como me viste ayer. No te estoy mintiendo, Myron. Ahora no. Habrías hecho lo que considerabas correcto una vez más. Habrías solicitado al juez la custodia, argumentando, como hiciste ayer, que soy una yonqui irresponsable, incapaz de cuidar de Mickey. Me habrías quitado a mi hijo. No lo niegues.
No podía.
– Y tomaste la decisión de fingir que Brad continuaba vivo.
– Funcionó, ¿no?
– ¿Y al diablo con lo que Mickey necesitaba?
– Necesitaba a su madre, ¿cómo es posible que no lo entiendas?
Pero Myron lo entendía. Recordó que Mickey no dejaba de repetirle lo buena madre que era.
– ¿Qué pasa con nosotros? ¿Qué pasa con la familia de Brad?
– ¿La familia de Brad? Mickey y yo somos su familia. Ninguno de vosotros ha formado parte de su vida desde hace quince años.
– ¿Quién tuvo la culpa?
– Exacto, Myron. ¿Quién?
No dijo nada. Creía que la culpable era ella; Kitty creía que era él. Y su padre… ¿qué le había dicho su padre? Al nacer ya somos de cierta manera. Su padre había dicho que Brad no estaba destinado a quedarse en casa o aposentarse. Pero su padre había basado aquella creencia en una mentira de Myron.
– Sé que no me creerás. Sé que tú crees que le mentí y que le engañé para que se fugase conmigo. Quizá lo hice. Pero tomé la decisión correcta. Brad era feliz. Los dos éramos felices.
Myron recordó las fotografías, las risas. Había pensado que eran una mentira, que la felicidad que veía en aquellas fotos era sólo una ilusión. No lo era. En eso Kitty tenía razón.
– Sí, ése era mi plan. Quería demorar la noticia hasta que me hubiese curado.
Myron sacudió la cabeza.
– Quieres que pida perdón -continuó Kitty-, pero no lo haré. Algunas veces haces lo correcto y el resultado es un error. Y otras veces, bueno, mira a Suzze. Intentó sabotear mi carrera cambiando las píldoras anticonceptivas, y gracias a eso tuve a Mickey. ¿No lo entiendes? Todo es un caos. No se trata del bien o el mal. Te aferras a las personas que más quieres. Perdí el amor de mi vida en un maldito accidente. ¿Fue eso justo? ¿Fue correcto? Quizá, si hubieses sido más comprensivo, Myron. Si nos hubieses aceptado, habría acudido a ti en busca de ayuda.
Pero Kitty no había acudido a él en busca de ayuda; ni entonces ni ahora. De nuevo las ondulaciones. Quizá les habría ayudado hacía quince años. O quizás ellos habrían huido de todas maneras. Quizá si Kitty hubiese confiado en él, no se habría comportado de la forma en que lo hizo cuando ella quedó embarazada, si se hubiese acercado a él en lugar de recurrir a Lex hacía unos días. Tal vez Suzze todavía estaría con vida. Tal vez Brad también. Tal vez…
– Una pregunta más. ¿Alguna vez le dijiste a Brad la verdad?
– ¿De que trataste de ligar conmigo? Sí. Le dije que era una mentira. Lo comprendió.
Myron tragó saliva. Sentía los nervios a flor de piel. Notó cómo se le ahogaba la voz cuando preguntó:
– ¿Me perdonó?
– Sí, Myron. Te perdonó.
– Pero nunca se puso en contacto conmigo.
– No entiendes cómo era nuestra vida -dijo Kitty, con su mirada en la bolsa de su mano-. Éramos nómadas. Éramos felices viviendo así. Era el trabajo de su vida. Era lo que le gustaba hacer, lo que estaba destinado a hacer. Y cuando volvimos, creo que te hubiese llamado, pero…
Se interrumpió, sacudió la cabeza, cerró los ojos.
Había llegado el momento de ir a ver a su padre. Aún tenía la bolsa de heroína en la mano. La miró, sin saber qué hacer.
– No me crees -dijo Kitty-. Que Brad te perdonase.
Myron no dijo nada.
– ¿No encontraste el pasaporte de Mickey? -preguntó Kitty.
Myron se sintió desconcertado por la pregunta.
– Lo encontré. En la caravana.
– Míralo bien -dijo ella.
– ¿El pasaporte?
– Sí.
– ¿Por qué?
Kitty mantuvo los ojos cerrados y no respondió. Myron volvió a mirar la bolsa de heroína. Había hecho una promesa que no quería cumplir. Kitty le salvó de este último dilema moral.
Sacudió la cabeza y le dijo que se marchase.
Cuando Myron volvió al hospital, abrió la puerta de la habitación de su padre sin prisas.
Estaba oscuro, pero vio que su padre dormía. Su madre estaba sentada junto a la cama. Se volvió y vio el rostro de Myron. Lo supo. Soltó un ligero grito y se tapó la boca una mano. Myron le hizo un gesto. Ella se levantó y salió al pasillo.
– Dímelo.
Se lo dijo. Su madre encajó el golpe. Se tambaleó, lloró y, cuando se recuperó, volvió deprisa a la habitación. Myron la siguió.
Los ojos de su padre permanecían cerrados, su respiración era desigual y rasposa. Los tubos parecían salir por todas partes. Su madre se sentó de nuevo junto al lecho. Su mano, temblorosa por el Parkinson, sujetó la suya.
– ¿Qué? -preguntó mamá a Myron en voz baja-. ¿Estamos de acuerdo?
Myron no respondió.
Unos minutos más tarde su padre abrió los ojos. Myron sintió las lágrimas en sus ojos mientras miraba al hombre que admiraba más que a ningún otro. Su padre le miró con una confusión suplicante, casi infantil.
Su padre se esforzaba en pronunciar una palabra:
– Brad…
Myron contuvo las lágrimas y se preparó para decir la mentira, pero su madre apoyó una mano en el brazo de su hijo para detenerle. Sus miradas se encontraron.
– Brad -repitió papá, un poco más agitado.
Sin dejar de mirar a Myron, su madre sacudió la cabeza. Él lo comprendió. No quería que le mintiese a su padre. Sería una tremenda traición. Se volvió a hacia la persona que había sido su marido desde hacía cuarenta y tres años y le apretó la mano con fuerza.
Su padre comenzó a llorar.
– No pasa nada, Al -dijo mamá en voz baja-. No pasa nada.