25

Mientras ellos recogían sus pocas pertenencias, Myron llamó a Esperanza, y le pidió que arreglase una estancia para Kitty en el Coddington Rehabilitation Institute. Después, Myron llamó a su padre.

– ¿Es posible que Mickey se quede en casa contigo un tiempo?

– Por supuesto -contestó papá-. ¿Qué pasa?

– Muchas cosas.

Su padre escuchó sin interrumpirle. Myron le habló de los problemas con las drogas de Kitty, de que tenía que apañárselas sola con Mickey y de la desaparición de Brad. Cuando acabó, su padre dijo:

– Tu hermano nunca abandonaría a su familia de esta manera.

Era lo mismo que pensaba Myron.

– Lo sé.

– Eso significa que tiene problemas -añadió papá-. Sé que vosotros dos tuvisteis problemas, pero…

No acabó la frase. Ésta era su forma de llevarlo. Cuando Myron era joven, su padre le animaba a triunfar sin empujar demasiado. Dejaba claro que se sentía orgulloso de los logros de su hijo, pero al mismo tiempo no hacía que eso pareciese una condición previa para estarlo. Así que, una vez más, su padre no pidió nada; no necesitaba hacerlo.

– Le encontraré -dijo Myron.


Durante el viaje en coche, Myron pidió más detalles.

Kitty iba sentada a su lado. En el asiento trasero, Mickey no les hacía caso. Miraba a través de la ventanilla, con los auriculares blancos del iPod en las orejas, interpretando el papel del adolescente petulante. Myron dedujo que, seguramente, lo era.

Cuando llegaron al Coddington Institute, había logrado averiguar varias cosas: Brad, Kitty y Mickey Bolitar habían llegado a Los Ángeles ocho meses antes. Después, hacía algunos meses, Brad tuvo que marcharse a cumplir «una misión secreta de emergencia», en palabras de Kitty, y les había pedido que no dijesen nada a nadie.

– ¿Qué quería decir Brad con eso de no decirle nada a nadie?

Kitty afirmó no saberlo.

– Sólo dijo que no nos preocupásemos por él y que no se lo dijésemos a nadie. También nos pidió que tuviésemos cuidado.

– ¿De qué? -Kitty se encogió de hombros.

– ¿Alguna pista, Mickey? -El chico no se movió. Myron repitió la pregunta a voz en cuello para que le oyese. Mickey no podía oírle o prefirió no hacerle caso. Se volvió de nuevo a Kitty-. Creía que vosotros trabajabais para una organización benéfica.

– Así es.

– ¿Y?

Otro movimiento de hombros. Myron formuló unas cuantas preguntas más, pero no averiguó nada más. Habían pasado varias semanas sin que recibieran noticias de Brad. En algún momento, Kitty empezó a tener la sensación de que les estaban vigilando. Alguien llamaba y colgaba sin decir nada. Una noche, alguien la asaltó en el aparcamiento de un centro comercial, pero ella consiguió escapar. Entonces decidió marcharse con Mickey y desaparecer del mapa.

– ¿Por qué no me dijiste nada de eso antes? -preguntó Myron.

Kitty le miró furiosa, como si acabase de proponerle con toda naturalidad un acto de bestialismo.

– ¿Estás de broma o qué?

Myron no quería desenterrar la vieja pelea en ese momento.

– A mí o a cualquiera -dijo-. Brad lleva desaparecido tres meses. ¿Cuánto tiempo más pensabas esperar?

– Ya te lo dije. Brad nos pidió que no se lo dijésemos a nadie. Que eso sería muy peligroso para todos.

Myron seguía sin creérselo -había algo en todo esto que no tenía sentido-, pero cuando intentó insistir, Kitty se cerró en banda y se echó a llorar. Luego, cuando creía que Mickey no la escuchaba (Myron estaba seguro de que sí), Kitty le suplicó que le devolviese la droga: «Sólo un último chute», empleando la lógica de que, de todas maneras, iba a entrar en rehabilitación, ¿qué mal podía hacerle?

Había una placa pequeña en la que podía leerse: The Coddington Institute. Myron entró por el camino particular que pasaba junto a la garita de seguridad. Desde el exterior, aquel lugar parecía una de esas residencias victorianas con servicio de «cama y desayuno». En el interior, al menos en la recepción, era una interesante mezcla de hotel de lujo y cárcel. Una suave música clásica sonaba por la megafonía. Un candelabro colgaba del techo. Había barrotes en las ventanas.

La placa de la recepcionista indicaba que se llamaba Christine Shippee, pero Myron sabía que era mucho más que una recepcionista. Christine era, de hecho, la fundadora del Coddington Institute. Les saludó desde detrás de lo que parecía un cristal a prueba de balas, aunque saludar podía ser una expresión exagerada. Christine tenía una expresión en el rostro que parecía ordenar: ríndete. Sus gafas de leer colgaban de una cadenilla. Les miró como si los hubiera sorprendido en falta y suspiró. A continuación deslizó unos formularios a través de una bandeja como las de los bancos.

– Rellenen los formularios y después vuelvan -dijo Christine a modo de presentación.

Myron se apartó hacia un rincón. Comenzó a escribir el nombre de ella, pero Kitty le detuvo.

– Pon Lisa Gallagher. Es mi alias. No quiero que ellos me encuentren.

Una vez más Myron le preguntó quiénes eran «ellos», y ella volvió a afirmar que no tenía ni idea. No era un buen momento para empezar a discutir, así que rellenó los formularios y los llevó a la ventanilla.

La recepcionista cogió las hojas, se puso las gafas de lectura y comenzó a leer en busca de errores. Kitty empezó a temblar con más fuerza. Mickey rodeó con los brazos a su madre para intentar calmarla. No funcionó. Kitty parecía ahora más pequeña, más frágil.

– ¿Lleva alguna maleta? -le preguntó Christine.

Mickey se la mostró.

– Déjela allí. La revisaremos antes de llevarla a su habitación. -Christine centró su atención en Kitty-. Ahora despídase. Luego acérquese a la puerta y yo la dejaré pasar.

– Espere -dijo Mickey.

Christine Shippee le miró.

– ¿Puedo ir con ella? -preguntó el chico.

– No.

– Pero quiero ver la habitación -explicó Mickey.

– Y yo quiero luchar en el barro con Hugh Jackman. No pasará ninguna de las dos cosas. Dígale adiós y muévase.

Mickey no se echó atrás.

– ¿Cuándo podré visitarla?

– Ya lo veremos. A su madre hay que desintoxicarla.

– ¿Cuánto tiempo llevará? -preguntó Mickey.

Christine dirigió la mirada hacia Myron.

– ¿Por qué estoy hablando con un crío?

Kitty seguía con los tembleques.

– No sé qué hacer.

– Si no quieres entrar… -dijo Mickey.

– Mickey -le interrumpió Myron-. No la estás ayudando.

– ¿No ves que está asustada? -respondió en voz baja su sobrino, furioso.

– Ya sé que está asustada -señaló Myron-. Pero así no vas a ayudarla. Deja que estas personas hagan su trabajo.

Kitty se aferró a su hijo y dijo:

– ¿Mickey?

Una parte de Myron sentía una gran compasión por Kitty; pero otra parte mucho mayor de Myron quería apartarla de su hijo, darle una patada en su puñetero culo egoísta y mandarla al otro lado de la puerta. Mickey se acercó a Myron.

– Tiene que haber otra manera.

– No la hay.

– No voy a dejarla aquí.

– Sí, Mickey, sí que lo harás. O eso o llamo a la poli, a los servicios sociales o a quien sea.

Myron se daba cuenta de que no era sólo Kitty quien estaba asustada. Mickey también. Myron se dijo a sí mismo que aún era un crío, y recordó aquellas fotografías de la familia feliz: mamá, papá y su hijo único. Pero ahora el padre de Mickey había desaparecido en algún lugar de Sudamérica, y su madre estaba a punto de franquear una sólida puerta de seguridad y entrar en el duro y solitario mundo de la desintoxicación y la rehabilitación de su dependencia de las drogas.

– No te preocupes -afirmó Myron lo más amablemente que pudo-. Cuidaremos de ti.

Mickey hizo una mueca.

– ¿Te lo crees de verdad? ¿Crees que quiero que me ayudes?

– ¿Mickey?

Era Kitty. Mickey se volvió hacia su madre, y de pronto sus roles volvieron a ser los que deberían haber sido siempre: Kitty volvía a ser la madre y Mickey el hijo.

– Estaré bien -afirmó con la voz más firme que pudo-. Debes irte y quedarte con tus abuelos. Podrás venir a verme tan pronto como sea posible.

– Pero…

Ella volvió a acariciarle el rostro.

– No pasará nada. Te lo prometo. Pronto podrás venir a visitarme.

Mickey apoyó su rostro en el hombro de ella. Kitty le retuvo durante unos segundos y observó a Myron. Myron le indicó con un gesto que su hijo estaría bien. El gesto no le sirvió de consuelo a Kitty, pero al fin se apartó y se dirigió hacia la puerta sin decir palabra. Espero a que sonase el timbre de la recepcionista y luego desapareció en el interior.

– Ella estará bien -le dijo Christine Shippee a Mickey, por fin con un matiz de amabilidad en su voz.

Mickey se dio la vuelta y salió de allí furioso. Myron le siguió. Pulsó el mando a distancia para abrir la puerta del coche. Mickey trató de abrir la puerta de atrás, pero Myron pulsó de nuevo el mando a distancia para cerrarla.

– ¿Qué diablos?

– Sube adelante -dijo Myron-. No soy un chófer.

Mickey se sentó en el asiento del copiloto. Myron puso en marcha el coche. Se volvió hacia Mickey, pero el chico se había puesto otra vez los auriculares del iPod. Myron le tocó en el hombro.

– Quítatelos.

– ¿De verdad, Myron? ¿Es así como crees que vamos a entendernos?

Pero unos poco minutos más tarde, Mickey hizo lo que le había pedido. El chico miraba a través de la ventanilla y le daba a Myron la nuca. Estaban a sólo unos diez minutos de la casa de Livingston. Myron quería preguntarle más cosas, quería animarle a que se abriese, pero quizá ya había sido suficiente por esa noche.

Sin dejar de mirar a través de la ventanilla, Mickey dijo:

– No te atrevas a juzgar a mi madre.

Myron mantuvo las manos en el volante.

– Sólo quiero ayudarla.

– Ella no ha sido siempre así.

Myron tenía mil preguntas que hacerle, pero quería darle tiempo al chico. Cuando Mickey habló de nuevo, lo hizo otra vez en tono defensivo.

– Es una buena madre.

– Seguro que lo es.

– No seas condescendiente, Myron.

Tenía razón.

– ¿Entonces qué pasó?

– ¿A qué te refieres?

– Has dicho que no siempre ha sido así. ¿Te refieres a que no era una yonqui?

– Deja de llamarla de esa manera.

– Pues aprende a usar esa palabra.

Nada.

– Dime qué querías decir con que «no siempre ha sido así» -continuó Myron-. ¿Qué fue lo que pasó?

– ¿Qué quieres decir con qué fue lo que pasó? -Mickey volvió la mirada al parabrisas y miró la carretera con demasiada atención-. Pasó lo de papá. No puedes culparla a ella.

– No estoy culpando a nadie.

– Ella era tan feliz antes. No te lo puedes imaginar. Siempre se estaba riendo. Entonces papá se marchó y… -Se contuvo, parpadeó, tragó saliva-. Y entonces se derrumbó. No sabes lo que significaban el uno para el otro. Tú crees que los abuelos son una pareja fantástica, pero tienen amigos, una comunidad y otros parientes. Mamá y papá sólo se tenían el uno al otro.

– Y a ti.

Él frunció el entrecejo.

– Ya estás siendo condescendiente otra vez.

– Perdona.

– Tú no lo entiendes, pero si alguna vez los hubieses visto juntos, lo harías. Cuando estás tan enamorado… -Mickey se detuvo, preguntándose cómo seguir-. Algunas parejas no pueden estar separadas. Es como si fueran una persona. Quitas a una… -No acabó el argumento.

– ¿Cuándo comenzó a consumir?

– Hace unos pocos meses.

– ¿Después de que desapareciese tu padre?

– Sí. Antes había estado limpia desde que nací; antes de que lo digas, sí, sabía que había consumido drogas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sé muchas cosas -respondió Mickey, y una sonrisa astuta y triste apareció en su rostro-. Sé lo que hiciste. Sé cómo intentaste separarles. Sé que le dijiste a mi padre que mi madre quedó embarazada de otro tipo. Que se acostaba con cualquiera. Que no debía dejar los estudios por ella.

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Por mamá.

– ¿Tu madre te contó todo eso?

Mickey asintió.

– Ella no me miente.

Caray.

– ¿Qué más te dijo?

Mickey se cruzó de brazos.

– No voy a repasar los últimos quince años para ti.

– ¿Te dijo que intenté tirármela?

– ¿Qué? No. ¿Lo hiciste?

– No. Pero se lo dijo a tu padre para crear una barrera entre nosotros.

– Oh tío, eso es muy fuerte.

– ¿Qué me dices de tu padre? ¿Qué te dijo?

– Dijo que tú hiciste que se alejasen.

– No era mi intención.

– ¿A quién le importa cuál era tu intención? Hiciste que se alejasen. -Mickey soltó un suspiro-. Tú lo hiciste, y ahora estamos aquí.

– ¿Eso qué significa?

– ¿Qué crees que significa?

Él quería decir que su padre había desaparecido; que su madre era una yonqui; que culpaba a Myron de ello, y que se preguntaba cómo hubiesen sido sus vidas si Myron hubiese sido más comprensivo.

– Es una buena madre -repitió Mickey-. La mejor.

Sí, la yonqui era la madre del año. Como el propio padre de Myron había dicho hacía pocos días, los hijos tienen una manera de apartar lo malo. En este caso, parecía casi ilusorio. Claro que ¿cómo se juzga la tarea de un padre? Si juzgas a Kitty por el resultado -el resultado final, si quieres- entonces, bueno, mira a este chico. Es magnífico. Es valiente, fuerte, inteligente, y está dispuesto a luchar por su familia.

Así que quizá, pese a ser una yonqui loca, mentirosa y todo lo demás, Kitty, al fin y al cabo, había hecho algo bien.

Pasó otro minuto de silencio antes de que Myron decidiese reanudar la conversación con un comentario casual:

– He oído que eres muy bueno tirando al aro.

– ¿Myron?

– ¿Sí?

– No trates de caerme bien.

Mickey se puso de nuevo los auriculares, aumentó el volumen hasta un nivel nada saludable y volvió a mirar por la ventanilla del copiloto. Hicieron el resto del camino en silencio. Cuando llegaron a la vieja casa en Livingston, Mickey apagó el iPod y la miró fijamente.

– ¿Ves aquella ventana de allá arriba? -preguntó Myron-. ¿La que tiene la pegatina?

Mickey siguió mirando sin decir nada.

– Cuando éramos niños, tu padre y yo compartíamos aquel dormitorio. Solíamos jugar a baloncesto, intercambiábamos cromos de béisbol y nos inventamos un juego de hockey con una pelota de tenis y la puerta del armario.

Mickey esperó un momento. Luego se volvió hacia su tío.

– Debíais de ser la hostia.

Todo el mundo se hace el listillo.

A pesar de los horrores de las últimas veinticuatro horas -o quizá por eso mismo-, Myron no pudo contener la risa. Mickey salió del coche y caminó por el mismo sendero donde la noche anterior había atacado a Myron. Su tío le siguió y, por un momento, estuvo tentado de placar en broma a su sobrino. Es curioso lo que nos pasa por la cabeza en los momentos más extraños.

Su madre estaba en la puerta. Primero abrazó a Mickey, de esa manera que sólo podía hacer ella. Cuando su madre daba un abrazo lo daba todo, no retenía nada. Mickey cerró los ojos y se dejó envolver.

Myron esperaba que el chico se echara a llorar, pero Mickey no era aficionado a la llantina. Mamá por fin le soltó y abrazó a su hijo. Luego dio un paso atrás y les detuvo ante la entrada con una mirada asesina.

– ¿Qué está pasando con vosotros dos? -preguntó mamá.

– ¿A qué te refieres? -dijo Myron.

– A mí no me vengas con ésas. Tu padre acaba de decirme que Mickey se quedará aquí un tiempo. Nada más. No me malinterpretes, Mickey, estoy encantada de que vengas a vivir con nosotros. Demasiado has tardado en venir, con todas esas tonterías por el extranjero. Tú perteneces a este lugar. Con nosotros. Con tu familia.

Mickey no dijo nada.

– ¿Dónde está papá? -preguntó Myron.

– Está en el sótano, preparando tu viejo dormitorio para Mickey. A ver, ¿qué está pasando?

– ¿Por qué no llamamos a papá y hablamos de todo?

– Por mí está bien -admitió mamá, y le apuntó con el dedo, como, eh, como una madre-, pero nada de cosas raras.

– ¿Cosas raras?

– ¿Al? Los chicos están aquí.

Entraron en la casa. Mamá cerró la puerta.

– ¿Al?

Ninguna respuesta. Se miraron, pero nadie se movió. Myron fue hacia el sótano. La puerta del viejo dormitorio de Myron -que pronto sería el de Mickey- estaba abierta de par en par. Llamó a su padre.

– ¿Papá?

No hubo respuesta.

Myron observó a su madre. Parecía más intrigada que otra cosa. Myron sintió que el pánico entraba en su pecho. Luchó contra él y por fin saltó y corrió por las escaleras del sótano. Mickey fue tras él.

Myron se detuvo cuando llegó al pie de las escaleras y Mickey chocó contra él, empujándolo un poco, pero Myron no sintió nada. Miraba fijamente hacia delante y sentía que todo su mundo comenzaba a derrumbarse.

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