15

El jet privado de Win aterrizó en la única pista del aeropuerto de Fox Hollow. Una limusina negra esperaba en la pista. Win le dio un casto beso a su azafata Mii y bajó la escalerilla.

La limusina le dejó en la penitenciaría federal de Lewisburg, Pensilvania, hogar de los «peores entre los peores» prisioneros federales. Un guardia recibió a Win y le condujo a través de la prisión de máxima seguridad hasta el bloque G, o como se le conocía comúnmente, «el pabellón de la mafia». John Gotti había cumplido allí su condena; también Al Capone.

Win entró en la sala de visitantes.

– Por favor, tome asiento -dijo el guardia.

Win lo hizo.

– Éstas son las reglas -continuó el guardia-. Nada de estrecharse las manos. Nada de tocarse. Ningún contacto físico de ningún tipo.

– ¿Qué pasa con el beso francés? -preguntó Win.

El guardia frunció el entrecejo, pero eso fue todo. Win había conseguido la cita muy pronto. Eso significaba, como sin duda había deducido el guardia, que era un hombre con mucha influencia. A los presos de Lewisburg de las Fases 1 y 2 sólo se les permitía recibir visitas a través de cámaras de vídeo. A los presos de la Fase 3 sólo se les permitían recibir visitas sin contactos. Sólo en la Fase 4 -y no estaba claro cómo se llegaba a la Fase 4- se les permitía lo que llamaban «visitas con contacto», con sus familiares. A Frank Ache, el antiguo jefe mafioso de Manhattan, se le había concedido la Fase 3 para recibir la visita de Win. A Win ya le iba bien así. No tenía el más mínimo interés en mantener ningún tipo de contacto físico con ese hombre.

Se abrió la pesada puerta. Cuando Frank Ache entró en la sala de visitas, encadenado de pies y manos y vestido con un mono color naranja neón, incluso Win se sorprendió. En su mejor época -que había durado más de dos décadas-, Frank había sido un peligroso y duro jefe mafioso de la vieja escuela. Mostraba entonces un aspecto impresionante. Había sido un hombre corpulento, con el pecho como un barril, y vestía con chándales de poliéster que imitaban el terciopelo, demasiado horteras incluso para un concurso de camioneros. Hubo rumores de que Scorsese quería rodar una película sobre su vida y de que el personaje de Tony Soprano se había inspirado en Frank, excepto en que Frank no tenía una familia cariñosa ni el carácter humano de Soprano. El nombre de Frank Ache despertaba temor. Había sido un asesino peligroso, un hombre que había asesinado a muchas personas y que nunca se había disculpado por ello.

Pero la prisión tiene su manera de empequeñecer a un hombre. Ache debía haber perdido veinticinco o treinta kilos dentro de aquellas paredes, parecía consumido, seco como una vieja rama, frágil. Frank Ache miró al visitante con los ojos entrecerrados e intentó sonreír.

– Windsor Horne Lockwood III -dijo-. ¿Qué demonios haces aquí?

– ¿Cómo estás, Frank?

– Como si eso te importase.

– No, no, siempre me he preocupado mucho por tu bienestar.

Frank Ache soltó una risa demasiado larga y fuerte al escucharle.

– Tuviste suerte de que no te matase. Mi hermano siempre me detuvo, ya lo sabes.

Win lo sabía. Miró sus ojos oscuros y vio el vacío en ellos.

– Ahora tomo Zoloft -añadió Frank, como si le leyese el pensamiento-. ¿Te lo puedes creer? Me tienen en vigilancia para evitar que me suicide. Yo no le veo mucho sentido, ¿tú sí?

Win no sabía si se refería al hecho de tomar el medicamento, de cometer un suicidio o incluso a intentar prevenir la posibilidad de que lo hiciera. Tampoco le importaba.

– Quiero pedirte un favor -dijo Win.

– ¿Alguna vez fuimos amigos?

– No.

– ¿Y?

– Un favor -explicó Win-. Tú me haces un favor a mí y yo te hago uno a ti.

Frank Ache se detuvo. Cerró los ojos y utilizó una mano que alguna vez había sido muy grande para limpiarse el rostro. Era calvo, excepto por unos grandes mechones a los lados de la cabeza. La piel morena tenía el color gris de las calles después de la lluvia.

– ¿Qué te hace creer que necesito un favor?

Win no respondió. No tenía nada que añadir.

– ¿Cómo se las arregló tu hermano para librarse de la acusación?

– ¿Es eso lo que quieres saber?

Win no dijo nada.

– ¿Qué más da?

– Hazme el favor, Frank.

– Tú ya conoces a Herman. Es un tipo distinguido. En cambio yo parezco un macarra.

– Gotti era un tipo elegante.

– No, no lo era. Parecía un mono vestido con trajes caros.

Frank Ache desvió la mirada, tenía los ojos llorosos. Se llevó una mano a la cara de nuevo. Comenzó de nuevo a sorber mocos y a continuación el rostro se le descompuso. Se echó a llorar. Win esperó a que recuperase la compostura. Ache lloró un poco más.

– ¿Tienes un pañuelo o algo así? -preguntó.

– Utiliza esa manga naranja neón -respondió Win.

– ¿Sabes cómo es estar aquí?

Win no dijo nada.

– Estoy sentado solo, en una celda de dos por tres metros. Estoy sentado allí veintitrés horas al día. Solo. Tomo mis comidas allí. Cago allí. Cuando salgo al patio durante una hora, no hay nadie más ahí fuera. Paso días sin oír ni una sola voz. En alguna ocasión intento hablar con los guardias. No me responden ni una palabra. Día tras día, estoy completamente solo. No hablo con nadie. Y así será hasta el día en que me muera. -Comenzó a llorar de nuevo.

Win estaba tentado de hacer el gesto de tocar su violín de aire, pero se contuvo. El hombre hablaba; al parecer necesitaba hablar. Era una buena señal.

– ¿A cuántas personas mataste, Frank?

Él dejó de llorar por un momento.

– ¿Yo mismo o a las que ordené matar?

– Tú eliges.

– Me has pillado. Me cargué a unos cuantos, a unos veinte o treinta tipos.

Como si estuviese hablando de multas de aparcamiento que no hubiese pagado.

– Cada vez lo siento más por ti -dijo Win.

Si Frank se ofendió, no lo demostró.

– Oye, Win, ¿quieres oír algo divertido?

Continuaba inclinándose adelante mientras hablaba, desesperado por mantener cualquier clase de conversación o de contacto. Es sorprendente cómo un ser humano, incluso alguien tan miserable como Frank Ache, podía llegar a anhelar volver a estar con otros seres humanos después de estar tan solo.

– El escenario es todo tuyo, Frank.

– ¿Recuerdas a uno de mis hombres llamado Bobby Fern?

– Puede.

– ¿Un tipo gordo, grandote? Solía ir con menores en el barrio de las putas.

Win le recordaba.

– ¿Qué pasa con él?

– Tú me ves llorar aquí, ¿no? Ya no intento ocultarlo. Me refiero a qué sentido tiene. Sabes a lo que me refiero. Estoy llorando, ¿y qué? La verdad es que siempre lo hice. Solía echarme a llorar a solas. Incluso durante el día. Tampoco sé por qué. Hacer daño a las personas me hacía sentir bien, así que no era por eso, pero entonces, una vez, estaba viendo Enredos de familia. ¿Te acuerdas de aquella serie? Con aquel chico que ahora tiene la enfermedad de los tembleques…

– Michael J. Fox.

– Correcto. Me encantaba aquella serie. La hermana, Mallory, estaba como un tren. Así que la estaba mirando, debía de ser la última temporada, y el padre de familia tenía un infarto. Era una cosa triste de ver, fue así como murió mi viejo. Tampoco era para tanto, era una serie estúpida, y de repente me encuentro llorando como un bebé. Me solía pasar otras veces. Así que me inventaba una excusa y me iba. Nunca dejé que nadie me viese. Tú conoces mi mundo, ¿no?

– Sí.

– Así que un día me eché a llorar, y Bobby entró y me vio. -Frank sonrió-. Bobby y yo éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Su hermana fue la primera chica que me tiré. En octavo. Fue tremendo. -Desvió la mirada, perdido en aquel momento feliz-. Así que Bobby entra, yo estaba llorando y, tío, tendrías que haberle visto la cara. No sabía qué hacer. Bobby no dejaba de jurar que nunca se lo diría a nadie, que no me preocupase, joder, que él lloraba a todas horas. Yo quería a Bobby. Era un buen hombre. De una buena familia. Así que pensé en dejarlo correr, ya sabes.

– Siempre fuiste un príncipe -dijo Win.

– Correcto, lo intenté. Pero verás, desde entonces, cada vez que veía a Bobby, me sentía, no sé, como avergonzado o algo así. Él no hacía ni decía nada, pero de pronto parecía siempre nervioso cuando estaba conmigo. No me miraba a los ojos, esa clase de cosas. Y Bobby sonreía mucho, ya sabes, tenía aquella gran sonrisa y se reía muy fuerte. Pero a partir de entonces, cada vez que sonreía o se reía, yo pensaba que quizá se estaba riendo de mí. ¿Entiendes lo que digo?

– Así que lo mataste -dijo Win.

Frank asintió.

– Utilicé un garrote hecho con un sedal. No lo usaba muy a menudo. Casi le corté la cabeza a Bobby. Lo que quiero decir es: ¿puedes culparme por ello?

Win separó los brazos.

– ¿Cómo podrían culparte?

Frank se rió de nuevo demasiado fuerte.

– Es bonito tenerte aquí de visita.

– Oh, sí, qué buenos tiempos.

Frank se rió un poco más. Win se dijo que sólo quería hablar. En realidad era patético. Este antiguo gigantón estaba roto, desesperado, y por lo tanto Win le podía utilizar.

– Dijiste antes que Herman tiene clase. Que él parecía más legal que tú.

– Sí.

– ¿Podrías explicármelo?

– Tú estabas allí, sabes cómo eran las cosas entre mi hermano y yo. Herman quería ser legal. Quería ir a las fiestas y jugar en los viejos campos de golf, como tú, y consiguió tener una oficina en el centro, en un bonito edificio. Metió dinero sucio en negocios de verdad, como si eso sirviese para limpiar el dinero. Así que, al final, Herman sólo quería ocuparse del juego y de los préstamos usureros. Adivina por qué.

– ¿Porque son negocios menos violentos? -preguntó Win.

– No, qué va, son muy violentos cuando hay que cobrar. -Frank Ache se inclinó hacia delante, y Win notó su mal aliento-. El juego y los préstamos con usura a él le parecían negocios legales. Los casinos se ocupan del juego y son legales. Los bancos prestan y son legales. Entonces, ¿por qué Herman no podía hacer lo mismo?

– ¿Y tú?

– Yo me ocupaba de los otros asuntos. Las drogas, las putas, cosas así, aunque, permíteme que te lo diga, si el Zoloff no es una droga que funciona mejor que una mamada, se la chuparía a una hiena.

Y no me vengas con que las putas son ilegales. Es la más antigua de las profesiones. Si lo piensas, al final, ¿alguna vez el hombre no paga por el sexo?

Win no discutió.

– Entonces, ¿qué te trae por aquí? -Frank sonrió, y esa imagen continuaba siendo siniestra. Win se dijo que aquella sonrisa era lo último que habían visto muchas personas antes de morir-. O mejor dicho, tal vez debería preguntarte: ¿en el culo de quién ha metido ahora el dedo Myron?

Había llegado el momento de mostrar sus cartas.

– Evan Crisp.

Frank abrió mucho los ojos.

– ¡Joder!

– Sí.

– ¿Myron se encontró con Crisp?

– Lo hizo.

– Crisp es casi tan peligroso como tú -afirmó Frank.

– Me siento halagado.

– Tío, tú contra Crisp. Sería divertido verlo.

– Te mandaré el DVD.

Algo oscuro atravesó el rostro de Frank.

– Evan Crisp -dijo con voz pausada- es una de las principales razones por las que estoy aquí.

– ¿Cómo es eso?

– Verás, uno de nosotros, Herman o yo, tenía que caer. Ya sabes cómo es RICO. Necesitaban un chivo expiatorio.

«Chivo expiatorio», pensó Win. Ese hombre no tenía ni idea de cuántas personas había matado él mismo, incluida una por haberle visto llorar. Pero era el chivo expiatorio.

– Así que era Herman o yo. Crisp trabajaba para Herman. De pronto los testigos de Herman desaparecieron o guardaron silencio. Los míos no. Punto final.

– Así que tú tuviste que cargar con los crímenes.

Frank se inclinó hacia delante una vez más.

– Me echaron a los leones.

– Y mientras tanto, Herman vive feliz y legal -comentó Win.

– Sí -asintió Frank.

Sus miradas se cruzaron durante unos segundos. Frank le dirigió a Win un gesto casi invisible.

– Evan Crisp -dijo Win- trabaja ahora para Gabriel Wire. ¿Sabes quién es?

– ¿Wire? Claro. Su música es una pura y auténtica mierda. ¿Myron es su representante?

– No, es agente de su socio.

– Lex algo, ¿no? Otro tipo sin talento.

– ¿Tienes alguna idea de por qué Crisp podría estar trabajando para Gabriel Wire?

Frank sonrió y mostró unos dientes pequeños, que parecían pastillas de menta.

– En los viejos tiempos, Gabriel Wire hacía de todo. Drogas, putas, pero sobre todo el juego.

Win enarcó una ceja.

– Por favor, dime.

– ¿El favor?

– Hecho.

No dijo nada más al respecto. No hacía falta nada más.

– Wire le debía mucha pasta a Herman -añadió Frank-. Hubo un momento, y ahora me remonto a antes de que empezara a hacer su numerito a lo Howard Hughes, es decir, hace unos quince o veinte años, en que su deuda era de más de medio millón.

Win se quedó pensativo durante unos instantes.

– Corre el rumor de que alguien desfiguró el rostro de Wire.

– Herman, no -dijo Frank, y sacudió la cabeza-. No es tan estúpido. Wire no puede cantar una nota, pero su sonrisa puede desabrochar un sostén desde treinta pasos. Así que no, Herman no le haría nada al paganini.

Fuera de la habitación, en el pasillo, un hombre gritó. El guardia que permanecía junto a la puerta no se movió. Tampoco Frank. Los gritos continuaron, cada vez más fuertes, y de repente se cortaron como si hubiesen apretado un interruptor.

– ¿Alguna idea de por qué Crisp está trabajando para Wire? -preguntó Win.

– Oh, dudo que esté trabajando para Wire -respondió Frank-. ¿Mi opinión? Crisp está allí por Herman. Lo más probable es que esté presente para asegurarse de que el señor Rock-n-Roll pague.

Win se echó hacia atrás y cruzó las piernas.

– Entonces, tú crees que tu hermano todavía anda involucrado en algo con Gabriel Wire.

– ¿Por qué, si no, iba a estar Crisp vigilándole?

– Creíamos que quizás Evan Crisp se había vuelto legal. Que tal vez se había buscado un bonito trabajo como guardia de seguridad para proteger a una estrella recluida.

Frank sonrió de nuevo.

– Sí, ya veo que podrías pensar eso.

– ¿Estoy equivocado?

– Nunca nos volvemos legales, Win. Sólo nos volvemos más hipócritas. En este mundo, perro se come a perro. Algunos acaban comidos; otros, no. Todos nosotros, incluido tu amigo Myron, seríamos capaces de matar a un millón de desconocidos para proteger a los pocos que queremos, y cualquiera que afirme lo contrario miente. Lo hacemos todos los días, de una manera u otra. Puedes comprarte un bonito par de zapatos o utilizar ese dinero para salvar a unos cuantos niños hambrientos de África, pero siempre acabas comprándote los zapatos. Así es la vida. Todos somos capaces de matar, cuando sentimos que tenemos una justificación para hacerlo. Un hombre tiene una familia que se está muriendo de hambre. Si matara a otro hombre, podría robarle el pan y salvar a sus hijos. Si no lo matara, se quedaría sin pan y su familia moriría. Así que matará al hombre. Siempre es así. Pero verás, el rico no necesita matar para conseguir su pan. Así que dice: «Oh, es malo matar», y hace leyes para que nadie le hiera ni le robe el millón de panes que tiene guardado para él y su gorda familia. ¿Oyes lo que te digo?

– La moralidad es subjetiva -afirmó Win, e hizo un exagerado gesto de contener un bostezo-. Qué perspicacia filosófica, Frank.

Frank se rió.

– No recibo muchas visitas. Estoy disfrutando con esto.

– Fabuloso. Así que, por favor, dime, ¿en qué andan metidos Crisp y tu hermano?

– La verdad es qué no lo sé. Pero podría explicarte de dónde viene gran parte del dinero de Herman. Cuando aparecieron los tipos de RICO, embargaron todas nuestras cuentas. Pero Herman tenía en alguna parte una gallina de los huevos de oro que pagaba a su abogado y a Crisp. Podría haber sido Gabriel Wire, ¿por qué no?

– ¿Podrías preguntárselo?

– ¿Preguntarle a Herman? -Frank sacudió la cabeza-. No viene mucho de visita.

– Ah, qué triste. Antes estabais muy unidos.

En aquel momento el móvil de Win vibró dos veces. La doble vibración funcionaba sólo en caso de emergencia. Sacó el móvil, leyó el texto y cerró los ojos.

Frank Ache le miró.

– ¿Malas noticias?

– Sí.

– ¿Tienes que marcharte?

Win se levantó.

– Sí.

– Eh, Win. Vuelve por aquí, ¿vale? Me gustan estas conversaciones.

Pero ambos sabían que no lo haría. Era patético. Veintitrés horas en una celda solo. «No podías hacerle eso a un hombre -pensó Win-, ni siquiera al peor de su calaña. Tendrías que llevarlo a la parte trasera, apuntarle con un arma en la cabeza y meterle dos balas en el cráneo. Antes de apretar el gatillo, el hombre, incluso alguien tan maltrecho como Frank, suplicaría por su vida.» Era así como funcionaban las cosas. El instinto de supervivencia siempre se ponía en marcha; los hombres, todos los hombres, suplicaban por sus vidas cuando se enfrentaban a la muerte. Sin embargo, sacrificar a un animal tenía una relación coste-efectividad más sabia y, finalmente, más humana.

Win le hizo una seña al guardia y se apresuró en volver a su avión.

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