Myron observó a Kitty caminar con lentitud por el centro comercial, como si tuviese miedo de que el suelo se hundiese bajo sus pies. Tenía el rostro pálido. Las pecas se habían esfumado, pero no de una manera sana. Continuaba caminando encogida y parpadeando, como si alguien le hubiera levantado la mano y ella se preparase para recibir el golpe.
Por un momento, Myron se quedó quieto donde estaba. Los sonidos del centro comercial resonaban en sus oídos y le recordaban aquellos lejanos días del tenis, cuando Kitty tenía tanta confianza y seguridad en sí misma, que enseguida veías que estaba destinada a alcanzar la fama. Myron recordó aquella vez que llevó a Suzze y a Kitty a un centro comercial como éste, hacía mucho tiempo, después de un torneo en Albany. Las dos grandes promesas del tenis entraron en el centro comercial comportándose como dos adolescentes y se olvidaron de fingir que eran personas adultas durante un buen rato. Repetían «cómo» y «¿sabes?» en cada frase, hablaban a gritos y se reían por las cosas más tontas, como hacían las demás chicas de su edad.
¿Sería una locura preguntarse cuándo se estropeó todo?
Kitty miraba a la izquierda y a la derecha. La pierna derecha comenzaba a temblarle. Myron tenía que tomar una decisión. ¿Debería acercarse a ella poco a poco o sería mejor esperar y seguirla hasta el coche? ¿Debería provocar un encuentro directo o actuar de manera más sutil?
Cuando Kitty le dio la espalda, Myron comenzó a caminar hacia ella. Apresuró el paso, temeroso de que, si ella se giraba, le viese y echase a correr. Se desvió para impedir que pudiese emprender una huida rápida y se dirigió hacia una esquina entre Macy's y Wetzel's Pretzels. Se encontraba a dos pasos de Kitty cuando sintió vibrar la Blackberry. Como si hubiese intuido su proximidad, Kitty comenzó a volverse hacia él.
– Me alegro de verte, Kitty.
– ¿Myron? -Retrocedió como si la hubiesen abofeteado-. ¿Qué haces aquí?
– Tenemos que hablar.
Ella abrió la boca.
– ¿Cómo me encontraste?
– ¿Dónde está Brad?
– Espera, ¿cómo sabías que estaría aquí? No lo entiendo.
Él habló deprisa, con el deseo de acabar cuanto antes.
– Encontré a Crush. Le dije que te llamase y organizase una cita. ¿Dónde está Brad?
– Tengo que irme.
Kitty intentó pasar por su lado. Myron se interpuso en su camino. Ella se movió a la derecha. Myron le sujetó el brazo.
– Suéltame.
– ¿Dónde está mi hermano?
– ¿Por qué quieres saberlo?
La pregunta le detuvo. No sabía muy bien qué responder.
– Sólo quiero hablar con él.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué? Es mi hermano.
– Y es mi marido -dijo ella, defendiendo repentinamente su territorio-. ¿Qué quieres de él?
– Te lo dije. Sólo quiero hablar con él.
– ¿Para qué, para inventarte más cosas sobre mí?
– ¿Inventarme más cosas sobre ti? Tú fuiste la que dijo que yo… -Improductivo. Se contuvo-. Mira, lo siento mucho. Todo lo que haya dicho o hecho. Quiero dejar eso atrás. Quiero disculparme.
Kitty sacudió la cabeza. Detrás de ella, el tiovivo se puso en marcha. Había unos veinte niños. Algunos padres se acercaron a ellos. Estaban junto a los caballitos, para asegurarse de que sus retoños estuviesen seguros. La mayoría miraba desde los costados, con la cabeza moviéndose en pequeños círculos para poder ver a sus hijos y sólo a sus hijos. Cada vez que pasaba el niño, el rostro del padre se iluminaba de nuevo.
– Por favor -dijo Myron.
– Brad no quiere verte.
Su tono era el de una adolescente petulante, pero las palabras todavía ardían.
– ¿Lo ha dicho él?
Kitty asintió. Intentó mirarla a los ojos, pero su mirada estaba fija en cualquier parte menos en él. Myron tenía que dar un paso atrás y controlar sus emociones. Olvidar el pasado. Olvidar la historia. Intentar conectar.
– Desearía poder retirarlo todo -dijo Myron-. No tienes idea de cuánto lamento lo ocurrido.
– Ya no tiene importancia. Tengo que irme.
«Conecta -pensó-. Tienes que conectar.»
– ¿Alguna vez has pensado en los arrepentimientos, Kitty? ¿No has deseado nunca volver atrás y hacer las cosas de otra manera, y que entonces todo tu mundo hubiera cambiado? Como si hubieses girado a la derecha en vez de hacerlo a la izquierda en un semáforo. Si tú no hubieses cogido aquella raqueta de tenis cuando tenías, qué sé yo, ¿tres años? Si yo no me hubiese lesionado la rodilla y no hubiese sido tu agente, y si tú nunca hubieses conocido a Brad. ¿Te preguntas alguna vez cosas así?
Tal vez era un señuelo, pero eso no significaba que no fuese verdad. Ahora se sentía vacío. Por un momento ambos permanecieron inmóviles, con su mundo en silencio, mientras el público de la gran superficie se movía a su alrededor.
Cuando Kitty por fin habló, su voz era suave.
– No funciona de esa manera.
– ¿Por qué no?
– Todo el mundo se arrepiente de cosas -afirmó ella desviando la mirada-, pero no quieres volver atrás. Si hubiese girado a la derecha en lugar de a la izquierda, o si nunca hubiera cogido una raqueta, bueno, quizá no hubiese conocido a Brad. Nunca hubiésemos tenido a Mickey. -Al mencionar a su hijo, sus ojos se llenaron de lágrimas-. Pasara lo que pasase, jamás volvería atrás, no me arriesgaría a hacerlo. Si cambiase una sola cosa, aunque sólo fuera tener un sobresaliente en matemáticas de sexto en lugar de un aprobado, quizá la reacción en cadena hubiese cambiado un espermatozoide o un óvulo, y entonces no existiría Mickey. ¿Lo ves?
Oír el nombre del sobrino al que nunca había conocido funcionó como un lazo alrededor del corazón de Myron. Intentó mantener la calma en su voz.
– ¿Cómo es Mickey?
Por un momento desapareció la jugadora de tenis y el color volvió a su rostro.
– Es el chico más fabuloso del mundo. -Sonrió, pero Myron vio las huellas de la devastación tras aquella sonrisa-. Es tan inteligente, fuerte y bueno. Me sigo asombrando todos los días. Le encanta jugar a baloncesto. -Una pequeña risa escapó de sus labios-. Brad dice que quizá sea mejor que tú.
– Me encantaría verle jugar.
Su espalda se puso rígida y su rostro se cerró como una reja.
– Eso no va a suceder.
La estaba perdiendo; era el momento de cambiar de táctica, de desconcertarla.
– ¿Por qué colgaste esas palabras: «No es suyo», en el muro de Suzze?
– ¿De qué me estás hablando? -protestó ella, pero no había convicción en su voz.
Abrió el bolso y comenzó a buscar algo. Myron observó y vio dos paquetes de cigarrillos aplastados. Ella sacó uno y se lo puso en la boca, y le miró como si le retase a que dijese algo. Él no lo hizo.
Kitty se dirigió hacia la salida. Myron se mantuvo a su lado.
– Vamos, Kitty. Ya sé que fuiste tú.
– Necesito fumar.
Caminaron entre dos restaurantes: Ruby Tuesdays y MacDonald's. El MacDonald's tenía una horrorosa estatua de Ronald MacDonald sentado en el reservado. Ronald mostraba una gran sonrisa, estaba demasiado pintado y parecía como si fuese a guiñarles un ojo cuando pasaron. Myron se preguntó si no les causaría pesadillas a los niños. Cuando Myron no estaba seguro de cuál iba a ser su próximo movimiento, se preguntaba esas cosas.
Kitty ya había encendido el cigarrillo. Chupó con fuerza, cerró los ojos y soltó una larga nube de humo. Los coches pasaban lentamente a la búsqueda de una plaza de aparcamiento.
Kitty dio otra calada. Myron esperó.
– ¿Kitty?
– No tendría que haberlo colgado.
Allí estaba. La confirmación.
– ¿Por qué lo hiciste?
– Supongo que fue la típica revancha. Cuando yo estaba embarazada, le dijo a mi marido que no era suyo.
– ¿Y tú decidiste hacer lo mismo?
Otra calada.
– En aquel momento me pareció una buena idea.
A las tres y diecisiete de la madrugada.
– ¿Estabas muy colocada?
– ¿Qué?
Error.
– No importa.
– No, te he oído. -Kitty sacudió la cabeza, arrojó lo que quedaba del cigarrillo a la acera y lo pisoteó-. Esto no es asunto tuyo. No quiero que formes parte de nuestras vidas. Tampoco Brad. -Algo se apagó de nuevo en sus ojos-. Tengo que irme.
Se giró para entrar de nuevo en el centro comercial, pero Myron puso las manos en sus hombros.
– ¿Qué más está pasando aquí, Kitty?
– Quítame las manos de encima.
Él no lo hizo. La miró y vio que la conexión había desaparecido. Ahora parecía un animal acorralado. Un animal acorralado y rencoroso.
– Déjame ir.
– No hay manera de que Brad tolere esto.
– ¿Tolerar qué? No te queremos en nuestras vidas. Quizá quieras olvidar lo que nos hiciste…
– Escúchame sólo un momento, ¿vale?
– ¡Quítame las manos de encima! ¡Ya!
No había manera de hablar con ella. Su irracionalidad le enfurecía. Myron sintió que le hervía la sangre en las venas. Pensó en todas las cosas horribles que ella había hecho: en cómo había mentido, cómo había hecho que su hermano se alejase. La recordó drogándose en el club, y luego pensó en ella en aquel club nocturno con Joel Fishman.
Ahora su voz tenía un tono cortante.
– ¿Cuántas neuronas has quemado, Kitty?
– ¿De qué me estás hablando?
Él se inclinó para que su rostro quedase a unos centímetros del de ella. Casi sin mover los labios, dijo:
– Te localicé a través de tu camello. Fuiste a ver a Lex para conseguir droga.
– ¿Lex te contó eso?
– Por todos los demonios, mírate -exclamó Myron, sin disimular ya su disgusto-. ¿De verdad vas a decirme que no consumes?
Las lágrimas inundaron sus ojos.
– ¿Qué eres tú, mi consejero en drogas?
– Piensa en cómo te encontré.
Kitty entrecerró los ojos, confusa. Myron esperó. Entonces lo comprendió. Él asintió.
– Sé lo que hiciste en el club -añadió Myron, e intentó no perderla-. Incluso lo tengo grabado en vídeo.
Ella sacudió la cabeza.
– No sabes nada.
– Sé lo que vi.
– Hijo de puta. Ahora lo entiendo. -Ella se enjugó las lágrimas-. Quieres mostrárselo a Brad, ¿no?
– ¿Qué? No.
– No me lo puedo creer. ¿Me filmaste?
– Yo no. El club. Es un vídeo de una cámara de vigilancia.
– ¿Y tú lo buscaste? Eres un maldito cabrón.
– ¡Eh! -exclamó Myron-. Yo no soy el que se la chupa a un tío en un club nocturno para poder drogarme.
Ella retrocedió como si la hubiese abofeteado. Estúpido. Había olvidado su propio aviso. Con los desconocidos sabía cómo hablar, sabía cómo interrogarles. Con la familia, siempre tomaba el camino equivocado.
– No pretendía… Mira, Kitty, de verdad, quiero ayudarte.
– Mentiroso. Por una vez di la verdad.
– Estoy diciendo la verdad. Quiero ayudarte.
– No con aquello.
– ¿De qué hablas?
Kitty tenía ahora aquella mirada siniestra, astuta, del drogadicto que busca una dosis.
– ¿Qué dirías si vieses a Brad de nuevo? Dime la verdad.
Eso le hizo detenerse. Después de todo, ¿qué quería conseguir? Win siempre le advertía que no perdiese de vista su objetivo. Que consiguiese sus fines. Uno: Suzze le había pedido que encontrase a Lex. Hecho. Dos: Suzze quería saber quién había colgado en su muro aquel mensaje: «No es suyo». Hecho.
Kitty, la drogata y todo lo demás, ¿acaso no tenía razón? ¿Qué diría si viese a Brad? Sin duda le pediría perdón y trataría de reconciliarse con él, ¿y después, qué?
¿Mantendría en secreto lo que había visto en la cinta de vídeo?
– Lo sabía. -El rostro de Kitty tenía una expresión tan pagada de sí misma y triunfal que él deseaba darle una bofetada más que cualquier otra cosa en el mundo-. Le dirías que soy una puta.
– No creo que tuviese que decirle nada, Kitty. El vídeo habla por sí mismo, ¿no?
Ella le abofeteó. La droga no había disminuido los reflejos de la antigua tenista. La bofetada le dolió, y el sonido se repitió. Kitty echó a andar de nuevo. Con la mejilla enrojecida, Myron la sujetó por el codo, quizá con demasiada fuerza. Kitty intentó apartarse, pero él aumentó la fuerza en un punto de presión. Ella torció el gesto y exclamó:
– ¡Ay, me haces daño!
– ¿Está usted bien, señora?
Myron se giró. Dos guardias de seguridad del centro comercial estaban junto a ellos. Myron soltó el codo de Kitty. Ella entró en el edificio. Myron intentó seguirla, pero los guardias de seguridad se interpusieron en su camino.
– No es lo que parece -les dijo Myron.
Eran demasiado jóvenes para poner los ojos en blanco, como si estuvieran hastiados del mundo, pero lo intentaron; la frase lo merecía.
– Lo siento, señor, pero nosotros…
No había tiempo para dar explicaciones. Como un delantero, Myron se giró a la derecha y se echó a correr con la intención de dejarlos atrás.
– ¡Eh! ¡Alto!
No se detuvo. Corrió por el pasillo. Los guardias de seguridad le perseguían. Se detuvo en la intersección del tiovivo, miró a la izquierda, hacia Spencer Gifts, y adelante, hacia Starbucks.
Nada.
Kitty había desaparecido. Otra vez. Pero quizá fuera lo mejor. Tal vez fuera el momento de evaluar qué estaba haciendo allí. Los guardias de seguridad le alcanzaron. Uno parecía dispuesto a atacarle, pero Myron levantó las manos en señal de rendición.
– Se acabó, tíos. Me marcho.
En ese momento ya habían aparecido ocho guardias de seguridad más, pero ninguno quería montar un escándalo. Le escoltaron hasta fuera del centro comercial. Subió a su coche. «Vaya manera de irse -pensó Myron-. De verdad, lo has manejado muy bien.» Pero ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? Quería ver a su hermano, pero ¿estaba bien forzar la situación? Había esperado dieciséis años. Podía esperar un poco más. Olvidarse de Kitty. Intentaría llegar a Brad a través de aquella dirección de correo electrónico, a través de su padre o algo así.
Sonó el móvil de Myron. Dirigió un saludo a los amables guardias de seguridad y metió la mano en el bolsillo. En la pantalla aparecía un nombre: lex ryder.
– ¿Hola?
– Oh, Dios…
– ¿Lex?
– Por favor… deprisa. -Comenzó a sollozar-. La están sacando.
– Lex, cálmate.
– Es culpa mía. Oh, Dios. Suzze…
– ¿Qué pasa con Suzze?
– No tendrías que haberte metido.
– ¿Suzze está bien?
– ¿Por qué tuviste que meterte?
Más llanto. Myron sintió un miedo helado en el pecho.
– Por favor, Lex, escúchame. Necesito que te calmes y me digas qué está pasando.
– Deprisa.
– ¿Dónde estás?
Lex volvió a sollozar.
– ¿Lex? Necesito saber dónde estás.
Se oyó un sonido ahogado, más llanto, y después tres palabras:
– En la ambulancia.
Fue difícil sacarle algo más a Lex.
Myron consiguió averiguar que a Suzze la llevaban al hospital de Santa María. Eso fue todo. Myron envió un mensaje de texto a Win y llamó a Esperanza.
– Estoy en ello -dijo Esperanza.
Myron intentó buscar el hospital en su GPS, pero su mano continuaba temblando y el GPS tardaba demasiado, y cuando comenzó a conducir el coche, aquella maldita característica de seguridad no le permitía conectar la información.
Se vio retenido por el tráfico de la autopista de Nueva Jersey, comenzó a tocar la bocina y a hacer señas a la gente como un loco. La mayoría de los conductores no le hicieron caso. Vio que algunos cogían el móvil, sin duda para llamar a la policía y avisar de que una persona había perdido el juicio en el atasco.
Myron llamó a Esperanza.
– ¿Alguna noticia?
– En el hospital no dicen nada por teléfono.
– Vale, llámame si te enteras de algo. Tendría que llegar allí dentro de unos diez o quince minutos.
Fueron quince.
La entrada en el aparcamiento del hospital fue bastante complicada. Estaba lleno y, después de dar varias vueltas, lo envió todo al diablo. Aparcó en doble fila, bloqueando la salida a alguien, y dejó las llaves puestas. Corrió hacia la entrada, pasó junto a un grupo de fumadores vestidos con batas de hospital y entró en la sala de urgencias. Se detuvo en el mostrador de entrada, detrás de otras tres personas, balanceándose de un pie a otro como si fuera un chico de dieciséis años que necesitara ir al lavabo urgentemente.
Por fin le llegó su turno. Le dijo a la recepcionista por qué estaba allí. La mujer que había detrás del mostrador mostraba esa implacable expresión de «ya lo he visto todo».
– ¿Es un familiar? -le preguntó en un tono que no podía resultar más indiferente.
– Soy su agente y amigo íntimo.
Exhaló un suspiro muy ensayado. Myron comprendió que iba a ser una pérdida de tiempo. Su mirada recorrió la sala, buscando a Lex, a la madre de Suzze o a alguien. Le sorprendió ver en un rincón a Loren Muse, jefa investigadora del condado. Myron había conocido a Muse tras la desaparición de una adolescente llamada Aimee Biel, hacía unos cuantos años. Muse sujetaba su libreta, hablaba con alguien y tomaba notas.
– ¿Muse?
Ella se volvió hacia él. Myron dirigió la mirada a su derecha y vio que estaba interrogando a Ryder. Lex tenía un aspecto horrible, el color había desaparecido de su rostro, sus ojos miraban al vacío y su cuerpo estaba derrumbado contra la pared. Muse cerró la libreta y se acercó a Myron. Era una mujer baja, de apenas un metro cincuenta de estatura, y Myron medía uno noventa. Se detuvo delante de él, alzó la mirada y le miró a los ojos. A Myron no le gustó lo que vio.
– ¿Cómo está Suzze? -preguntó Myron.
– Está muerta -contestó Muse.