El cementerio daba al patio de la escuela.
¿A quién se le habría ocurrido poner una escuela llena de chicos que entraban en la adolescencia justo enfrente de un lugar destinado al descanso de los muertos? Estos chicos pasaban junto al cementerio o se topaban directamente con él cada día. ¿Se preocuparían por ello? ¿Les recordaría acaso su propia mortalidad, que ellos llegarían a viejos, en lo que equivalía a un suspiro del infinito, y que acabarían también allí? Lo más probable es que vieran el cementerio como algo abstracto, que no tuviera nada que ver con ellos, algo tan cotidiano que ni siquiera reparaban en ello.
Escuela, cementerio. Para que luego hablen de los extremos de la vida.
Big Cyndi, todavía con su traje de Batgirl, estaba arrodillada junto a una lápida, con la cabeza encogida y los hombros encorvados, de tal manera que, desde la distancia, podía confundirse con un Volkswagen escarabajo. Cuando Myron se acercó, ella le miró por el rabillo del ojo y susurró: «Me estoy camuflando», y volvió a fingir que lloraba.
– ¿En qué lugar exacto está Coleta?
– Dentro de la escuela, en el aula dos-cero-siete.
Myron miró hacia la escuela.
– ¿Un camello trabajando de profesor de francés en una escuela primaria?
– Eso parece, señor Bolitar. Una vergüenza, ¿no?
– Así es.
– Su verdadero nombre es Joel Fishman. Vive en Prospect Park, no muy lejos de aquí. Está casado y tiene dos hijos, un chico y una chica. Es profesor de francés desde hace más de veinte años. No tiene antecedentes. Sólo una multa por superar el nivel de alcoholemia hace ocho años. Se presentó para concejal del ayuntamiento hace seis años.
– Un ciudadano ejemplar.
– Sí, todo un ciudadano, señor Bolitar.
– ¿Cómo conseguiste la información?
– Al principio pensé en seducirle para que me llevase a su casa, ya sabe. Una charla íntima en la cama. Pero sé que a usted no le gusta que me degrade de esa manera.
– Nunca dejaría que utilizases tu cuerpo para el mal, Big Cyndi.
– ¿Sólo para el pecado?
Myron sonrió.
– Exacto.
– Así que le seguí desde el club. Utilizó el transporte público, el último tren, a las dos diecisiete de la madrugada. Fue a pie hasta el setenta de Beechmore Drive. Le pasé la dirección a Esperanza.
A partir de allí, sólo hubo que pulsar un par teclas para saberlo todo. Bienvenidos a la edad de la informática, chicos y chicas.
– ¿Alguna cosa más? -preguntó Myron.
– Joel Fishman utiliza el nombre de Crush en el club.
Myron sacudió la cabeza.
– La coleta es un postizo. Como una extensión del pelo.
– Bromeas.
– No, señor Bolitar. Supongo que la utiliza como un disfraz.
– ¿Y ahora qué?
– Hoy no hay clases, sólo reuniones de padres con los maestros. Por lo general aquí hay mucha seguridad, pero estoy segura de que podría entrar fingiendo ser un padre. -Levantó una mano para disimular una sonrisa-. Como diría Esperanza, con los tejanos y la americana azul queda perfecto.
Myron se señaló los pies.
– ¿Con mocasines Ferragamo?
Cruzó la calle y esperó hasta que vio a unos pocos padres que se dirigían hacia la puerta. Se unió a ellos y les saludó como si les conociese. Ellos le respondieron, fingiendo lo mismo. Myron les sostuvo la puerta, la esposa pasó y el marido insistió para que Myron pasase delante. Myron lo hizo con una sonora risa de padre.
Big Cyndi creía que ella también podía pasar desapercibida.
Había una hoja para firmar y un guardia detrás de una mesa. Myron se acercó, firmó como David Pepe, con la precaución de que el apellido quedase ilegible. Cogió una pegatina, escribió «David», y debajo, «Papá de Madison» en letra pequeña. Myron Bolitar, el Hombre de las Mil Caras, el Maestro del Disfraz.
Según un viejo dicho, las escuelas públicas nunca cambian excepto en que parecen pequeñas. Ese viejo dicho aquí se cumplía: suelos de linóleo, taquillas de metal, puertas de madera con cristales reforzados con tela metálica. Llegó al aula 207. Había un cartel en la ventana, así que no podía ver el interior. El cartel decía: «Lors d'une reunión. S'il vous plaît attendre». Myron no hablaba mucho francés, pero entendió que la segunda parte le pedía que esperase.
Buscó una hoja de citas, algo que mostrase las horas, los padres o lo que fuese. Nada. Se preguntó qué iba a hacer allí. Había dos sillas delante de la mayoría de las puertas. Las sillas parecían fuertes, prácticas y tan cómodas como un cactus. Myron pensó en esperar sentado en una de ellas, pero ¿qué pasaría si aparecían los padres citados para la siguiente visita?
Decidió caminar por el pasillo y mantener la puerta al alcance de la vista. Eran las diez y veinte. Myron se dijo que la mayoría de las reuniones acabarían cada media hora o tal vez cada quince minutos. Era sólo una suposición, pero sin duda acertada. Quince minutos por reunión, quizá treinta. Como mínimo sería cada diez minutos. En cualquier caso, la siguiente reunión sería a las diez y media. Si nadie se presentaba a las, digamos, diez y veintiocho, Myron volvería a la puerta e intentaría entrar a las diez y media.
Myron Bolitar, el Gran Planificados Pero aparecieron unos padres a las diez y veinticinco, y siguieron apareciendo muchos más, en sucesión continua, hasta el mediodía. Para que nadie se fijase en que andaba rondando por allí, Myron bajaba las escaleras cuando comenzaban las reuniones, se ocultaba en los aseos o permanecía en las escaleras. Comenzó a aburrirse en serio. Myron advirtió que la mayoría de los padres vestían americanas azules y tejanos. Tendría que actualizar su vestuario.
Por fin, a mediodía se interrumpieron las visitas. Myron esperó junto a la puerta y sonrió cuando los últimos padres salieron. Hasta ahora no había podido ver a Joel Fishman. Esperaba en la habitación mientras una pareja de padres reemplazaba a la anterior. Los padres llamaban a la puerta y Fishman gritaba: «Entrez s'il vous plaît».
Myron llamó, pero esta vez no hubo respuesta. Llamó de nuevo. Otra vez, y nada. Myron giró el pomo y abrió la puerta. Fishman estaba sentado a su mesa, comiendo un emparedado. Había una lata de Coca-Cola y una bolsa de Fritos en la mesa. Coleta parecía muy diferente sin la coleta. La tela de su desteñida camisa amarilla de manga corta era tan delgada que permitía ver la camiseta tipo imperio que llevaba debajo. También lucía una de esas corbatas de UNICEF que estaban de moda en 1991. Llevaba el cabello corto, peinado con raya a un lado, y todo en él encajaba con el aspecto de un profesor de francés de escuela primaria; nada que ver con un camello en un club nocturno.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó Fishman, muy enfadado-. Las reuniones con los padres comienzan de nuevo a la una.
Otro que se había dejado engañar por su astuto disfraz. Myron señaló los Fritos.
– ¿Tiene mono?
– ¿Perdón?
– Como cuando está colocado. ¿Tiene mono?
– ¿Perdón?
– Es una astuta referencia a… no importa. Me llamo Myron Bolitar. Me gustaría hacerle unas preguntas.
– ¿Quién?
– Myron Bolitar.
Silencio. Myron casi estuvo a punto de añadir «¡tachán!», pero se contuvo. Cosas de la madurez.
– ¿Le conozco a usted? -preguntó Fishman.
– No.
– No tengo a su hijo en ninguna de mis clases. La señora Parsons también da clases de francés. Quizá tendría que hablar con ella. Aula doscientos once.
Myron cerró la puerta.
– No busco a la señora Parsons. Busco a Crush.
Fishman se quedó a medio masticar. Myron cruzó la habitación, cogió la silla de los padres, la giró y se sentó al estilo macho. El señor Intimidación.
– En la mayoría de los hombres una coleta apesta a la crisis de los cuarenta. Pero en usted me gusta, Joel.
Fishman tragó lo que fuese que tenía en la boca. Tal vez un pedazo de atún, por el olor. Con pan integral, vio Myron. Lechuga y tomate. Myron se preguntó quién se lo preparaba, o si se lo habría hecho él mismo, y a continuación se preguntó por qué se preguntaba cosas como ésas.
Fishman tendió la mano para coger la Coca-Cola despacio, tratando de ganar tiempo, y bebió un sorbo. Después dijo:
– No sé de qué me habla.
– ¿Puede hacerme un favor? -preguntó Myron-. En realidad, es muy pequeño. ¿Podemos saltarnos las ridículas negativas? Ahorraríamos tiempo, y no quiero entretener a los padres que lleguen a la una.
Myron le arrojó una de las fotos del club nocturno.
Fishman miró la foto.
– No soy yo.
– Sí, lo es.
– Ese hombre lleva una coleta.
Myron exhaló un suspiro.
– Sólo le pedí un pequeño favor.
– ¿Es policía?
– No.
– Si se lo pregunto de esta manera es para que me diga la verdad -dijo él. No era verdad, pero Myron no se molestó en corregirle-. Lo siento, pero debe de haberme confundido con alguna otra persona.
Myron tenía ganas de inclinarse por encima de la mesa y de darle un golpe en la frente.
– ¿Anoche, en el Three Downing, se fijó en una mujer gruesa con traje de Batgirl?
Fishman no respondió, pero el tipo nunca sería un gran jugador de póquer.
– Ella le siguió hasta su casa. Lo sabemos todo de sus visitas al club, la venta de drogas, sus…
Fue entonces cuando Fishman sacó un arma del cajón de su escritorio.
La rapidez pilló a Myron por sorpresa. Un cementerio pega con una escuela casi tanto como un maestro sacando un arma en un aula. Myron había cometido un error, había confiado demasiado en el entorno, había bajado la guardia. Un grave error.
Fishman se inclinó por encima de la mesa, con el arma a unos centímetros del rostro de Myron.
– No se mueva o le vuelo la puta cabeza.
Cuando alguien te apunta con un arma, todo el mundo tiene la tendencia a reducirse aproximadamente al tamaño de la boca del cañón. Por un momento, sobre todo si es la primera vez que te apuntan con un arma a la cara, a la altura de los ojos, ese agujero es todo lo que ves. Es tu mundo. Te paraliza. El espacio, el tiempo, las dimensiones, los sentidos ya no son factores relevantes en tu vida. Sólo importa aquel agujero oscuro.
«Quieto -pensó Myron-, trata de detener el tiempo.»
El resto ocurrió en menos de un segundo.
Primero: calcular si va a apretar el gatillo. Myron echó un vistazo más allá del arma, a los ojos de Fishman. Resaltaban, grandes y acuosos, sobre el rostro brillante. Además, Fishman le apuntaba con el arma en un aula, y todavía había bastante gente en la escuela. La mano le temblaba. El dedo en el gatillo. Si reúnes todas esas piezas, puedes comprender la sencilla verdad. Ese hombre estaba loco y, por lo tanto, podía disparar.
Segundo: evaluar a tu oponente. Fishman era un maestro casado y tenía dos hijos. Hacer de camello en un club nocturno de moda no alteraba esos hechos. Las probabilidades de que estuviese preparado para una situación de combate real parecían remotas. También había hecho un movimiento de aficionado, al poner el arma tan cerca del rostro de Myron, inclinado sobre la mesa de esa manera, estaba en una posición desequilibrada.
Tercero: decidir tu jugada. Imaginarla. Si tu asaltante no está cerca, si está al otro lado de la habitación o incluso a más de un par de metros de distancia, bueno, entonces no tienes alternativa. No puedes desarmarle, no importa qué clase de puntapiés de artes marciales hayas visto dar en las series. Tienes que esperar. Quedaba todavía la opción A. Myron podía permanecer quieto. Sería lo lógico. Podía tratar de convencerle. Después de todo estaban en una escuela, y tendría que estar no sólo trastornado, sino loco de remate, para disparar un arma allí dentro.
Pero si eras un hombre como Myron, un hombre que aún tenía reflejos del deportista profesional y muchos años de entrenamiento, podías considerar con seriedad la opción B: intentar desarmar a tu oponente. Si escogías la opción B no podías titubear. Lo mejor era quitártelo de encima de inmediato, antes de que él comprendiese que había una posibilidad y retrocediese o actuase con más cautela. Ahora mismo, en la fracción de segundo en que había sacado el arma y le había gritado a Myron que no se moviese, Joel Fishman todavía estaba muy excitado por la adrenalina, y eso llevaba a…
Cuarto: ejecución.
Aunque parezca imposible -o quizá no lo sea-, es más fácil desarmar a un hombre que empuña un revólver que una navaja. Si lanzas la mano hacia la hoja, acabarás cortándote la palma. Las navajas son difíciles de sujetar. Tienes que ir a buscar la muñeca o el antebrazo del agresor, más que el arma en sí misma. Queda muy poco margen para el error.
Para Myron, la mejor manera de desarmar a una persona que empuñara un arma de fuego incluía dos pasos. Uno, antes de que Fishman pudiese reaccionar de cualquier manera, Myron se apresuró a apartarse de la línea de tiro. No tienes que moverte mucho para hacerlo; sólo una leve inclinación a la derecha con la velocidad de un rayo, hacia el lado de la mano dominante de Myron. Se pueden usar varias técnicas, según el tipo de arma que lleve el asaltante. Algunos prefieren, por ejemplo, sujetar el percutor con el pulgar para que prevenir que el arma se dispare. Myron no confiaba en esa posibilidad. Tenía muy poco tiempo y hacía falta demasiada precisión, por no mencionar el cálculo de tu reacción con tantas prisas, intentando decidir si te enfrentas a una semiautomática, un revólver o lo que sea.
Myron hizo algo mucho más sencillo, pero os recuerdo, chicos, que si no estáis entrenados profesionalmente y en buena forma, no intentéis hacerlo en casa. Con su mano dominante, Myron le arrebató el arma. Así de sencillo. Como si le quitara un juguete a un chico revoltoso. Con más fuerza, habilidad atlética, rapidez y potencia, y aprovechando el factor sorpresa, levantó la mano y le arrebató el arma. Al mismo tiempo, levantó el codo y golpeó a Fishman en el rostro, haciéndole caer despatarrado en el asiento.
Myron saltó por encima de la mesa y tumbó la silla. Fishman cayó de espaldas. Intentó apartarse de la silla reptando como una serpiente. Myron se le echó encima y se le sentó en el pecho. Aprisionó los brazos de Fishman contra el suelo con las rodillas, como un hermano mayor sujetando a su hermano menor en una pelea. La vieja escuela.
– ¿Es que se te ha ido la puta olla? -preguntó Myron.
Ninguna respuesta. Myron golpeó las orejas de Fishman con fuerza. Fishman chilló aterrorizado e intentó protegerse, acobardado e indefenso. Myron recordó el vídeo donde se veía a Kitty, y con expresión burlona y satisfecha, le dio un puñetazo a Fishman en la cara.
– ¡El arma no está cargada! -gritó Fishman-. ¡Mírelo! Por favor.
Myron lo comprobó sin soltarle los brazos. Fishman decía la verdad. No había balas. Myron arrojó el arma al otro extremo de la habitación. Levantó el puño para descargar otro golpe. Pero ahora Fishman sollozaba, encogido y aterrorizado, de una manera extraña en una persona adulta. Myron se apartó de él, manteniendo la atención para protegerse de un posible ataque por sorpresa.
Fishman se acurrucó en posición fetal. Cerró los puños, los apretó contra sus ojos y continuó sollozando. Myron esperó.
– Lo siento mucho, tío -consiguió decir Fishman entre sollozos-. Soy un desastre. De verdad que lo siento, lo siento mucho.
– Me has apuntado con un arma.
– Soy un desastre -repitió él-. No lo entiende. Estoy tan jodido.
– ¿Joel?
Continuó sollozando.
– ¿Joel? -Myron deslizó por el suelo otra foto hacia él-. ¿Ves a la mujer de la foto?
Joel seguía tapándose los ojos. Myron adoptó un tono autoritario.
– Mira, Joel.
Fishman apartó las manos poco a poco. Su rostro estaba empapado en las lágrimas y, probablemente, mocos. Crush, el duro camello de Manhattan, se limpió la cara con la manga. Myron intentó esperar a que hablara, pero el tipo se limitó a mirar.
– Hace dos noches estuviste en el Three Downing con esta mujer -continuó Myron-. Si vuelves a decirme que no sabes de qué te estoy hablando, me quitaré un zapato y te pegaré, ¿entiendes?
Fishman asintió.
– La recuerdas, ¿no?
Él cerró los ojos.
– No es lo que usted cree.
– No me importa nada de eso. ¿Sabes cómo se llama?
– No estoy seguro de que deba decírselo.
– Mi zapato, Joel. Puedo sacártelo a golpes.
Fishman se limpió la cara y sacudió la cabeza.
– No parece su estilo.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Nada. Sólo que no creo que me vuelva a pegar.
En el pasado, pensó Myron, lo hubiese hecho sin vacilar. Pero ahora mismo Fishman tenía razón. No podría.
Al ver que Myron titubeaba, Fishman añadió:
– ¿Sabe algo de la adicción?
¿Adónde quería ir a parar con esto?
– Sí, Joel, lo sé.
– ¿Por experiencia personal?
– No. ¿Vas a explicarme qué es un drogadicto, Joel?
– No. Me refiero, bueno, sí, yo consumo. Pero en realidad no se trata de eso. -Inclinó la cabeza a un lado, como si fuera el maestro inquisidor-. ¿Sabe cuándo acuden los adictos a pedir ayuda?
– Supongo que cuando no les queda más remedio que hacerlo.
Joel sonrió como si estuviese de acuerdo. Myron Bolitar, el alumno aventajado.
– Así es. Cuando llegan al fondo. Es lo que ocurrió esa noche. Ahora lo entiendo. Entiendo que tengo un problema y que voy a necesitar ayuda.
Myron estaba a punto de hacer un chiste, pero se detuvo. Cuando un tipo del que quieres obtener información empieza a hablar, lo mejor es dejar que continúe.
– Suena como un movimiento productivo -dijo Myron, e intentó no vomitar.
– Tengo dos hijos. Una esposa maravillosa. Mire, eche un vistazo.
Cuando Fishman movió la mano hacia el bolsillo, Myron se acercó de un salto. Fishman asintió, se movió poco a poco y sacó un llavero. Le dio a Myron uno de esos llaveros con fotos. Era una foto de familia tomada en el Six Flags Great Adventure. Bugs Bunny y Tweety Bird estaban a la izquierda y la derecha. La señora Fishman era adorable. Joel estaba arrodillado. A su derecha, una niña de unos cinco o seis años con el pelo rubio con ese tipo de sonrisa tan contagiosa, y Myron se dio cuenta de que las comisuras de sus propios labios se movían hacia arriba. Al otro lado de Joel había un niño, unos dos años menor que la niña. El niño parecía tímido, y ocultaba el rostro a medias en el hombro de su padre.
Le devolvió el llavero.
– Unos chicos preciosos.
– Gracias.
Myron recordó algo que su padre le había dicho una vez: las personas tienen una capacidad asombrosa para destrozar sus propias vidas. En voz alta, Myron comentó:
– Eres un gilipollas integral, Joel.
– Estoy enfermo -le corrigió él-. Hay una diferencia. Sin embargo, quiero curarme.
– Demuéstramelo.
– ¿Cómo?
– Empieza a demostrarme que estás dispuesto a cambiar. Háblame de la mujer con la que estuviste hace dos noches.
– ¿Cómo sé que no quiere hacerle daño?
– De la misma manera que sabes que no me voy a quitar el zapato y pegarte.
Joel Fishman miró el llavero y se echó a llorar de nuevo.
– ¿Joel?
– Quiero dejar todo eso atrás, de verdad.
– Sé que lo harás.
– Lo haré. Lo juro por Dios. Buscaré ayuda. Seré el mejor padre y marido del mundo. Sólo necesito una oportunidad. Lo entiende, ¿verdad?
Myron tenía ganas de vomitar.
– Sí.
– Sólo es que… No me interprete mal. Amo a mi familia y a mis hijos. Pero durante dieciocho años me he levantado, he venido a esta escuela y he enseñado francés a los alumnos. Lo odian. Nunca prestan atención. Cuando comencé, tenía una visión de cómo iba a ser: yo les enseñaría este precioso idioma que amo tanto. Pero no es así en absoluto. Sólo quieren conseguir aprobar y seguir adelante. Nada más. Todos los cursos, año tras año, pasamos por este mismo baile. Amy y yo siempre tenemos que hacer filigranas para llegar a final de mes. Siempre es lo mismo. Cada día. Año tras año. El mismo aburrimiento. ¿Cómo será mañana? Será exactamente igual. Todos los días serán iguales hasta que, bueno, hasta que me muera.
Se calló y desvió la mirada.
– ¿Joel?
– Prométame -dijo Fishman-. Prométame que si le ayudo, no me denunciará. -Iba a cantar, como uno de esos alumnos a los que han pillado copiando el examen-. Deme esa oportunidad, por favor. Por el bien de mis hijos.
– Si me dices todo lo que sabes de esa mujer -respondió Myron-, no te denunciaré.
– Deme su palabra.
– Tienes mi palabra.
– La conocí en el club hace dos noches. Quería droga. Yo lo arreglé.
– Cuando dices que lo arreglaste, quieres decir que le diste la droga.
– Sí.
– ¿Nada más?
– No, nada más.
– ¿Te dijo su nombre?
– No.
– ¿Qué me dices de un número de teléfono? ¿Por si necesitaba comprar de nuevo?
– No me dio ninguno. Es todo lo que sé. Lo siento.
Myron no se lo creía.
– ¿Cuánto te pagó?
– ¿Perdón?
– Por la droga, Joel. ¿Cuánto dinero te pagó?
Una sombra cruzó su rostro. Myron lo vio. Ahí llegaba la mentira.
– Ochocientos dólares -contestó Fishman.
– ¿En metálico?
– Sí.
– ¿Llevaba ochocientos dólares?
– No acepto Visa o Mastercard -dijo él con la risa de un mentiroso-. Sí, por supuesto.
– ¿Dónde te dio el dinero?
– En el club.
– ¿Cuando le diste la droga?
Joel entrecerró los ojos.
– Por supuesto.
– ¿Joel?
– ¿Qué?
– ¿Recuerdas las fotos que te acabo de enseñar?
– ¿Qué pasa con ellas?
– Están sacadas de un vídeo de una cámara de vigilancia -dijo Myron-. ¿Ves por dónde van los tiros?
El rostro de Fishman perdió el color.
– Para decirlo de una manera poco educada -añadió Myron-, se ve el intercambio de fluidos, no de pasta.
Joel Fishman volvió a echarse a llorar. Puso las manos como si rezase, con el llavero entre sus dedos como si fueran las cuentas de un rosario.
– Si me vas a seguir mintiendo -dijo Myron-, no veo la razón para mantener mi palabra.
– Usted no lo entiende.
De nuevo apelaba a su comprensión.
– Lo que hice fue terrible. Me avergüenzo de ello. No me atrevía a contarle esa parte. Pero eso no cambia nada. No la conozco. No sé cómo localizarla.
Fishman comenzó a gimotear de nuevo, ahora con el llavero en alto como si fuese una ristra de ajos para apartar a un vampiro. Myron esperó, considerando sus opciones. Se levantó, cruzó la habitación y recogió el arma.
– Voy a entregarte a la policía, Joel.
Cesó el llanto.
– ¿Qué?
– No te creo.
– Le estoy diciendo la verdad.
Myron se encogió de hombros y acercó la mano al pomo de la puerta.
– Tampoco me estás ayudando. Ése era el trato.
– ¿Qué puedo hacer? No sé nada. ¿Por qué me castiga?
Myron se encogió de hombros.
– Me estoy cansando.
Giró el pomo.
– Espere.
Myron no esperó.
– Escúcheme, ¿vale? Sólo un segundo.
– No tengo tiempo.
– ¿Me promete no decir nada?
– ¿Qué es lo que tienes, Joel?
– Su número de móvil. Pero mantenga su palabra, ¿vale?