18

Antes de salir del hospital, Myron hizo de abogado y le advirtió a Loren Muse que no hablase con su cliente, Lex Ryder, sin estar él presente. Ella le respondió que creciera y se multiplicase, aunque no en esos mismos términos. Llegaron Win y Esperanza. Win les informó de su encuentro en la cárcel con Frank Ache. Myron no tenía claro cómo interpretarlo.

– Quizá deberíamos reunimos con Herman Ache -sugirió Win.

– O quizá tendríamos que reunimos con Gabriel Wire -señaló Myron. Se dirigió a Esperanza-. También tendríamos que comprobar dónde estaba Crush, nuestro profesor de francés favorito, a la hora de la muerte de Suzze.

– De acuerdo -dijo Esperanza.

– Te puedo acompañar a casa -se ofreció Win.

Myron rechazó la invitación. Necesitaba un tiempo de descanso. Necesitaba dar un paso atrás. Quizá Muse tuviera razón. Podría había sido una sobredosis. La noche anterior, en aquella terraza que daba a Manhattan, toda aquella charla sobre los secretos, los sentimientos de culpa por Kitty y el pasado, quizás habían convocado a los viejos demonios. Tal vez la respuesta fuera así de sencilla.

Myron subió a su coche y se dirigió a su casa en Livingston. Llamó a su padre para decirle que iba de camino. «Conduce con prudencia», le advirtió. Myron confiaba en que quizá su padre podría darle alguna pista sobre lo que necesitaba saber, pero no lo hizo. Las emisoras de radio informaban ya sobre la muerte de la «antigua y problemática estrella del tenis Suzze T», y Myron se volvió a extrañar por las ineptas simplificaciones que siempre hacían los medios.

Ya era de noche cuando Myron llegó a la casa familiar. La luz en el dormitorio de la planta alta, aquel que él había compartido con Brad cuando ambos eran muy jóvenes, estaba aún encendida y Myron miró hacia allí. Vio en la ventana la marca de una pegatina borrada que el cuerpo de bomberos de Livingston había repartido a principios de la administración Carter para indicar que se trataba de la habitación de un niño. La imagen de la pegatina era impresionante, un valiente bombero, con la barbilla alzada, rescataba a un niño inerte y con el pelo largo. Ahora el dormitorio era un despacho.

Los faros del coche iluminaron un cartel de «Se vende» en el jardín de los Nussbaum. Myron había ido al instituto con su hijo Steve, aunque todos le llamaban «Nuss» o «Baum», un chico amable. A Myron le caía muy bien pero, por alguna razón, no frecuentaba su compañía. Los Nussbaum eran una de las familias más antiguas de la zona, compraron su parcela cuando empezaron a urbanizar estas tierras de cultivo, cuarenta años atrás. Los Nussbaum amaban el lugar. Les encantaba la jardinería y trabajar en el cenador del patio de atrás. Les traían a los Bolitar los tomates del huerto que les sobraban; si no has probado nunca un tomate de Jersey en agosto, no lo puedes entender. Ahora, incluso los Nussbaum se marchaban de allí.

Myron aparcó en el camino. Vio un movimiento en la ventana. Lo más probable es que su padre estuviera esperándole, atento como un centinela silencioso. Cuando Myron era un adolescente no tenía una hora límite para regresar a casa porque, como le explicó su padre, había demostrado ser lo bastante responsable y no hacía falta. Al Bolitar dormía fatal, y Myron no recordaba ni una sola vez, no importaba a qué hora volviese a casa, que su padre no estuviese levantado esperándole. Su padre necesitaba que todo estuviese en su lugar antes de cerrar los ojos. Myron se preguntó si todavía seguía siendo así, y por qué su sueño se alteró cuando su hijo menor escapó con Kitty y nunca más volvió.

Aparcó el coche. Suzze estaba muerta. Nunca había sido muy bueno para negar la realidad, pero aún le costaba trabajo conseguir que su cerebro lo aceptase. Ella había estado a punto de iniciar el siguiente gran capítulo de su vida: la maternidad. A menudo imaginaba el día en que sus propios padres llegaron a esa vivienda; su padre trabajaba en el almacén de Newark y su madre estaba embarazada. Se imaginaba a El-Al jóvenes, cogidos de la mano y caminando por el sendero de cemento, mirando la casa de dos plantas y decidiendo que éste sería el lugar que acogería a su nueva familia y albergaría sus sueños e ilusiones. Ahora se preguntaba si, cuando miraban atrás, sentían que aquellos sueños se habían hecho realidad o si se arrepentirían de algo. Se preguntaba: si mamá y papá pudiesen volver atrás y entrar de nuevo por este camino de cemento agrietado, ¿continuarían avanzando cogidos de la mano o darían media vuelta y dejarían que el destino les llevase a alguna otra parte?

Muy pronto Myron también estaría casado. Terese no podía tener hijos. Lo sabía. Durante toda su vida había deseado fundar una familia americana de ensueño: la casa, la cerca blanca, el garaje para dos coches, los 2,4 hijos, la barbacoa en el jardín, el aro de baloncesto en el garaje; en resumen, la vida de personas como los Nussbaum, los Brown, los Lyon, y los Fronteras y los El-Al Bolitar. Al parecer, no iba ser así.

Mamá había hablado con franqueza, y tenía razón en lo de vender la casa. No puedes aferrarte demasiado. Quería a Terese en casa, con él, allí donde pertenecía, porque al final sólo tu amante puede hacer que el mundo desaparezca; sí, sabía lo cursi que sonaba eso.

Myron se adentró por ese camino, perdido en sus pensamientos, y quizá por eso no intuyó el peligro que se cernía sobre él. O quizás el agresor era una persona buena y paciente, acurrucada en la oscuridad, a la espera de que Myron se acercase lo suficiente o estuviese lo bastante distraído para atacarle.

Primero vio el destello de luz. Veinte años atrás, su padre había instalado unos sensores de movimientos que encendían las luces de delante de la casa. Había sido una gran maravilla para sus padres, como el invento del fuego o la televisión por cable. Durante semanas, El-Al habían puesto a prueba esta nueva tecnología, caminaban o se arrastraban con la intención de comprobar si podían engañar al detector de movimientos. Mamá y papá se acercaban desde diversos ángulos, a distintas velocidades, riéndose a carcajadas cada vez que la luz se encendía, pillándoles todas las veces. Los placeres sencillos.

La persona que saltó de entre los arbustos fue detectada por el sensor de movimientos. Myron vio el destello de luz, oyó el sonido, el silbar del viento, el sonido del esfuerzo y, quizás, unas palabras. Se volvió hacia el atacante y vio el puño que avanzaba directamente hacia su rostro.

No tuvo tiempo de agacharse ni de pararlo con el antebrazo. El golpe iba a hacer impacto. Myron se dio la vuelta. Era una técnica sencilla. Moverse con el puñetazo, no contra él. Al girarse disminuiría el impacto, pero el poderoso golpe, lanzado por un hombre fuerte, aún tenía potencia. Por un momento, Myron vio las estrellas. Sacudió la cabeza para aclararla tras el impacto.

– ¡Déjanos en paz! -gruñó una voz furiosa.

Otro puñetazo avanzaba hacia la cabeza de Myron. Comprendió que la única manera de apartarse era dejarse caer hacia atrás. Lo hizo, y los nudillos rozaron su cráneo. Aun así, le dolió. Myron estaba a punto de alejarse rodando, rodar en busca de la seguridad hasta que pudiese recuperarse, cuando oyó otro sonido. Alguien había abierto la puerta principal, y a continuación oyó una voz asustada:

– ¡Myron!

Maldita sea. Era papá.

Se disponía a gritarle a su padre que se quedase donde estaba, que estaba bien, que entrara en casa y llamara a la policía, y que, pasase lo que pasase, no saliera.

No hubo manera.

Antes de que Myron pudiese abrir la boca, papá ya estaba corriendo hacia allí.

– ¡Hijo de puta! -gritó su padre.

Myron recuperó la voz.

– ¡Papá, no!

Fue inútil. Su hijo tenía problemas y, como siempre había hecho, su padre se lanzó hacia la refriega. Todavía tumbado de espaldas, Myron vio la silueta de su atacante. Era un hombre alto, con los puños apretados, pero cometió el error de volverse al oír que se acercaba Al Bolitar. Su lenguaje corporal cambió de manera sorprendente. De pronto abrió las manos. Myron se giró con rapidez. Con los dos pies, sujetó el tobillo derecho del atacante. Estaba a punto de revolverse con fuerza para atraparle el tobillo, partirlo o romperle los tendones, cuando vio saltar a su padre, ¡un salto a los setenta y cuatro años!, sobre su atacante. El agresor era corpulento. Papá no tenía ninguna probabilidad, y sin duda lo sabía, pero no le importaba.

El padre de Myron estiró sus brazos como un defensa que intentara bloquear al atacante. Myron cerró su presa sobre el tobillo, pero el hombre corpulento ni siquiera levantó una mano para protegerse y dejó que Al Bolitar lo derribase.

– ¡Apártate de mi hijo! -gritó su padre; agarró al asaltante y ambos rodaron por el suelo.

Myron se movió deprisa. Se puso de rodillas, preparó la mano para propinar un golpe con la palma en la nariz o en la garganta. Ahora su padre estaba involucrado en la lucha; no había tiempo que perder. Tenía que inmovilizar a ese tipo deprisa. Agarró al hombre por el pelo, lo sacó de las sombras y se montó sobre su pecho. Myron levantó el puño. Estaba a punto de descargarle un derechazo en la nariz cuando la luz alumbró el rostro de su agresor. Lo que Myron vio le hizo detenerse durante una fracción de segundo. La cabeza del atacante estaba girada hacia la izquierda, mirando con preocupación al padre de Myron. Su rostro, sus facciones… eran demasiado familiares.

Entonces Myron oyó al hombre -no, en realidad era un chico- debajo de él decir una palabra:

– ¿Abuelo?

La voz era joven, la furia había desaparecido.

Papá se sentó.

– ¿Mickey?

Myron vio a su sobrino volverse hacia él. Sus miradas se cruzaron, sus ojos eran de un color muy parecido al suyo, y Myron hubiese jurado más tarde que sintió una sacudida física. Mickey Bolitar, el sobrino de Myron, apartó la mano de su pelo y se giró con fuerza a un lado.

– ¡Apártate de mí!


Papá se había quedado sin aliento.

Cuando Myron y Mickey pudieron salir de su asombro, le ayudaron a incorporarse. Tenía el rostro enrojecido.

– Estoy bien -afirmó papá con una mueca-. Soltadme.

Mickey se volvió hacia su tío. Myron medía un metro noventa, pero Mickey le sacaba más de dos centímetros, quizá cinco. El chico era fornido y de constitución musculosa -todos los chicos levantan pesas hoy en día-, pero no era más que un muchacho. Hincó un dedo en el pecho de Myron.

– Apártate de mi familia.

– ¿Dónde está tu padre, Mickey?

– Te digo que…

– Ya te he oído. ¿Dónde está tu padre?

Mickey dio un paso atrás y miró a Al Bolitar. Ahora parecía como si estuviese a punto de echarse a llorar. Su voz, cuando dijo: «Lo siento, abuelo», sonó muy joven.

Papá tenía las manos sobre las rodillas. Myron trató de ayudarle, pero él le apartó. Se irguió con una expresión parecida al orgullo en su rostro.

– No pasa nada, Mickey. Lo comprendo.

– ¿Qué quiere decir que lo comprendes? -Myron se volvió hacia Mickey-. ¿Qué demonios está pasando aquí?

– Tú mantente apartado de nosotros.

Conocer a su sobrino de esa manera era una experiencia surrealista y abrumadora.

– Escucha, ¿por qué no entramos y hablamos?

– ¿Por qué no te vas al infierno?

Mickey echó una última mirada preocupada a su abuelo. Al Bolitar asintió, como diciendo que todo estaba bien. Después, Mickey miró con expresión ceñuda a Myron y desapareció en la oscuridad. Myron estuvo a punto de seguirle, pero papá le puso una mano sobre el antebrazo.

– Déjale que se vaya. -Al Bolitar tenía el rostro rojo y jadeaba, pero también sonreía-. ¿Estás bien, Myron?

Myron se palpó la boca. Le sangraba el labio.

– Viviré. ¿Por qué sonríes?

Papá mantuvo la mirada en la carretera por donde Mickey había desaparecido en la oscuridad.

– El chico tiene cojones.

– ¿Estás de broma o qué?

– Ven -dijo papá-. Entremos y hablemos.

Entraron en la sala de la televisión de la planta baja. Durante la mayor parte de su infancia, su padre había tenido un Barcalounger, reservado específicamente para él, un sillón reclinable mastodóntico que acabó reforzado con cinta adhesiva. Ahora había allí un mueble de cinco piezas llamado Multiplex II, con apoyos integrados y espacios para las bebidas. Myron lo había comprado en una tienda llamada Bob's Discount Furniture, aunque al principio se había resistido, porque los anuncios de radio de Bob eran irritantes.

– Siento mucho lo de Suzze -dijo papá.

– Gracias.

– ¿Sabes cómo pasó?

– Todavía no. Estoy trabajando en ello. -El rostro de su padre continuaba enrojecido por el esfuerzo-. ¿Seguro que estás bien?

– Estoy bien.

– ¿Dónde está mamá?

– Ha salido con la tía Carol y Sadie.

– Tomaré un vaso de agua -dijo Myron-. ¿Quieres?

– Sí. Ponte hielo en el labio para que no se hinche.

Myron subió los tres escalones hasta la cocina, cogió dos vasos y los puso bajo el caro dispensador de agua. Había paquetes de hielo en el congelador. Cogió uno y volvió a la sala de la televisión. Le dio un vaso a su padre y se sentó en la butaca de la derecha.

– No puedo creer lo que ha pasado -comentó Myron-. La primera vez que veo a mi sobrino y me ataca.

– ¿Crees que tiene la culpa? -preguntó papá.

Myron se irguió en el asiento.

– ¿Perdón?

– Kitty me llamó -explicó su padre-. Me habló de vuestro encuentro en el centro comercial.

Myron tendría que haberlo sabido.

– ¿Eso hizo?

– Sí.

– ¿Y ésa es la razón por la que Mickey me asaltó?

– ¿No sugeriste tú que su madre era… -su padre se detuvo y buscó una palabra, pero no la encontró- algo malo?

– Es algo malo.

– Si alguien hubiese sugerido lo mismo de tu madre, ¿cómo hubieses reaccionado?

Su padre sonreía de nuevo. Parecía colocado por el subidón de adrenalina de la pelea, o quizá por lo orgulloso que se sentía de su nieto. Al Bolitar había nacido pobre en Newark y había crecido en las calles duras de la ciudad. Había comenzado a trabajar en una carnicería en Mulberry Street cuando sólo tenía once años. La mayor parte de su vida adulta la había pasado en un almacén de ropa interior en el North Ward de Newark, cerca del río Passaic. Su despacho estaba encima de la planta de confección, y era todo de vidrio para poder mirar al exterior mientras sus empleados miraban al interior. Había intentado salvar la empresa durante los disturbios de 1967, pero los saqueadores incendiaron el almacén hasta los cimientos. Papá lo reconstruyó y volvió a trabajar, pero ya nunca miró a sus empleados ni a la ciudad de la misma manera.

– Piénsalo -continuó papá-. Piensa en lo que le dijiste a Kitty. Suponte que alguien se lo hubiese dicho a tu madre.

– Mi madre no es Kitty.

– ¿Crees que eso le importa a Mickey?

Myron sacudió la cabeza.

– ¿Por qué le explicó Kitty lo que dije?

– ¿Acaso una madre debe mentir?

Cuando Myron tenía ocho años se había metido en una pelea a empellones con Kevin Werner delante de la Burnet Hill Elementary School. Sus padres se reunieron en el despacho del director de la escuela y escucharon una severa filípica del director, el señor Celebre, sobre las maldades de las peleas. Cuando volvieron a casa, su madre subió a la planta alta sin decir palabra. Su padre se sentó con él en esa misma habitación. Myron esperaba recibir un severo castigo. Sin embargo, su padre se inclinó hacia delante y le miró a los ojos. «Nunca tendrás problemas conmigo por meterte en una pelea -le dijo-. Si alguna vez te metes en una situación y tienes que hacer algo para arreglarla, respetaré tu decisión. Pelea cuando tengas que hacerlo. No huyas nunca. No retrocedas jamás.» Y por muy sorprendente que este consejo pudiera parecerle, Myron se mantuvo apartado de las peleas durante años, haciendo lo más «prudente», pero la verdad, una verdad que quizás explicaba lo que sus amigos llamaban tener complejo de héroe, era que ninguna pelea duele tanto como retroceder.

– ¿Era de eso de lo que querías hablarme? -preguntó Myron.

Su padre asintió.

– Debes prometerme que les dejarás en paz. Tú ya lo sabes, pero no deberías haber dicho lo que le dijiste a la esposa de tu hermano.

– Sólo quería hablar con Brad.

– No está por aquí -dijo papá.

– ¿Dónde está?

– Está en alguna misión con alguna organización benéfica en Bolivia. Kitty no quiso entrar en detalles.

– Quizás hay algún problema.

– ¿Entre Brad y Kitty? -Papá bebió un sorbo de agua-. Quizá lo haya. No es asunto nuestro.

– Si Brad está en Bolivia, ¿qué hacen Kitty y Mickey aquí?

– Piensan volver a vivir en el país. Están dudando entre esta zona y California.

Otra mentira. Myron lo tenía claro. Kitty estaba manipulando al viejo. «Quítame a Myron de encima y quizá vendremos a vivir cerca de ti. Si nos sigue molestando, nos iremos al otro extremo del país.»

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué quieren volver a casa después de todos estos años?

– No lo sé. No se lo pregunté.

– Papá, sé que te gusta respetar a tus hijos, pero creo que estás llevando este asunto de no interferir demasiado lejos.

Él se rió al oírle.

– Tienes que respetarles, Myron. Por ejemplo, yo nunca te dije lo que sentía respecto a Jessica.

De nuevo sacaba a relucir a su antigua novia.

– Espera, creía que te gustaba Jessica.

– Era un mal bicho -declaró papá.

– Nunca dijiste nada.

– No era asunto mío.

– Quizá deberías haberlo hecho -dijo Myron-. Quizás eso me hubiese evitado muchos sufrimientos.

Su padre sacudió la cabeza.

– Haría cualquier cosa por protegerte. -Miró hacia el exterior, donde había demostrado sus palabras hacía unos minutos-. Pero la mejor manera de hacerlo es permitir que cometas tus propios errores. Una vida libre de errores no vale la pena vivirla.

– Así que debo dejarlo correr.

– Por ahora sí. Brad sabe que le buscas; Kitty se lo dirá. Yo también le envié un e-mail. Si quiere responderte, lo hará.

Myron recuperó otro recuerdo: Brad a los siete años, víctima de unos gamberros en la casa de colonias. Myron recordaba a Brad sentado solo, junto al viejo campo de sófbol. Brad había fallado la última carrera y los gamberros se habían vuelto en su contra. Myron intentó sentarse junto a él, pero Brad continuó llorando y diciéndole que se fuese. Fue uno de aquellos momentos en que te sientes tan indefenso que matarías para hacer que desaparezca el dolor. Recordó otra ocasión, cuando toda la familia fue a Miami durante las vacaciones escolares de febrero. Brad y Myron compartían una habitación de hotel, y una noche, después de un día lleno de diversiones en Parrot Jungle, Myron le preguntó por la escuela y Brad se vino abajo. Lloró, afirmó que la odiaba y que no tenía amigos, y aquello le rompió el corazón en mil pedazos. Al día siguiente, sentado junto a la piscina, Myron le preguntó a papá qué debía hacer al respecto. El consejo de su padre fue muy sencillo: «No le hables de ello. No le pongas triste. Deja que disfrute de sus vacaciones».

Brad había sido torpe, de desarrollo lento. O quizá sólo había sido por crecer detrás de Myron.

– Creía que deseabas que nos reconciliásemos -dijo Myron.

– Sí, pero no puedes forzarle. Tienes que darle tiempo.

Su padre continuaba respirando con irregularidad a causa del altercado. No había motivos para hacer que se alterara. Podía esperar hasta mañana, pero entonces lo soltó.

– Kitty se droga -dijo Myron.

Su padre enarcó una ceja.

– ¿Tú lo sabes?

– Sí.

Su padre se rascó la barbilla y consideró este nuevo aspecto de la cuestión.

– A pesar de todo tienes que dejarlos en paz.

– ¿Lo dices en serio?

– ¿Sabes que hubo una época en que tu madre fue adicta a los analgésicos?

Myron no dijo nada, estaba sorprendido.

– Es tarde -añadió papá. Comenzó a levantarse del sillón-. ¿Estás bien?

– Espera, ¿acabas de lanzarme esa bomba y ahora te vas?

– Tampoco fue para tanto. Es lo que quería decirte. Lo solucionamos.

Myron no sabía qué decir. Se preguntó qué diría su padre si le contaba las actividades sexuales de Kitty en el club nocturno. Esperaba que su padre no utilizase otra analogía del tipo mamá-hizo-lo-mismo en este caso.

«Déjalo descansar por esta noche -pensó Myron-. No hay ninguna razón para precipitarse. No habrá ninguna novedad antes de que amanezca.» Oyeron que un coche entraba en el camino y el sonido de la puerta del coche al cerrarse.

– Es tu madre. -Al Bolitar se levantó con cuidado. Myron también-. No le digas nada de lo que ha pasado esta noche. No quiero que se preocupe.

– Vale. Escucha, papá.

– ¿Sí?

– Bonito placaje, ahí fuera.

Su padre intentó no sonreír. Myron contempló su rostro envejecido. Le embargaba una abrumadora sensación de melancolía cuando se daba cuenta de que sus padres se hacían mayores. Quería decir más cosas, quería darle las gracias, pero su padre ya sabía todo eso y cualquier manifestación adicional sobre el asunto sería superflua o poco adecuada. «Deja fluir el tiempo en paz. Déjalo respirar.»

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