27

¿Ahora qué?

Myron se llevó aparte a Mickey.

– Vi que tenías un portátil en la caravana. ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?

– Quizá dos años. ¿Por qué?

– ¿Es el único ordenador que tenéis?

– Sí. Y te lo pregunto otra vez, ¿por qué?

– Si tu padre lo usó, quizás haya algo allí.

– Papá no era muy aficionado a la tecnología.

– Sé que tenía una dirección de correo. Escribía a tus abuelos, ¿no?

Mickey se encogió de hombros.

– Supongo.

– ¿Sabes su contraseña?

– No.

– Vale, ¿qué otras cosas suyas tienes todavía?

El chico parpadeó. Se mordió el labio inferior. Una vez más, Myron se recordó a sí mismo cómo estaba la vida de Mickey ahora mismo: el padre desaparecido, la madre en rehabilitación, el abuelo con un infarto y quizá Myron era el culpable. Y el chico sólo tenía quince años. Myron comenzó a tenderle la mano, pero Mickey se puso rígido.

– No tenemos nada.

– Vale.

– No creemos en tener muchas posesiones -añadió Mickey, poniéndose a la defensiva-. Viajamos mucho. Llevamos poco equipaje. ¿Qué podríamos tener?

Myron levantó las manos.

– Vale, sólo preguntaba.

– Papá dijo que no le buscásemos.

– Eso fue hace mucho tiempo. Mickey.

Él sacudió la cabeza.

– Tienes que dejarlo correr.

No había necesidad ni tiempo de darle explicaciones a un chico de quince años.

– ¿Me puedes hacer un favor?

– ¿Qué?

– Necesito que cuides de tu abuela durante unas horas, ¿de acuerdo?

Mickey no se molestó en responder. Fue a la sala de espera y se sentó en una silla delante de ella. Myron les hizo señas a Win, Esperanza y Big Cyndi para que salieran al pasillo con él. Tendrían que ponerse en contacto con la embajada estadounidense en Perú y averiguar si había noticias sobre su hermano. Tendrían que llamar a su fuente en el Departamento de Estado y hacer que se ocupasen del caso de Brad Bolitar. Tendrían que conseguir que algún genio de la informática entrase en el correo de Brad o descubriese la contraseña. Esperanza regresó a Nueva York. Big Cyndi se quedaría para ayudar a la madre de Myron y ver si podía sacarle alguna otra información a Mickey.

– Puedo ser encantadora -comentó Big Cyndi.

Cuando Myron se quedó a solas con Win, llamó de nuevo al móvil de Lex. Tampoco obtuvo respuesta.

– Todo esto está conectado de alguna manera -dijo Myron-. Primero desaparece mi hermano. Luego Kitty se asusta y huye. Acaba aquí. Cuelga un mensaje con las palabras «No es suyo» y el tatuaje que Suzze y Gabriel Wire compartían. Se encuentra con Lex. Suzze va a verla y después visita al padre de Alista Snow. Tiene que estar todo relacionado.

– Yo no diría que tiene que ser forzosamente así -precisó Win-, pero las cosas parecen volver a Gabriel Wire, ¿no? Estaba allí cuando Alista Snow murió, tuvo una aventura con Suzze T, y todavía trabaja con Lex Ryder.

– Necesitamos llegar hasta él -afirmó Myron.

Win entrelazó los dedos.

– ¿Estás sugiriendo que debemos ir a visitar a una estrella del rock vigilada, aislada y recluida en una pequeña isla?

– Parece que allí están las respuestas.

– Complicado -dijo Win.

– ¿Y cómo lo haremos?

– Tendremos que planificarlo -respondió Win-. Dame unas horas.

Myron consultó su reloj.

– Perfecto. Quiero volver a la caravana y mirar en el ordenador. Quizás haya algo allí.

Win le ofreció a Myron un coche con chófer, pero Myron pensaba que conducir durante el viaje le despejaría la cabeza. No había dormido mucho en las últimas noches, así que condujo con el equipo de sonido a tope. Conectó su iPod en la clavija del salpicadero y comenzó a escuchar música melódica. Los Weepis cantaban «El mundo gira como loco». Muy apropiado.

Cuando Myron era joven, su padre escuchaba emisoras de onda media mientras conducía. Sujetaba el volante con las muñecas y silbaba. Por las mañanas, su padre escuchaba una emisora de noticias mientras se afeitaba.

Myron continuaba esperando a que sonase el móvil. Antes de salir del hospital estuvo a punto de cambiar de opinión. «Supongamos -le había dicho Myron a su madre- que papá recupere el conocimiento sólo una vez más.» Y supongamos que él perdiera la última oportunidad de hablar con su padre.

Su madre le respondió muy tranquila:

– ¿Qué le podrías decir que él ya no sepa?

Tenía toda la razón. En definitiva, se trataba de cumplir los deseos de su padre. ¿Qué hubiese querido su padre que Myron hiciese?, ¿sentarse en la sala de espera y echarse a llorar o salir en busca de su hermano? La respuesta era muy sencilla, si lo planteabas de esta manera.

Myron llegó al parque de caravanas. Apagó el motor. La fatiga le pesaba en los huesos. Salió tambaleándose del coche y se frotó los ojos. Necesitaba una taza de café. Algo. La adrenalina comenzaba a desaparecer. Giró el pomo. Cerrado. ¿De verdad se había olvidado de pedirle la llave a Mickey? Sacudió la cabeza, buscó en la billetera y sacó la misma tarjeta de crédito.

Abrió la puerta, como había hecho horas antes. El ordenador seguía allí, en la habitación principal, cerca del sofá de Mickey. Lo conectó y, mientras esperaba a que se pusiese en marcha, revisó el lugar. Mickey tenía razón. En efecto, tenían muy pocas posesiones. La ropa estaba guardada. El televisor, sin duda, estaba incluido en el alquiler. Myron encontró un cajón que contenía viejos papeles y fotos. Acababa de vaciarlo sobre el sofá cuando escuchó el sonido del ordenador al ponerse en marcha.

Myron se sentó junto al montón de documentos, acercó el ordenador y abrió el historial de Internet. Facebook estaba allí. La búsqueda en Google mostraba que alguien había buscado el Three Downing en Manhattan y el centro comercial Carden State Plaza. Habían abierto otra página para buscar los transportes públicos que iban a esos dos lugares. Nada más. En cualquier caso, Brad había vuelto a Perú hacía tres meses, y el historial sólo abarcaba unos pocos días. Sonó el teléfono. Era Win.

– Ya está preparado. Nos vamos a Biddle Island dentro de dos horas, desde Peterboro.

Peterboro era un aeropuerto privado en el norte de Nueva Jersey.

– Vale, allí estaré.

Myron colgó y miró de nuevo la pantalla. El historial de Internet no le había dado ninguna pista útil. ¿Ahora qué?

Probó con las otras aplicaciones. Las fue pinchando una tras otra. Nadie había utilizado el calendario o la agenda: ambos estaban vacíos. El Power Point tenía algunas presentaciones escolares de Mickey; la más reciente era una historia de los mayas. Las leyendas que acompañaban las fotos estaban en español. Impresionante, pero no relevante. Buscó el archivo de Word. Había un montón de documentos que parecían trabajos escolares. Myron estaba a punto de renunciar cuando vio un archivo de hacía ocho meses titulado «Carta de renuncia». Myron hizo clic en el icono y leyó:


Para la Fundación Abeona.

Querido Juan:

Con todo el dolor del corazón, mi viejo amigo, renuncio a mi cargo en nuestra maravillosa organización. Kitty y yo siempre seremos sus leales servidores. Creemos en esta causa de todo corazón y hemos dado mucho por ella. En realidad creemos que esta experiencia nos ha enriquecido más a nosotros que a los jóvenes a los que ayudamos. Sé que tú lo comprendes. Siempre os estaremos agradecidos.

Ha llegado la hora, sin embargo, de que los vagabundos Bolitar se aposenten. He conseguido un trabajo en Los Ángeles. A Kitty y a mí nos gusta ser nómadas, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos detuvimos lo suficiente para echar raíces. Creo que nuestro hijo Mickey lo necesita. Nunca nos pidió llevar este tipo de vida. Ha pasado su vida viajando, haciendo y perdiendo amigos, y sin poder llamar hogar a ningún lugar en los que ha vivido. Ahora necesita llevar una vida normal, que le permita cultivar sus aficiones, sobre todo el baloncesto. Así que, tras discutirlo mucho, Kitty y yo hemos decidido instalarnos en algún lugar donde pueda acabar sus dos últimos años de instituto y luego pueda ir a la universidad.

Después de eso, ¿quién sabe? Nunca me hubiera imaginado este tipo de vida para mí mismo. Mi padre solía citar un proverbio judío: El hombre planea y Dios se ríe. Kitty y yo esperamos regresar algún día. Sé que nadie abandona nunca definitivamente la Fundación Abeona. Sé que estoy perdiendo algo muy grande. Pero confío en que lo entenderás. Mientras tanto, haremos todo lo que podamos para que la transición sea lo más fácil posible.

Tuyo en la hermandad,

Brad.


Fundación Abeona. Kitty había colgado las palabras «No es suyo» utilizando el nombre de Abeona F. Myron se apresuró a buscar Fundación Abeona en Google. Nada. Vaya. Buscó Abeona y descubrió que era el nombre de una diosa romana poco conocida que protegía a los niños cuando dejaban de estar bajo el cuidado de los padres. Myron no tenía claro qué significaba todo esto, si es que significaba algo. Al parecer, Brad siempre había trabajado para organizaciones no gubernamentales. ¿Sería la Fundación Abeona una de ellas?

Llamó a Esperanza. Le dio la dirección de Juan y el nombre de la Fundación Abeona.

– Llámale. Averigua si sabe algo.

– Vale. ¿Myron?

– Sí.

– De verdad, quiero mucho a tu padre.

Él sonrió.

– Sí, lo sé.

Silencio.

– ¿Conoces esa expresión que dice: «Nunca es buen momento para dar malas noticias»? -continuó Esperanza.

Oh, oh.

– ¿De qué se trata?

– Soy un mar de dudas -dijo ella-. Podría esperar hasta que las cosas mejoren antes de decírtelo. O arrojarlo al montón de cosas que últimamente han ido mal y, con todo lo que está pasando, no te darías ni cuenta.

– Tíralo al montón.

– Tomás y yo nos vamos a divorciar.

– Maldita sea. -Pensó en las fotos en el despacho de ella, en las fotos de la familia feliz, con Esperanza, Tomás y el pequeño Héctor. El corazón se le cayó a los pies-. Lo siento mucho.

– Deseo que el proceso sea pacífico -añadió Esperanza-. Pero no creo que vaya a ser así. Tomás afirma que no estoy preparada para ser madre, debido a mi turbio pasado y a la cantidad de horas que trabajo. Reclamará la custodia exclusiva de Héctor.

– Jamás lo conseguirá -dijo Myron.

– Como si tú pudieses controlarlo. -Hizo un sonido que podría haber sido una media carcajada-. Pero me encanta cuando haces declaraciones grandilocuentes.

Myron recordó una de sus últimas conversaciones con Suzze:

«Tengo una mala sensación. Creo que lo voy a joder todo.

»No lo harás.

»Es lo que hago siempre, Myron.

»Esta vez no. Tu agente no te dejará».

No la iba a dejar que lo jodiera todo. Pero ahora ella estaba muerta.

Myron Bolitar: el hombre de las declaraciones grandilocuentes.

Antes de que pudiese retirarla, Esperanza dijo:

– Me pongo en ello -y colgó.

Él se quedó mirando el teléfono un momento. La falta de sueño comenzaba a dominarle. La cabeza le dolía tanto que se preguntó si Kitty tendría algún analgésico en el botiquín. Estaba a punto de levantarse a buscarlo cuando algo llamó su atención.

Estaba en el montón de los papeles y las fotos, en un extremo del sofá. Debajo de todo, a la derecha; sólo asomaba una esquina de color azul. Myron entrecerró los ojos. Tendió la mano y lo dejó a la vista.

Era un pasaporte.

El día anterior había encontrado los pasaportes de Kitty y Mickey en el bolso de Kitty. A Brad se le había visto por última vez viajando por Perú, y por lo tanto era allí donde debía estar su pasaporte. Esto planteaba una pregunta obvia: ¿De quién era ese pasaporte?

Myron buscó la página con la foto. Allí, mirándole a la cara, estaba la foto de su hermano. Volvió a sentirse perdido, y ahora la cabeza dolorida empezaba a darle vueltas.

Myron se estaba preguntando cuál sería su siguiente movimiento cuando oyó unos susurros.

Hay momentos en que vale la pena tener los nervios a flor de piel. Éste era uno de ellos. En lugar de esperar o de intentar deducir de dónde venían los susurros o quién estaba cuchicheando, Myron reaccionó. Dio un salto y los papeles y las fotos cayeron del sofá. Detrás de él oyó como abrían de un puntapié la puerta de la caravana. Myron se dejó caer y rodó detrás del sofá.

Dos hombres entraron con armas en las manos.

Eran muy jóvenes, pálidos y esqueléticos, con un aire al «estilo yonqui» del pasado. El de la derecha lucía un enorme y complicado tatuaje que asomaba por encima del cuello de la camiseta y le subía por el cuello como una llama. El otro tenía una perilla de tipo duro.

El tipo de la perilla dijo:

– Qué demonios… Le hemos visto entrar.

– Tiene que estar en la otra habitación. Yo te cubro.

Inmóvil en el suelo, detrás del sofá, Myron agradeció en silencio a Win por aconsejarle que fuese armado. No disponía de mucho tiempo. La caravana era diminuta. Tardarían pocos segundos en encontrarle. Pensó en saltar y gritar: «¡Quietos!». Pero los dos tipos iban armados y era imposible saber cómo reaccionarían. Ninguno de ellos parecía muy fiable, y por lo tanto había muchas probabilidades de que se asustaran y comenzasen a disparar.

No, lo mejor sería mantener su confusión, hacer que se separasen.

Myron tomó una decisión. Confiaba en que fuese la más correcta y racional, sin dejarse llevar por el impulso emocional de infligir daño porque su padre podía estar muriéndose y su hermano estaba… Pensó en el pasaporte de Brad y comprendió que no tenía ni idea de dónde estaba su hermano, ni de qué estaba haciendo o qué peligros corría.

«Despeja la mente. Actúa con racionalidad.»

Perilla dio dos pasos hacia la puerta del dormitorio. Sin levantarse, Myron se movió hasta el extremo del sofá. Esperó un segundo más, apuntó a la rodilla de Perilla y, sin previo aviso, apretó el gatillo.

La rodilla estalló.

Perilla soltó un grito y cayó al suelo. Su arma fue a parar al otro lado de la habitación, pero Myron no le prestó atención. Permaneció agachado y oculto a la vista, esperando la reacción de Tatuaje en el Cuello. Myron le estaba apuntando, por si empezaba a disparar, pero Tatuaje en el Cuello no lo hizo. Él también gritó y, tal como esperaba Myron, huyó de la caravana.

Tatuaje en el Cuello dio media vuelta y se arrojó al exterior. Myron se movió deprisa. Se levantó y salió de detrás del sofá. En el suelo, delante de él, Perilla se retorcía de dolor. Myron se agachó, le sujetó la cabeza y le obligó a mirarle. Luego apoyó el arma en el rostro de Perilla.

– Deja de gritar o te mato.

Perilla convirtió los chillidos en unos gemidos de animal.

Myron recuperó el arma y corrió hacia la ventana. Miró al exterior. Tatuaje en el Cuello estaba subiendo en un coche. Myron se fijó en el número de la matrícula. Nueva York. Sin perder un segundo, escribió la combinación de letras y números en la Blackberry y se la envió a Esperanza. No le quedaba mucho tiempo. Volvió junto a Perilla.

– ¿Para quién trabajas?

Sin cesar de gimotear, protestó con una voz infantil:

– Me has disparado.

– Sí, lo sé. ¿Para quién trabajas?

– Vete al infierno.

Myron se puso en cuclillas. Apoyó el cañón del arma en la otra rodilla del hombre.

– En realidad no tengo mucho tiempo.

– Por favor -suplicó Perilla, y su voz subió muchas octavas-. No lo sé.

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Qué?

– Tu nombre. No importa. Te llamaré Perilla. Esto es lo que va a ocurrir, Perilla. Primero dispararé en la otra rodilla. Luego pasaré a los codos.

Perilla lloriqueaba.

– Por favor.

– Acabarás por decírmelo.

– ¡No lo sé! Lo juro.

Alguien del parque podría había oído el disparo. Tatuaje en el Cuello podría volver con refuerzos en cualquier momento. En cualquier caso, Myron disponía de muy poco tiempo. Era el momento de demostrarle que iba en serio. Con un pequeño suspiro, Myron comenzó a presionar el gatillo. Estaba dispuesto a todo, pero un destello de sentido común apareció en su mente. Aunque fuera capaz de dispararle a un hombre indefenso y desarmado, el resultado del disparo sería contraproducente. El dolor haría que Perilla perdiese el conocimiento o le produciría un shock, en lugar de hacerle hablar.

Myron aún no estaba seguro de lo que iba a hacer cuando dijo:

– Última oportunidad… Perilla acudió al rescate.

– ¡Su nombre es Bert! Es todo lo que sé. ¡Bert!

– ¿Apellido?

– ¡No lo sé! Kevin lo montó todo.

– ¿Quién es Kevin?

– El tipo que acaba de dejarme aquí, tío.

– ¿Qué quería Bert que hicierais?

– Te seguimos, tío. Desde el hospital. Dijo que tú nos llevarías hasta Kitty Bolitar.

Myron sabía de verdad que había sido muy descuidado. Esos dos idiotas habían estado detrás de él todo ese tiempo y Myron ni siquiera había notado que le seguían. Patético.

– ¿Qué se suponía que debíais hacer cuando encontraseis a Kitty?

Perilla comenzó a lloriquear de nuevo.

– Por favor.

Myron apoyó el cañón en la cabeza del hombre.

– Mírame a los ojos.

– Por favor.

– Deja de llorar y mírame a los ojos.

Lo hizo. Se sorbió los mocos e intentó controlarse. Su rodilla era un desastre. Myron sabía que seguramente nunca más volvería a caminar sin cojear. Algún día, quizás a Myron le preocuparía eso, pero lo dudaba.

– Dime la verdad y acabemos con todo esto. Es probable que ni siquiera tengas que ir a la cárcel. Pero si me engañas te pego un tiro en la cabeza, así no habrá testigos. ¿Lo entiendes?

El tipo mantuvo la mirada con firmeza.

– De todas maneras vas a matarme.

– No, no lo haré. ¿Sabes por qué? Porque todavía sigo siendo el tipo bueno, y quiero seguir siéndolo. Dime la verdad y nos salvaremos los dos: ¿qué se suponía que debíais hacer cuando encontraseis a Kitty?

Entonces, mientras se oía una sirena que señalaba que estaban llegando varios coches de la policía, Perilla le dio a Myron la respuesta que esperaba:

– Se suponía que debíamos mataros a los dos.


Myron abrió la puerta de la caravana. Las sirenas sonaban ahora más fuerte. No tenía tiempo de llegar a su coche. Corría hacia la izquierda, lejos de la entrada de Glendale State, cuando dos coches de la policía entraron en el parque de caravanas. El potente faro de uno de los coches de la poli lo alumbró.

– ¡Alto! ¡Policía!

Myron no hizo caso. Los polis le perseguían, o al menos Myron creyó que lo hacían. No miró atrás, siguió corriendo. La gente salió de las caravanas para ver qué era todo aquel escándalo, pero nadie se interpuso en su camino. Myron llevaba el arma en la cintura. No pensaba sacarla de ahí y darles a los polis una excusa para abrir fuego. Mientras no representase una amenaza física, no le dispararían.

¿Correcto?

El altavoz del coche de la policía sonó con una descarga de estática:

– Habla la policía. Deténgase y levante las manos.

Por un momento estuvo a punto de hacerlo. Podía tratar de explicarlo todo. Pero eso le llevaría horas, quizá días, y ahora no tenía tiempo. Win había encontrado la manera de llegar a Biddle Island. Myron sabía que todo conducía al lugar donde se ocultaba Gabriel Wire, y no pensaba darle la oportunidad de escapar.

El parque de caravanas acababa en una zona arbolada. Myron encontró un sendero y lo siguió. La policía repitió el aviso de que se detuviese. Se internó por la izquierda y continuó corriendo. Oyó ruidos a sus espaldas, en el sotobosque. Los polis le perseguían por el bosque. Aumentó la velocidad con el deseo de ganar distancia. Tenía que decidir entre ocultarse detrás de un peñasco o de un árbol, mientras los polis seguían corriendo tras él, pero ¿de qué le serviría? Necesitaba salir de allí y llegar al aeropuerto de Peterboro.

Oyó más gritos, pero sonaban más distantes. Se arriesgó a mirar atrás. Alguien llevaba una linterna, pero estaba muy lejos. Bien. Sin dejar de moverse, Myron sacó el Bluetooth del bolsillo y se puso el auricular en la oreja.

Apretó la tecla de llamada rápida a Win.

– Dime.

– Necesito un vehículo -respondió Myron.

Se explicó con rapidez. Win escuchó sin interrumpir. Myron no necesitaba darle su situación. El GPS de su Blackberry ayudaría a Win a encontrarle. Sólo necesitaba mantenerse oculto hasta que eso ocurriese. Cuando acabó, Win dijo:

– Estás a unos cien metros al oeste de la autopista uno. Dirígete al norte por la autopista y verás un montón de tiendas. Busca un lugar donde ocultarte o pasar desapercibido. Contrataré una limusina para que pase a recogerte y te lleve al aeropuerto.

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