29

Las cortinas del avión estaban echadas para que nadie pudiese ver el interior. La familia Sinthorpe desembarcó. Los pilotos aparcaron el avión, apagaron las luces y descendieron. Myron y Win permanecieron en el aparato. Ya era de noche.

Myron llamó al hospital con el móvil por satélite. Esta vez el doctor Ellis se puso al teléfono.

– Su padre ha salido de cirugía, pero ha sido muy duro. Su corazón se detuvo dos veces en el quirófano.

Las lágrimas afloraron de nuevo, pero Myron las contuvo.

– ¿Puedo hablar con mi madre?

– Le dimos un sedante y está durmiendo en una habitación. Su sobrino duerme en una silla. Ha sido una noche larga.

– Gracias.

Win salió del baño, vestido de negro de pies a cabeza.

– Hay una muda de ropa ahí dentro -dijo-. También hay una ducha. Te ayudará a despejarte. La ayuda local llegará en diez minutos.

La ducha del avión no estaba diseñada para personas altas, pero la presión del agua era muy fuerte. Myron se agachó, pasó nueve de los diez minutos debajo del chorro y dedicó el minuto restante a. secarse y vestirse con las prendas negras. Win tenía razón: se sentía renovado.

– Nuestro transporte nos espera -dijo Win-. Pero primero…

Le dio a Myron dos armas. La más grande tenía una funda sobaquera y la más pequeña era para llevarla sujeta al tobillo. Myron las abrochó en su lugar. Win abrió la marcha. Los escalones de la escalerilla estaban resbaladizos. Llovía a cántaros. Win se colocó debajo del avión para protegerse. Sacó las gafas de visión nocturna de la funda y se las fijó al rostro como si fuesen una máscara de buceo. Dio una vuelta completa poco a poco.

– Todo despejado -anunció.

Guardó las gafas en el estuche. Luego cogió el móvil y pulsó una tecla. Se encendió la pantalla. Myron vio que alguien encendía y apagaba los faros de un coche. Win echó a andar hacia el vehículo. Myron le siguió. El aeropuerto sólo tenía una pista de aterrizaje y un edificio de cemento. No había nada más. Una carretera pasaba por delante de la pista. No había luces de tráfico, ni siquiera una reja para impedir que los coches entrasen; había que adivinar, supuso Myron, cuándo aterrizaba un avión. O quizá formaba parte de la mística de Biddle Island. Así, «sabías» cuándo alguien llegaba.

La lluvia continuaba arreciando. Un relámpago cruzó el cielo. Win llegó al coche primero y abrió la puerta de atrás. Myron entró y se tumbo en el asiento trasero. Miró hacia delante y se sorprendió al ver a Billings y Blakely.

– ¿Nuestra ayuda local?

Win sonrió.

– ¿Quién mejor?

El interior del coche olía como un narguile viejo.

– El primo Windsor dijo que quieres entrar en la casa de Wire -dijo el mellizo que iba al volante.

– ¿Quién eres tú? -preguntó Myron.

Él pareció ofenderse.

– Soy Billings.

– Y yo soy Blakely.

– Correcto, lo siento.

– Blakely y yo hemos pasado todos los veranos en esta isla desde que tenemos uso de razón. Puede llegar a ser aburrido.

– No hay bastantes chicas -añadió Blakely.

– Muy cierto -afirmó Billings. Puso el coche en marcha. No había más coches en la carretera-. El año pasado nos inventamos unas historias crueles sobre algunas de las au pairs más feas.

– Para que las despidiesen -explicó Blakely.

– Exacto.

– Ninguna de esas mamas quieren cuidar de sus pequeños retoños.

– Cielos, no.

– Así que tuvieron que cambiar las au pairs.

– A menudo por otras más atractivas.

– ¿Ves qué astucia?

Myron observó a Win. Win sonrió.

– Finge que sí -dijo Myron.

– En cualquier caso, esta isla puede ser aburrida -manifestó Blakely.

– Aburrilandia -añadió Billings.

– Tediosa.

– Agotadora.

– De verdad, te puedes morir de aburrimiento. Y en realidad, nadie sabe siquiera si Gabriel Wire vive en aquella mansión.

– Nunca le hemos visto.

– Pero hemos estado cerca de la casa.

– La hemos tocado.

Blakely se volvió y le sonrió a Myron.

– Verás, aquí traemos a las chicas. Les decimos que la casa pertenece a Gabriel Wire y que está muy vigilada.

– Porque el peligro es afrodisíaco.

– Si les mencionas el peligro a las chicas, se les caen las bragas, ¿oyes lo que digo?

Myron miró de nuevo a Win. Win seguía sonriendo.

– Finge que sí -repitió Myron.

– Nos llevó algún tiempo hacerlo -continuó Billings-, por el sistema de ensayo y error, pero al final encontramos un sendero seguro hasta la playa que hay junto a la casa de Wire.

– Y ya nunca nos volvieron a pillar.

– Al menos en los dos últimos veranos.

– Vamos a la playa. Algunas veces llevamos chicas.

– En tus tiempos -dijo Billings, mirando a Myron- es probable que lo llamasen el Sendero de los Enamorados o algo así.

– Como en una peli antigua.

– Así es. Como cuando las llevabais a una granja y después ibais al Sendero de los Enamorados, ¿no?

– Sí -asintió Myron-. Después del viaje en calesa.

– Correcto, ¿lo ves?, la playa junto a la casa de Wire es nuestra versión de todo aquello.

– Billings es muy bueno con las damas -dijo Blakely.

– El viejo Blakely es muy modesto.

Ambos se rieron sin mover las mandíbulas. Blakely sacó un cigarrillo liado y lo encendió. Dio una calada y se lo pasó a su hermano.

– Allí también fumamos maría -dijo Billings.

– Grifa.

– Hierba.

– Choco.

– Mandanga.

– Porros.

– Un poco de afgano.

– Marihuana -les interrumpió Myron-. Ya lo he pillado.

Los chicos comenzaron a reírse. Éste no era el primer porro de la noche.

– Blakely y Billings van a llevarnos por su sendero secreto -dijo Win.

– Donde traemos a las chicas.

– Nuestros encantos.

– Nenas deliciosas.

– Calentorras de fábula.

– Tías buenas.

– Macizas estupendas.

Myron miró a Win.

– Parecen muy jóvenes para meterlos en esto.

– No, es guay -dijo Billings-. No nos harán daño.

– Además, somos valientes.

– Sobre todo cuando vamos colocados.

– Un poquito de costo.

– Algo de doña Juanita.

– Un toque de Mari Juana.

– Kifi.

Ahora reían como histéricos. Todo lo histérico que puedes reírte sin mover las mandíbulas. Myron miró a Win un vez más, preguntándose si se podía confiar en una pareja de aristócratas drogatas. Por otra parte, allanar casas, incluso en los edificios mejor vigilados, era uno de los puntos fuertes de Win. Tenía un plan, y Myron sólo tenía que seguirlo.

Pasaron ante dos garitas de vigilancia junto a la carretera con un simple gesto. Los mellizos y su coche que apestaba a canutos eran bien conocidos en la isla. Nadie les molestó. Billings, o Blakely -Myron ya se había olvidado-, conducía de forma errática. Myron se ajustó el cinturón de seguridad. Durante el día, la isla parecía remota. Por la noche y bajo la lluvia, parecía total y completamente abandonada.

Billings -ahora Myron lo recordó- sacó el coche de la calzada y se metió por un camino de tierra. El terreno puso a prueba los amortiguadores. Myron rebotó en la parte de atrás mientras el coche se desplazaba a través de un espeso bosque, hasta que llegaron a un claro. Delante de ellos, Myron vio que la luna casi rozaba el agua. El coche se detuvo cerca de la playa.

Blakely se volvió de nuevo. Le ofreció el porro a Myron. Él lo rechazó con un «no gracias».

– ¿Estás seguro? Es de la buena.

– De primera -añadió Billings.

– Súper.

– Lo entiendo -dijo Myron-. Es muy buena.

Los mellizos se echaron hacia atrás y por un momento reinó el silencio.

– Cada vez que vengo a la playa -explicó Billings- recojo un grano de arena.

– Oh, no -exclamó Blakely-. Ya empezamos de nuevo.

– No, hablo en serio. Piénsalo. Un grano de arena. Recojo un pequeño grano de arena y pienso en cuántos granos de arena hay en esta playa. Después pienso en cuántos hay en toda la isla. Y entonces comienzo a pensar en cuántos granos de arena hay en todo el mundo. Y entonces alucino.

Myron volvió a mirar a Win.

– Lo estupendo, lo estupendo de verdad, es que todo nuestro planeta es más pequeño que este grano de arena si lo comparamos con los otros granos de arena. ¿Puedes siquiera llegar a entenderlo? Nuestro sistema solar es más pequeño que este grano de arena si lo comparas con el resto de los universos.

– ¿Cuánta mierda has fumado hoy? -preguntó Myron.

Billings se echó a reír.

– Venga. Vamos a ponerte en camino hacia el señor Famosa Estrella del Rock.

– Odio su música -añadió Blakely.

– Una mierda total.

– Vómito autoindulgente.

– Maullidos pretenciosos.

Se apearon del coche. Cuando Myron estaba a punto de abrir la puerta, Win le puso una mano sobre la rodilla.

– Espera. Deja que ellos lleven la delantera. Debemos permanecer ocultos.

– ¿De verdad confías en estos chicos?

– Sirven para esto. No te preocupes.

Un minuto más tarde, Win indicó con un gesto que todo iba bien. La lluvia continuaba azotándoles el rostro. Los mellizos se internaron por un sendero que se apartaba de la playa. Myron y Win les seguían a unos cincuenta metros. La lluvia disminuía mucho la visibilidad. Caminaron por una senda que zigzagueaba a través de una zona boscosa. El sendero había desaparecido, así que tenían que agacharse por debajo de las ramas de los árboles y rodear algunas rocas. De vez en cuando, Myron veía la playa a su izquierda, a través de algún claro entre los árboles. Por fin, Win extendió un brazo delante de Myron, como si barrase el paso. Ambos se detuvieron.

Los mellizos habían desaparecido.

– Han llegado a la propiedad de Wire -anunció Win-. A partir de ahora debemos ser más cautelosos.

Myron dejó que Win fuese por delante de él. Avanzaron a paso lento. El bosque parecía un agujero negro. Myron se enjugó la lluvia de la cara. Win se agachó. Sacó las gafas de visión nocturna y se las puso. Le hizo una seña a Myron para que esperase y luego desapareció en la oscuridad. Unos momentos más tarde, Win volvió al bosque y le indicó a Myron que se adelantase.

Myron salió a un claro y, a la luz de la luna, vio que se encontraban en una playa. A unos cincuenta metros por delante de ellos, a la izquierda, Billings y Blakely se habían tumbado sobre unos peñascos enormes. Estaban boca arriba y compartían un porro, sin preocuparse por la lluvia. Las olas batían contra las rocas. Win estaba mirando fijamente a la derecha; Myron siguió su mirada colina arriba y vio lo que había llamado la atención de su amigo.

¡Joder!

La mansión de Gabriel Wire estaba colgada sobre la colina, mirando hacia la bahía de Long Island. De estilo neogótico Victoriano, construida con ladrillos rojos y piedra, tenía el tejado de terracota y agujas que recordaban el palacio de Westminster. Era el refugio perfecto para el ego de una estrella del rock, un edificio enorme y sensual, y no tenía absolutamente nada que ver con las discretas casas WASP que salpicaban el resto de la isla. La fachada transmitía una sensación de fortaleza, con una entrada en arco que parecía una réplica aumentada del arco que había en la terraza de Lex y Suzze.

Billings y Blakely se acercaron a ellos. Se quedaron mirando la casa durante varios segundos.

– ¿Qué os habíamos dicho? -manifestó Billings.

– En mi opinión -dijo Blakely-, creo que es vulgar.

– Espectacularmente ostentosa.

– Puro esteroide.

– Fanfarrona.

– Pretenciosa.

– Pura sobrecompensación.

Los chicos se rieron con esto último. Luego, en un tono un poco más sombrío, Blakely dijo:

– Pero tío, oh tío, qué guarida para las chicas.

– Un nido de amor.

– Un paraíso del herpes.

– Un palacio del pene.

– Una trampa para conejitas.

Myron contuvo un suspiro. Era como estar con un diccionario de sinónimos. Se volvió hacia Win y preguntó cuál era el plan.

– Sígueme -contestó Win.

Mientras volvían hacia la línea de árboles y avanzaban hacia la casa, Win le explicó que Billings y Blakely se acercarían a la casa por delante.

– Los mellizos han llegado hasta la casa en varias ocasiones -dijo Win-, pero nunca han conseguido entrar. Han llamado al timbre. Han intentado abrir alguna ventana. Pero siempre los echaba algún guardia de seguridad. Los chicos afirman que sólo hay un guardia en la casa por la noche, y que un segundo guardia vigila la entrada de la carretera.

– Pero no pueden saberlo con seguridad.

– No, así que nosotros tampoco.

Myron pensó en eso.

– Pero han conseguido llegar hasta la casa sin ser vistos por el guardia. Eso significa que no debe haber sensores de movimiento.

– Los sensores de movimiento no sirven en las grandes fincas abiertas -explicó Win-. Hay demasiados animales que disparan las alarmas. Probablemente habrá algún tipo de alarmas en las puertas y en las ventanas, pero eso no debería preocuparnos.

Myron sabía que las alarmas antirrobo mantenían alejados a los ladrones aficionados o a los vulgares, pero no a Win y su bolsa de herramientas.

– Entonces el único riesgo que corremos -dijo Myron- es que aún no sabemos cuántos guardias hay dentro de la casa.

Win sonrió. Sus ojos tenían un brillo burlón.

– ¿Qué sería la vida sin unos cuantos riesgos?

Todavía entre los árboles, Win y Myron llegaron a unos veinte metros de la casa. Win le hizo una seña a Myron para que se agachase. Señaló una puerta lateral y susurró:

– La entrada de servicio. Nos acercaremos por allí.

Sacó el móvil y lo conectó. A lo lejos, Billings y Blakely comenzaron a subir por la colina hacia la entrada. El viento soplaba con más fuerza sobre los chicos en su ascenso. Mantuvieron las cabezas agachadas mientras se acercaban a la mansión.

Win le hizo un gesto a Myron. Se echaron cuerpo a tierra y avanzaron al estilo comando hacia la entrada de servicio. Myron vio que la puerta daba a una cocina, una despensa o algo así, pero las luces estaban apagadas. El suelo estaba empapado por la lluvia, y ellos avanzaban como caracoles, deslizándose sobre el barro.

Cuando Win y Myron llegaron a la puerta lateral, permanecieron tumbados a la espera. Myron torció la cabeza a un lado y apoyó la barbilla en el suelo mojado. Desde allí podía ver el mar. Los relámpagos cortaban el cielo en dos. Retumbaban los truenos. Aguardaron allí durante unos minutos. Myron comenzó a ponerse nervioso.

Al cabo de un rato oyó un grito a través del viento y la lluvia:

– ¡Tu música apesta!

Era Billings, o Blakely. El otro, el que no había gritado, añadió:

– ¡Es horrenda!

– Asquerosa.

– Vomitiva.

– Despreciable.

– Un atentado auditivo.

– Un crimen contra las orejas.

Win se había levantado y manipulaba la puerta con un pequeño destornillador. La puerta no representaba un problema, pero Win había visto un sensor magnético. Sacó una lámina de metal y la colocó entre los dos sensores para que hiciese de conductor.

A través de la lluvia, Myron veía la silueta de los mellizos correr hacia el agua. Detrás de ellos iba un hombre, el guardia de seguridad, que se detuvo cuando los mellizos llegaron a la playa. Se llevó algo a la boca, algo que parecía un walkie-talkie, pensó Myron, y dijo:

– Otra vez esos dos mellizos drogados.

Win abrió la puerta. Myron saltó al interior. Win le siguió y cerró la puerta. Estaban en una cocina ultramoderna. En el centro había una enorme cocina de ocho fuegos y una chimenea plateada hasta el techo. Ollas y sartenes colgaban del techo en un caos decorativo. Myron recordó haber leído que Gabriel Wire era un cocinero de primera, y se dijo que esto lo corroboraba. Las ollas y sartenes se veían impolutas: nuevas, poco usadas o, sencillamente, bien cuidadas.

Myron y Win permanecieron quietos durante un minuto. Ninguna pisada, ninguna voz llamando por un walkie-talkie, nada. A lo lejos, quizás en la planta de arriba, se oía el débil sonido de una música.

Win hizo una seña a Myron para que se adelantase. Ya habían planeado la estrategia que iban a seguir después de entrar en la casa. Myron buscaría a Gabriel Wire y Win se ocuparía de cualquiera que acudiese en su defensa. Myron conectó la Blackberry a una frecuencia de radio y se colocó el Bluetooth en la oreja. Win hizo lo mismo. Ahora Win podía avisar a Myron de cualquier problema, y viceversa.

Myron, manteniéndose siempre agachado, abrió la puerta de la cocina y entró en lo que podía ser una sala de baile. No había luces: la única iluminación procedía de los salvapantallas de dos ordenadores. Myron se esperaba una decoración más sofisticada, pero la habitación parecía la sala de espera de un dentista. Las paredes eran blancas. El sofá y los dos sillones parecían más prácticos que elegantes, algo que podías comprar en cualquier tienda de muebles de la carretera. Había un archivador, una impresora y un fax en un rincón de la estancia.

La enorme escalera era de madera, con las balaustradas decoradas, y una alfombra de color rojo sangre cubría los peldaños. Myron comenzó a subir por ella. La música, todavía débil, sonaba un poco más fuerte. Llegó al rellano y se internó por un largo pasillo. La pared de la derecha estaba cubierta con álbumes de platino y discos enmarcados de HorsePower. A la izquierda había fotos de la India y el Tíbet, lugares que Gabriel Wire había visitado con frecuencia. Se decía que Wire tenía una lujosa mansión en un barrio elegante del sur de Bombay y que a menudo se alojaba de incógnito en monasterios del distrito de Kham, en la zona oriental del Tíbet. Myron se preguntó si estaría allí. La casa era muy deprimente. Sí, afuera estaba oscuro y el tiempo podría haber sido mejor, ¿pero realmente Gabriel Wire se había pasado la mayor parte de los últimos quince años encerrado allí solo? Podría ser. Quizás eso era lo que Wire quería que la gente creyese, o quizás era un loco que había decidido apartarse del mundo, como Howard Hughes. Tal vez ya estaba harto de ser el famoso Gabriel Wire, el centro de la atención pública. O quizá serían ciertos los rumores que decían que Wire salía en muchas ocasiones, ocultándose bajo distintos disfraces, para visitar el Metropolitan, en Manhattan, o sentarse en las gradas de Fenway Park. Quizás habría reflexionado sobre los errores de su vida -las drogas, las deudas de juego, las menores- y habría recordado por qué había empezado, qué fue lo que le impulsó, qué era lo que le hacía feliz: componer música.

Quizá la conducta de Wire de rechazar la fama no era tan descabellada. Quizás era la única manera de sobrevivir y prosperar. O tal vez, como cualquier otra persona que ha decidido cambiar de vida, había tocado fondo, ¿acaso podía caer más abajo, después de sentirse responsable de la muerte de una chica de dieciséis años?

Myron pasó por delante del último álbum de platino que colgaba de la pared: un disco llamado Aspects of Juno, el primer disco de HorsePower. Como cualquier otro aficionado esporádico a la música, Myron había oído hablar del legendario primer encuentro entre Gabriel Wire y Lex Ryder. Lex estaba actuando en un bar llamado Espy, en la zona de Santa Kilda, cerca de Melbourne, un sábado por la noche; tocaba temas lentos y aguantaba los abucheos de la revoltosa multitud borracha. Uno de de los que estaban entre el público era un apuesto y joven cantante llamado Gabriel Wire. Wire, declaró más tarde, que a pesar del estrépito que había a su alrededor se sintió hipnotizado e inspirado por las melodías y las letras. Por fin, cuando los abucheos alcanzaron una intensidad atronadora, Gabriel Wire se subió al escenario y, más por salvar a aquel pobre cabrón que por cualquier otra cosa, empezó a improvisar con Lex Ryder, cambiando las letras sobre la marcha, acelerando el ritmo y buscando que alguien se ocupase del bajo y la batería. Ryder asintió. Respondió con más riffs, pasó del teclado al piano y luego otra vez a los teclados. Los dos músicos se realimentaban mutuamente. El público guardó un respetuoso silencio, como si por fin comprendiese que estaba siendo testigo de un acontecimiento.

Había nacido HorsePower.

Lex lo había expresado poéticamente en el Three Downing unas noches antes: «Las cosas ondulan». Todo empezó allí, en aquel bar cutre, al otro lado del mundo, hacía más de veinticinco años.

Sin darse cuenta, Myron volvió a acordarse de su padre. Había intentado no pensar en él, concentrarse sólo en su trabajo, pero de pronto vio a su padre, no como un hombre fuerte y sano, sino tendido en el suelo del sótano. Quería salir corriendo de allí. Quería subir a un maldito avión, regresar al hospital y estar junto a él, pero también pensó que sería mucho más importante para su padre que encontrara a su hermano menor.

¿Cómo se habría visto mezclado su hermano con Gabriel Wire y con la muerte de Alista Snow?

La respuesta era evidente y aleccionadora: a través de Kitty.

Volvió a sentir aquella furia tan familiar -¿acaso el marido de Kitty, su hermano, no había desaparecido mientras ella cambiaba favores sexuales por droga?- mientras avanzaba por el pasillo. Ahora la música se oía mucho mejor. Una guitarra acústica y una suave voz cantando, la voz de Gabriel Wire.

El sonido era conmovedor. Myron se detuvo y escuchó la letra por un momento.


Mi único amor, nunca más tendremos de nuevo un ayer,

y ahora estoy sentado a través de una noche interminable.


Procedía del final del pasillo, de las escaleras que llevaban al segundo piso.


Mi visión se nubla con las lágrimas,

apenas siento el intenso frío,

apenas noto caer la lluvia…


Pasó por delante de una puerta abierta y se arriesgó a echar una rápida mirada. Esa habitación también estaba decorada con un mobiliario tremendamente funcional y una moqueta gris de pared a pared. Ningún adorno, ningún detalle de buen gusto. Resultaba extraño. La fachada era tan espectacular que te dejaba boquiabierto, y en cambio el interior parecía una oficina de mandos intermedios. Aquella estancia podía ser, se dijo Myron, un dormitorio de invitados o el alojamiento de uno de los guardias de seguridad.

Continuó avanzando. Había una escalera angosta al final del pasillo. Ahora se acercaba, cada vez más, al lastimero sonido:


Recuerdo nuestra última vez juntos.

Hablamos de un amor eterno,

nuestros ojos se encontraron en una especie de trance,

todos desaparecieron mientras nos tomamos de las manos,

pero ahora tú también te has ido…


Había otra puerta abierta antes de llegar a la escalera. Myron echó un vistazo y se quedó de piedra.

Una habitación infantil.

Un móvil de bebé con todo su surtido de animales -caballos, patos, jirafas, de brillantes colores- colgaba sobre una cuna victoriana. Una luz auxiliar iluminaba la estancia lo suficiente para que Myron viese el papel estampado con Winnie el osito -los dibujos antiguos de Winnie, no los más modernos-; en un rincón, una mujer con uniforme de niñera dormitaba en una silla. Myron entró de puntillas en la habitación y miró la cuna. Un bebé. Myron dedujo que era su ahijado. Así que Lex estaba por aquí, o al menos había traído aquí al hijo de Suzze. ¿Por qué?

Myron quería decírselo a Win, pero no se atrevía a hablar. Con el teclado en silencio, escribió un mensaje: «bebé en el primer piso».

Aquí no había nada más que hacer. Salió en silencio al pasillo. La tenue luz proyectaba sombras muy largas. La angosta escalera que tenía enfrente parecía conducir a las habitaciones de la servidumbre, en el ático. Los escalones ya no tenían alfombra, sólo madera desnuda, los subió con todo el sigilo de que fue capaz. La voz que cantaba sonaba aún más cerca:


En aquel momento mi sol se fue,

y ahora la lluvia no cesa

en un tiempo interminable,

en medio de un momento,

y el momento no puede avanzar…


Myron llegó al rellano. En una casa más pequeña, ese piso se podría considerar un ático. Allí habían despejado toda la planta para crear una enorme estancia que se extendía a lo largo de toda la mansión. Una vez más las luces eran mortecinas, pero las tres grandes pantallas de televisión en un extremo daban a la habitación un resplandor siniestro. Los tres televisores estaban encendidos y se veían deportes: un partido de baloncesto de la liga nacional, el ESPN Sports Center y un partido de baloncesto en el extranjero. Habían silenciado el volumen. Ésta era la sala de juegos definitiva de un adulto. En la penumbra, Myron vio una máquina de pinball HorsePower. Había un bar de caoba bien provisto, con seis taburetes y un espejo ahumado. El suelo estaba salpicado con lo que parecían pufs enormes, en forma de pera, lo bastante grandes como para acoger una orgía.

Uno de los enormes pufs estaba en el centro de la sala, entre los tres televisores. Myron distinguió la silueta de una cabeza. El suelo estaba cubierto de botellas que a Myron le parecieron de alcohol.


Ahora tú también te has ido,

y en la lluvia, el tiempo está quieto,

sin ti el tiempo se detiene…


La música cesó, como si alguien hubiese apretado un interruptor. Myron vio que el hombre del puf se ponía rígido, o quizás era sólo su imaginación. Myron no sabía qué hacer -¿decir algo, acercarse poco a poco, esperar?-, pero la decisión la tomó el hombre.

El hombre se levantó tambaleándose. Se volvió hacia Myron, pero el resplandor de los televisores sólo permitía ver una silueta oscura. Instintivamente, Myron acercó la mano hacia el arma de su bolsillo.

– Hola, Myron -dijo el hombre.

No era Gabriel Wire.

– ¿Lex?

Estaba temblando, tal vez por efecto de la bebida. Si Lex estaba sorprendido de ver a Myron allí, no lo demostraba. Sus reacciones, sin duda, estaban amortiguadas por el alcohol. Lex abrió los brazos y avanzó hacia Myron. Él también se acercó, y tuvo que sujetar a Lex cuando éste se dejó caer en sus brazos. Lex hundió su cabeza en el hombro de Myron, y éste la sostuvo.

– Culpa mía. Ha sido culpa mía -repitió Lex entre sollozos.

Myron intentó tranquilizarle. Le llevó algún tiempo. Lex olía a whisky, y Myron le dejó llorar. Lo llevó hacia un taburete y lo sentó. En el Bluetooth, oyó a Win que decía:

– Tuve que tumbar al guardia de seguridad. Sin ningún problema, no te preocupes, pero quizá te convendría acelerar el paso.

Myron asintió, como si Win pudiese verle. Lex estaba hecho una pena.

Myron decidió saltarse los preliminares y fue al grano.

– ¿Por qué llamaste a Suzze?

– ¿Qué?

– Lex, no tengo tiempo para esto, así que, por favor, escucha. Suzze recibió una llamada tuya por la mañana. Después fue a ver a Kitty y al padre de Alista Snow. Luego volvió a casa y se metió una sobredosis. ¿Qué le dijiste?

Él comenzó a llorar de nuevo.

– Fue culpa mía.

– ¿Qué le dijiste, Lex?

– Seguí mi propio consejo.

– ¿Qué consejo?

– Te lo dije. En el Three Downing. ¿Lo recuerdas?

Myron lo recordó:

– No has de ocultar ningún secreto a la persona que amas.

– Exacto. -Se volvió a tambalear-. Así que le dije a mi verdadero amor la verdad. Después de todos estos años. Tendría que habérselo dicho mucho antes, pero deduje que, en cierto modo, Suzze siempre lo había sabido. ¿Sabes a qué me refiero?

Myron no tenía ni la más remota idea.

– En el fondo creía que ella siempre había sabido la verdad. Que no era una coincidencia.

Qué difícil es hablar con un borracho.

– ¿Qué es lo que no era una coincidencia, Lex?

– Que nos enamorásemos. Como si hubiese estado dispuesto de antemano. Como si ella siempre hubiese sabido la verdad. Ya sabes, en lo más profundo. Y quizá, ¿quién sabe?, fue así. En el subconsciente. O quizás ella se enamoró de la música, no del hombre. Como si los dos estuviesen entretejidos de alguna manera. ¿Cómo separar a un hombre de su música?

– ¿Qué le dijiste?

– La verdad. -Lex se echó a llorar de nuevo-. Ahora ella está muerta. Me equivoqué, Myron. La verdad no nos hace libres. La verdad es demasiado dura para soportarla. Me olvidé de eso. La verdad puede acercar a las personas, pero también puede ser muy dura.

– ¿Qué verdad, Lex?

Lex sollozaba.

– ¿Qué le dijiste a Suzze?

– No importa. Está muerta. ¿Ahora qué más da?

Myron decidió cambiar de táctica.

– ¿Recuerdas a mi hermano Brad?

Lex dejó de llorar. Ahora parecía desconcertado.

– Creo que mi hermano puede tener problemas a causa de todo esto.

– ¿Por lo que le dije a Suzze?

– Sí. Quizás. Por eso estoy aquí.

– ¿Por tu hermano? -Se quedó pensativo-. No veo cómo. Oh, espera. -Se detuvo y dijo algo que le heló la sangre-. Sí. Supongo que, incluso después de todos estos años, podría llegar hasta tu hermano.

– ¿Cómo?

Lex sacudió la cabeza.

– Mi Suzze…

– Por favor, Lex, explícame qué le dijiste.

Más llantos, más sacudidas de cabeza. Myron tenía que encontrar la manera de ayudarle a seguir.

– Suzze estaba enamorada de Gabriel Wire, ¿no?

Lex lloró un poco más y se limpió la nariz con la manga de la camisa.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Por el tatuaje.

Él asintió.

– Suzze lo dibujó, ¿sabes?

– Lo sé.

– Eran unas letras hebreas y gaélicas combinadas en un soneto de amor. Suzze tenía dotes artísticas.

– ¿Así que fueron amantes?

Lex frunció el entrecejo.

– Ella creía que yo no lo sabía. Era su secreto. Ella le amaba. -La voz de Lex se volvió amarga-. Todos aman a Gabriel Wire. ¿Sabes la edad que tenía Suzze cuando empezó a tener relaciones con él?

– Dieciséis -dijo Myron.

Lex asintió.

– A Wire siempre le atrajeron las chicas menores de edad. Niñas, no. No se trataba de eso. Sólo jovencitas. Así que procuraba que Suzze, Kitty y otras jóvenes promesas del tenis acudiesen a las fiestas. Los famosos con los famosas. Las estrellas del rock con las estrellas del tenis. Un encuentro en el paraíso de la celebridad. Yo nunca les presté mucha atención. Ya tenía bastantes chicas como para meterme en asuntos ilegales, ¿sabes a qué me refiero?

– Lo sé -asintió Myron-. Encontré una foto para el álbum Live Wire. Gabriel tenía el mismo tatuaje que Suzze.

– ¿Aquél? -Lex se rió-. Era temporal. Sólo quería otro agujero en su cinturón. Suzze estaba tan loca por él que siguió incluso después de que matara a Alista Snow.

¡Jopé!

– Un momento -dijo Myron-. ¿Acabas de decir que Gabriel mató a Alista Snow?

– ¿No lo sabías? Por supuesto. La drogó en la terraza. Pero el muy cabrón no le dio suficiente. La violó, y entonces ella se volvió loca. Dijo que lo denunciaría. Hay que reconocer que Wire, aunque no eso no lo justifica, iba muy drogado ese día. La tiró por el balcón. Está todo grabado.

– ¿Cómo?

– La habitación tiene una cámara de seguridad.

– ¿Quién tiene ahora el vídeo?

Él sacudió la cabeza.

– No te lo puedo decir.

Pero Myron ya lo sabía, así que lo dijo:

– Herman Ache.

Lex no respondió. No necesitaba hacerlo. Todo cuadraba, por supuesto. Era tal como Myron había pensado.

– Ambos le debíamos mucho a Ache -añadió Lex-. Sobre todo Gabriel, pero él utilizaba a HorsePower como una garantía. Uno de sus hombres estaba con nosotros a todas horas. Para proteger su inversión.

– ¿Por eso Evan Crisp está todavía aquí?

Lex tembló al escuchar el nombre.

– ¿También conoces a Crisp?

– Nos conocimos.

– Me da miedo -afirmó él en un susurro-. Incluso he llegado a pensar que él mató a Suzze. Una vez que ella supo la verdad, quiero decir. Crisp nos había advertido. Había demasiado dinero en juego. Mataría a cualquiera que se interpusiese en el camino.

– ¿Qué te hace estar tan seguro de que él no la mató?

– Me juró que no lo hizo. -Lex se echó hacia atrás-. ¿Cómo pudo hacerlo? Ella se inyectó. Aquella investigadora, ¿cómo se llama?

– Loren Muse.

– Correcto. Dijo que no había ninguna prueba de que la hubiesen asesinado. Que todo indicaba una sobredosis.

– ¿Viste alguna vez el vídeo de Wire matando a Alista Snow?

– Hace años. Ache y Crisp nos hicieron sentar a los dos y nos lo mostraron. Wire no dejaba de decir que fue un accidente, que no quería tirarla por el balcón, pero en realidad, ¿cuál es la diferencia? Él mató a aquella pobre chica. Dos noches más tarde, y no me lo estoy inventando, le pidió a Suzze que fuese. Ella lo hizo. Suzze creía que él era una víctima de la prensa. Estaba ciega, pero claro, sólo tenía dieciséis años. ¿Cuál es la excusa del resto del mundo? Luego él la abandonó. ¿Sabes cómo nos liamos Suzze y yo?

Myron sacudió la cabeza.

– Fue diez años más tarde, en una gala en el Museo de Historia Natural. Suzze me pidió que la sacase a bailar, y estoy seguro de que la única razón por la que ella se acercó a mí aquella noche fue porque esperaba que pudiese llevarla otra vez hasta Wire. Todavía le amaba.

– Pero se enamoró de ti.

Él consiguió sonreír al oírle.

– Sí, lo hizo. De verdad. Éramos compañeros del alma. Sabía que Suzze me amaba, y yo la amaba. Creí que eso sería suficiente. Pero en realidad, si te paras a pensarlo, Suzze ya se había enamorado de mí. Antes me refería a eso, a enamorarse de la música. Ella se enamoró de una hermosa fachada, sí, pero también se enamoró de la música, de la letra, el significado. Como con Cyrano de Bergerac. ¿Recuerdas aquella obra?

– Sí.

– Todos se enamoran de una hermosa fachada. Todo el mundo; nos enamoramos de la belleza exterior. No es ninguna novedad, ¿verdad, Myron? Somos así de superficiales. A veces, cuando ves a alguien, enseguida notas por su cara que es un hijo de puta. Gabriel era todo lo contrario. Parecía tan poético, tan conmovedor, tan hermoso y sensible. La fachada. Debajo no había nada más que podredumbre.

– ¿Lex?

– Sí.

– ¿Qué le dijiste a Suzze por teléfono?

– La verdad.

– ¿Le dijiste que Gabriel Wire había matado a Alista Snow?

– Ésa fue una parte de lo que le dije, sí.

– ¿Qué más le dijiste?

Él sacudió la cabeza.

– Le dije a Suzze la verdad, y eso la mató. Ahora tengo un hijo al que proteger.

– ¿Qué más le dijiste, Lex?

– Le dije dónde estaba Gabriel Wire.

Myron tragó saliva.

– ¿Dónde está, Lex?

Entonces pasó la cosa más extraña. Lex dejó de llorar. Sonrió y miró hacia uno de los pufs que había frente a los televisores. Myron sintió que se le helaba la sangre.

Lex no habló. Sólo miró el puf. Myron recordó lo que había oído mientras subía las escaleras. Había oído cantar.

Había oído cantar a Gabriel Wire.

Myron se levantó del taburete. Fue hacia el puf. Notaba los pies pesados, como si estuviese caminando por la nieve en un sueño profundo. Vio una forma extraña delante del puf, muy abajo, quizás en el suelo. Se acercó, dirigió su mirada al suelo y vio lo que era.

Una guitarra.

Myron se volvió hacia Lex Ryder. Lex continuaba sonriendo.

– Le he oído -dijo Myron.

– ¿Qué has oído a quién?

– A Wire. Le he oído cantar mientras subía por las escaleras.

– No -dijo Lex-. Me oías a mí. Siempre he sido yo. Eso fue lo que le dije a Suzze. Gabriel Wire murió hace quince años.

Загрузка...