24

– ¿Por qué demonios tienes un arma cargada?

Kitty saltó de la cama y miró por debajo de una de las cortinas bajadas.

– ¿Cómo me has encontrado? -Tenía los ojos desorbitados-. Dios mío, ¿te han seguido?

– ¿Qué? No.

– ¿Estás seguro? -Pánico total. Corrió para mirar a través de otra de las ventanas-. ¿Cómo me has encontrado?

– Por favor, cálmate.

– No me calmaré. ¿Dónde está Mickey?

– Le vi ir al trabajo.

– ¿Ya? ¿Qué hora es?

– La una. -Myron intentó seguir adelante-. ¿Ayer viste a Suzze?

– ¿Es así como me encontraste? Prometió no decirlo.

– ¿No decir qué?

– Cualquier cosa. Pero sobre todo dónde estoy. Se lo expliqué.

«Síguele la corriente», pensó Myron.

– ¿Explicar qué?

– El peligro. Pero ella ya lo comprendió.

– Kitty, háblame. ¿En qué clase de peligro estás metida?

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo creer que Suzze me vendiese.

– No lo hizo. Te encontré a través de su GPS y los registros de llamadas.

– ¿Qué? ¿Cómo?

Él no estaba dispuesto a seguir por ese camino.

– ¿Cuánto tiempo llevabas dormida?

– No lo sé. Anoche salí.

– ¿Adónde?

– No es asunto tuyo.

– ¿Colocándote?

– ¡Fuera de aquí!

Myron dio un paso atrás y levantó las manos, como si quisiese indicarle que no pensaba hacerle daño. Tenía que dejar de atacarla. ¿Por qué siempre la jodemos cuando se trata de nuestra familia?

– ¿Sabes lo de Suzze?

– Ella me lo dijo todo.

– ¿Qué te dijo?

– Es confidencial. Se lo prometí. Ella me lo prometió.

– Kitty, Suzze está muerta.

Por un momento, Myron creyó que quizá no le había oído. Kitty le miró, con los ojos despejados por primera vez. Luego comenzó a sacudir la cabeza.

– Una sobredosis -añadió Myron-. Anoche.

Más sacudidas de cabeza.

– No.

– ¿Dónde crees que consiguió la droga, Kitty?

– Ella no lo haría. Estaba embarazada.

– ¿Tú se la diste?

– ¿Yo? Por Dios, ¿qué clase de persona crees que soy?

«Una que tiene un arma junto a la cama -respondió para sí mismo-. Una que oculta drogas en el bolso. Una que se enrolla con desconocidos en un club para conseguir droga.» En voz alta dijo:

– Suzze estuvo aquí ayer, ¿verdad?

Kitty no respondió.

– ¿Por qué?

– Me llamó -dijo Kitty.

– ¿Cómo consiguió tu número?

– Se conectó con mi cuenta en Facebook. Como hiciste tú. Dijo que era urgente. Dijo que había algo que necesitaba contarme.

– Así que le enviaste por e-mail un número de móvil.

Kitty asintió.

– Entonces Suzze te llamó. Le dijiste que os encontrarais aquí.

– Aquí no -negó Kitty-. Seguía sin sentirme segura. No sabía si podía confiar en ella. Estaba asustada.

Myron empezó a comprender.

– Así que en lugar de darle esta dirección, sólo le indicaste la intersección.

– Así es. Le dije que aparcase en Staples. De esa manera podría vigilarla. Asegurarme de que venía sola y de que nadie la había seguido.

– ¿Quién creías que podía estar siguiéndola?

Kitty sacudió la cabeza con firmeza. Estaba demasiado aterrorizada para responder. Ése no era un buen camino a seguir, si quería que ella continuase hablando. Myron optó por un camino más fructífero.

– Así que tú y Suzze hablasteis.

– Sí.

– ¿De qué hablasteis?

– Ya te lo he dicho. Es confidencial.

Myron se acercó. Intentó fingir que no detestaba todo lo que representaba esta mujer. Apoyó una mano con gentileza en su hombro y la miró a los ojos.

– Por favor, escúchame, ¿vale?

Los ojos de Kittty estaban vidriosos.

– Suzze vino a visitarte aquí ayer -dijo Myron, como si estuviese hablando con un párvulo retrasado-. Después fue hasta Kasselton y habló con Karl Snow. ¿Sabes quién es?

Kitty cerró los ojos y asintió.

– A continuación fue a su casa y se inyectó drogas suficientes para matarse.

– Ella no haría tal cosa -afirmó Kitty-. No le haría eso al bebé. La conozco. La mataron. Ellos la mataron.

– ¿Quiénes?

Otra sacudida de cabeza para insistir en que no hablaría.

– Kitty, necesito que me ayudes a averiguar qué pasó. ¿De qué hablasteis?

– Prometimos no decirlo.

– Ella está muerta. Eso anula cualquier promesa. No estás violando ninguna confidencia. ¿Qué te dijo?

Kitty metió la mano en el bolso y sacó un paquete de cigarrillos Kool. Sostuvo el paquete en la mano y lo miró durante unos segundos.

– Sabía que fui yo quien colgó el mensaje con las palabras «No es suyo».

– ¿Estaba furiosa?

– Todo lo contrario. Quería que yo la perdonase.

Myron pensó en ello.

– ¿Debido a los rumores que ella propagó de ti cuando estabas embarazada?

– Eso fue lo que creí. Creí que quería disculparse por decirle a todo el mundo que yo me acostaba con no sé cuántos tipos y que el bebé no era de Brad. -Kitty le miró a los ojos-. Suzze también te lo dijo a ti, ¿no?

– Sí.

– ¿Por eso creíste que yo era una puta? ¿Por eso le dijiste a Brad que probablemente el bebé no era suyo?

– No fue sólo por eso.

– ¿Pero contribuyó?

– Supongo -admitió Myron, conteniendo la furia-. No irás a decirme que Brad era el único hombre con el que te acostabas entonces, ¿no?

Myron vio que había cometido un error.

– ¿Qué importa lo que diga? -preguntó ella-. Siempre vas a creer lo peor. Siempre lo hiciste.

– Sólo quería que Brad lo comprobase, nada más. Soy su hermano mayor. Sólo me preocupaba por él.

La voz de ella estaba llena de amargura.

– Qué noble.

La estaba perdiendo de nuevo. Se apartaba del camino.

– Así que Suzze vino aquí para disculparse de propagar aquellas habladurías.

– No.

– Pero acabas de decir…

– Dije que era lo que yo creía. Al principio. Lo hizo. Admitió que se había dejado dominar por su naturaleza competitiva. Yo le respondí que no fue su naturaleza competitiva. Le dije que fue la puta de su madre. El primer puesto o nada. No se hacen prisioneros. Aquella mujer estaba loca. ¿La recuerdas?

– Sí.

– Pero no tenía idea de lo loca que estaba la muy puta. ¿Recuerdas aquella preciosa patinadora olímpica de los años noventa?, ¿cómo se llamaba, aquella que fue agredida por el ex de su rival?

– Nancy Kerrigan.

– Correcto. Creía que la madre de Suzze sería capaz de hacer lo mismo, que contrataría a alguien para que me golpease la pierna con una llave de neumáticos o con cualquier cosa. Pero Suzze afirmó que no fue su madre. Dijo que quizá su madre la presionó hasta que no pudo más, pero que todo fue culpa suya, no de su madre.

– ¿Qué había hecho?

Kitty alzó la mirada y miró a la derecha. Una pequeña sonrisa apareció en sus labios.

– ¿Quieres oír algo divertido, Myron?

Él esperó.

– Amaba el tenis. El juego.

Sus ojos mostraban ahora una mirada distante, y Myron recordó cómo era ella en aquella época, su manera de cruzar la pista como una pantera.

– Yo no era tan competitiva comparada con las otras chicas. Claro que me gustaba ganar. Pero en realidad, desde que era pequeña, a mí me encantaba jugar por jugar. No entiendo a las personas que sólo quieren ganar. A menudo creía que eran unas personas horribles, sobre todo en el tenis. ¿Sabes por qué?

Myron sacudió la cabeza.

– En un partido de tenis se enfrentan dos personas. Una de ellas acaba ganando; la otra pierde, y creo que el placer no viene de ganar. Creo que el placer viene de derrotar a alguien. -Frunció el rostro, como una niña muy intrigada-. Se trata de algo que admiramos. Les llamamos ganadores, pero cuando lo piensas, lo único que hacen es conseguir que algún otro pierda. ¿Por qué los admiramos tanto?

– Es una buena pregunta.

– Quería ser una profesional del tenis porque no te puedes imaginar algo más maravilloso que ganarte la vida jugando a lo que más te gusta.

Él oyó la voz de Suzze: «Kitty era una gran jugadora, ¿verdad?».

– No puedo, no.

– Pero si realmente eres bueno, si tienes talento de verdad, todos intentan que deje de ser divertido. ¿Por qué lo hacen?

– No lo sé.

– ¿Por qué, tan pronto como demostramos alguna cualidad, nos arrebatan la belleza y todo se reduce a ganar? Nos envían a esas ridiculas escuelas de alta competición. Nos enfrentan a nuestros amigos. Ya no es suficiente con ganar; tus amigos tienen que fracasar. Suzze me lo explicó, como si yo no lo hubiese entendido. Yo, que había perdido mi carrera. Ella sabía mejor que nadie lo que el tenis significaba para mí.

Myron permaneció muy quieto, con miedo a romper el hechizo. Esperó a que Kitty dijese algo más, pero no lo hizo.

– Así que Suzze vino aquí para disculparse.

– Sí.

– ¿Qué te dijo?

– Ella me dijo -la mirada de Kitty se apartó hacia la cortina de la ventana- que lamentaba haber arruinado mi carrera.

Myron intentó mantener una expresión neutra.

– ¿Cómo estropeó tu carrera?

– No me creerás, Myron.

Él no respondió.

– Creíste que me había quedado embarazada adrede. Para atrapar a tu hermano. -Su sonrisa era siniestra ahora-. Es tan ridículo si te paras a pensarlo. ¿Por qué iba a hacer eso? Tenía diecisiete años. Quería ser una tenista profesional, no una madre. ¿Por qué iba a desear quedarme embarazada?

Myron había pensado algo parecido hacía poco.

– Lamento todo aquello -dijo-. Tendría que haberlo sabido. La píldora no es fiable al cien por cien. Me refiero a que eso lo aprendimos en la primera semana de las clases de salud en séptimo, ¿no?

– Pero no te lo creíste, ¿verdad?

– En aquel momento, no. Y lo lamento.

– Otra disculpa -dijo ella, y sacudió la cabeza-. También demasiado tarde. Pero, por supuesto, estabas equivocado.

– ¿Equivocado en qué?

– En que la píldora no funcionaba. Verás, es lo que Suzze vino a decirme. Dijo que al principio lo había hecho como una broma. Pero piénsalo. Suzze sabía que yo era religiosa; que nunca abortaría. Por consiguiente, ¿cuál era la mejor manera de eliminarme, a mí, su principal competidora?

Le pareció volver a oír voz de Suzze dos noches atrás. «Mis padres me explicaron que en la competición vale todo. Haces lo que sea para ganar…» -Dios mío.

Kitty asintió, como si quisiese confirmarlo.

– Fue lo que Suzze vino a decirme. Cambió mis píldoras. Así fue como acabé embarazada.

Tenía sentido. Un sentido sorprendente quizá, pero todo encajaba. Myron se tomó unos segundos, para dejar que aquello calase en él. Suzze estaba preocupada dos noches antes, cuando los dos se sentaron en aquella terraza. Ahora comprendía el porqué -la charla sobre la culpa, los peligros de ser demasiado competitiva, los arrepentimientos del pasado-, ahora todo estaba más claro.

– No tenía ni idea -reconoció Myron.

– Lo sé. Pero en realidad eso no cambia nada, ¿verdad?

– Supongo que no. ¿La perdonaste?

– La dejé hablar -continuó Kitty-. La dejé hablar y que lo explicase todo, hasta el último detalle. No la interrumpí. No le hice preguntas. Cuando acabó, me levanté, crucé esta misma habitación y la abracé. La abracé fuerte. La abracé durante mucho tiempo. Luego dije: «Gracias».

– ¿Por qué?

– Fue lo que ella me preguntó. Y comprendo su pregunta. Mira en lo que me he convertido. Tendrías que preguntarte cómo sería ahora mi vida si ella no hubiese cambiado las pastillas. Quizá, si hubiese seguido adelante, habría llegado a ser la campeona de tenis que todos esperaban, a ganar los grandes torneos, a viajar por todo el mundo rodeada de lujos. Tal vez, si Brad y yo hubiésemos permanecido juntos, habríamos tenido varios hijos después de mi retirada, más o menos a estas alturas, y vivido felices para siempre. Tal vez. Pero ahora la única cosa que sé a ciencia cierta es que si Suzze no hubiese cambiado mis píldoras no existiría Mickey.

Las lágrimas asomaron a sus ojos.

– Mickey compensa diez veces todo lo que pasó después, las otras tragedias que siguieron. El hecho es que, fuesen cuales fuesen los motivos que tuvo Suzze, Mickey está aquí gracias a ella. El regalo más grande que me ha hecho Dios por lo que ella hizo. No sólo la perdoné, sino que le di las gracias, porque cada día, no importa lo jodida que me levante, me arrodillo y doy gracias a Dios por ese hermoso y perfecto muchacho.

Myron permaneció allí atónito. Kitty pasó a su lado, fue a la sala y luego a la zona de la cocina. Abrió la nevera. No había gran cosa, pero estaba todo en orden.

– Mickey irá a comprar comida -dijo-. ¿Quieres beber algo?

– No. ¿Qué le confesaste a Suzze?

– Nada.

Kitty mentía. Comenzó a mirar de nuevo a su alrededor.

– Entonces, ¿por qué fue a la heladería de Karl Snow después de salir de aquí?

– No lo sé -dijo Kitty. El sonido de un coche la sobresaltó-. Oh, Dios mío. -Cerró la puerta de la nevera y espió por debajo de la cortina bajada. El coche pasó de largo, pero Kitty no se relajó. Tenía los ojos de nuevo muy abiertos por la paranoia. Retrocedió hasta un rincón, y miró como si los muebles fuesen a saltar para atacarla-. Tenemos que hacer las maletas.

– ¿Para ir adónde?

Ella abrió el armario. Las prendas de Mickey: todas en perchas, las camisas dobladas. El chico era ordenado.

– Quiero que me devuelvas el arma.

– Kitty, ¿qué está pasando?

– Si nos has encontrado… no estamos seguros.

– ¿Quién no está seguro? ¿Dónde está Brad?

Kitty sacudió la cabeza y sacó una maleta de debajo del sofá. Comenzó a meter en ella las prendas de Mickey. Al mirar a esta heroinómana colgada -no había otra manera mejor de decirlo-, Myron llegó a una extraña y evidente conclusión.

– Brad no le haría esto a su familia -afirmó.

Eso hizo que ella se moviera más lentamente.

– No sé lo que está pasando, ni sé si de verdad estás en peligro o si tienes el cerebro frito por un estado de paranoia irracional, pero conozco a mi hermano. No os dejaría a ti y a tu hijo abandonados de esta manera; tú colgada y temiendo por tu vida, ya sea por motivos reales o imaginarios.

El rostro de Kitty pareció desmoronarse pedazo a pedazo. Su voz adquirió el tono del lamento de un niño.

– No es culpa suya.

Caray. Myron comprendió que tenía que ir poco a poco. Dio medio paso hacia ella y habló con la mayor gentileza posible.

– Lo sé.

– Estoy tan asustada.

Myron asintió.

– Pero Brad no puede ayudarnos.

– ¿Dónde está?

Kitty sacudió la cabeza, con el cuerpo rígido.

– No lo puedo decir. Por favor. No lo puedo decir.

– Vale. -Levantó las manos. «Tranquilo, Myron. No la presiones demasiado»-. Pero quizá podrías dejar que yo te ayude.

Ella le miró con desconfianza.

– ¿Cómo?

Por fin una abertura, aunque fuera pequeña. Él quería sugerirle que fuese a rehabilitación. Conocía un lugar no muy lejos de su casa, en Livingston. Trataría de que la admitieran allí, para que la desintoxicasen. Podía iniciar un tratamiento de rehabilitación y, mientras, él cuidaría a Mickey, sólo hasta que pudiesen contactar con Brad y consiguieran que volviese.

Pero sus propias palabras le acosaban: Brad no les dejaría hacerlo de esta manera. Por lo tanto, eso significaba una de estas dos cosas. Una, Brad no sabía lo mal que estaba su esposa; y dos, por alguna razón, no podía ayudarles.

– Kitty -dijo con voz pausada-. ¿Brad está en peligro? ¿Es él la razón por la que ahora tienes tanto miedo?

– Él volverá pronto.

Comenzó a rascarse los brazos con fuerza, como si tuviese piojos debajo de la piel. Sus ojos comenzaron a mirar a un lado y a otro. «Oh, oh», pensó Myron.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– No es nada. Sólo necesito ir al lavabo. ¿Dónde está mi bolso?

Sí, seguro.

Ella corrió al dormitorio, cogió el bolso del suelo, donde Myron lo había dejado, y cerró la puerta del baño. Myron se tocó el bolsillo trasero. La bolsa con la heroína estaba todavía allí. Oyó los sonidos de una búsqueda frenética que llegaban desde el baño.

– ¿Kitty? -llamó Myron.

Unas pisadas en los escalones que llevaban a la puerta le sobresaltaron. Myron volvió la cabeza hacia el ruido. A través de la puerta del baño, Kitty gritó: «¿Quién es?». Sin hacer caso del pánico de su cuñada, Myron sacó el arma y apuntó a la puerta. Giró el pomo y Mickey entró. Myron se apresuró a bajar el arma.

Mickey miró a su tío.

– ¿Qué demonios…?

– Hola, Mickey. -Myron señaló la placa-. ¿O debería decir Bob?

– ¿Cómo nos encontraste?

Mickey también estaba asustado. Lo notó en su voz. Furia, sí, pero sobre todo miedo.

– ¿Dónde está mi madre? -preguntó.

– Está en el baño.

Él corrió hasta la puerta y apoyó una mano en ella.

– ¿Mamá?

– Estoy bien, Mickey.

Mickey apoyó la cabeza en la puerta y cerró los ojos. Su voz era de una ternura insoportable.

– Mamá, por favor, sal.

– Se pondrá bien -dijo Myron.

Mickey se volvió hacia él, con los puños apretados. Tenía quince años y estaba dispuesto a enfrentarse al mundo. O al menos a su tío. Mickey era moreno, grande, y tenía esa melancólica y peligrosa cualidad que hace que a las chicas se les aflojen las rodillas. Myron se preguntó de dónde venía aquella melancolía, y al mirar la puerta del baño, se dijo que ya sabía la respuesta.

– ¿Cómo nos encontraste? -volvió a preguntar Mickey.

– No te preocupes por eso. Tenía que hacerle unas preguntas a tu madre.

– ¿Sobre qué?

– ¿Dónde está tu padre?

– ¡No se lo digas! -gritó Kitty.

El chico se volvió hacia la puerta.

– ¿Mamá? Sal de ahí, ¿vale?

Se oyeron más sonidos de la frenética -y como Myron sabía, inútil- búsqueda. Kitty comenzó a maldecir.

Mickey se volvió hacia Myron.

– ¡Fuera de aquí!

– No.

– ¿Qué?

– Tú eres un adolescente; yo soy un adulto. La respuesta es no.

Kitty estaba llorando. Los dos podían oírla.

– ¿Mickey?

– Sí, mamá.

– ¿Cómo volví a casa anoche?

Mickey dirigió una rápida mirada de furia a Myron.

– Yo te traje.

– ¿Tú me metiste en la cama?

Era evidente que a Mickey no le gustaba mantener esa conversación delante de Myron. Intentó susurrar a través de la puerta, como si Myron no pudiese oírle.

– Sí.

Myron sacudió la cabeza.

Kitty preguntó, con un tono que era casi un chillido:

– ¿Revisaste mi bolso?

Fue Myron quien respondió.

– No, Kitty, fui yo.

Mickey se volvió para enfrentarse a su tío. Myron metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó la heroína. Kitty salió hecha una furia.

– Dámelo.

– Ni lo sueñes.

– No sé quién te crees que eres…

– Ya he aguantado suficiente -dijo Myron-. Eres una yonqui. Él es un menor. Vendréis los dos conmigo.

– Tú no puedes decirnos qué debemos hacer -intervino Mickey.

– Sí, Mickey, puedo hacerlo. Soy tu tío. Puede que no te guste, pero no te dejaré aquí con una madre yonqui dispuesta a chutarse delante de su propio hijo.

Mickey se interpuso entre él y su madre.

– Estamos bien.

– No estáis bien. Estás trabajando ilegalmente, estoy seguro, con un alias. Tienes que ir a buscarla a los bares o, cuando ella vuelve a casa, la tienes que meter en la cama. Mantienes este lugar habitable. Te encargas de llenar la nevera mientras ella está inconsciente o se chuta.

– No puedes probar nada de eso.

– Claro que puedo, pero no importa. Esto es lo que va a pasar, y si no te gusta, mala suerte. Kitty, te llevaré a un centro de rehabilitación. Es un bonito lugar. No sé si te podrán ayudar, si es que puede alguien, pero vale la pena intentarlo. Mickey, tú te vienes conmigo.

– ¡Y una mierda!

– Claro que sí. Puedes vivir en Livingston con tus abuelos, si no quieres estar conmigo. A tu madre la limpiarán. Nos pondremos en contacto con tu padre y le haremos saber lo que está pasando aquí.

Mickey mantuvo su cuerpo como escudo delante de su madre, que estaba acurrucada.

– No puedes obligarnos a ir contigo.

– Sí que puedo.

– ¿Crees que te tengo miedo? Si el abuelo no hubiese intervenido…

– Esta vez no me asaltarás en la oscuridad -dijo Myron.

Mickey intentó sonreír.

– Aún puedo contigo.

– No, Mickey, no puedes. Eres fuerte, eres valiente, pero no tendrás ni una oportunidad. En cualquier caso no importa, puedes hacer lo que sugiero o llamaré a la poli. Como mínimo tu madre está poniendo en peligro el bienestar de un menor. Puede acabar en la cárcel.

– ¡No! -gritó Kitty.

– No os voy a dar otra alternativa. ¿Dónde está Brad?

Kitty se apartó de detrás de su hijo. Intentó mantenerse erguida y, por un momento, Myron volvió a ver a la antigua atleta.

– ¿Mamá? -dijo Mickey.

– Él tiene razón -admitió Kitty.

– No…

– Necesitamos ayuda. Necesitamos protección.

– Podemos cuidar de nosotros mismos -afirmó Mickey.

Ella sujetó el rostro de su hijo con las manos.

– Todo saldrá bien. Él tiene razón. Puedo recibir la ayuda que necesito. Tú estarás a salvo.

– ¿A salvo de qué? -preguntó Myron una vez más-. De verdad, ya está bien. Quiero saber dónde está mi hermano.

– Nosotros también -dijo Kitty.

– ¿Mamá? -repitió Mickey.

Myron dio un paso hacia ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Brad desapareció hace tres meses -respondió Kitty-. Por eso huimos. Ninguno de nosotros está a salvo.

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