26

Cuando Myron tenía diez años y Brad cinco, su padre los llevó al estadio de los Yankees para ver un partido contra los Red Sox. Casi todos los chicos tienen recuerdos como ése: aquel partido de la liga mayor de béisbol al que te llevó tu padre, el tiempo perfecto de julio, el momento en que te quedaste boquiabierto cuando saliste del túnel y viste el diamante por primera vez, el verde casi pintado de la hierba, el sol brillando como si fuese el primer día, tus héroes de uniforme haciendo ejercicios de calentamiento con la facilidad de los superdotados.

Pero aquel día iba a ser diferente.

Su padre había conseguido asientos en las gradas superiores, tan arriba que podía sangrarte la nariz, pero en el último minuto un socio le había dado dos asientos más, tres filas por detrás del banquillo de los Red Sox. Por alguna extraña razón, y para horror del resto de su familia, Brad era un forofo de los Red Sox. En realidad, por una razón muy sencilla. Carl Yaz Yastrzemski había sido el primer cromo de béisbol de Brad. Quizá no parezca gran cosa, pero Brad era uno de esos chiquillos que son leales hasta la muerte a sus primeros cromos.

Una vez sentados, su padre sacó las entradas privilegiadas como si fuese un mago y se las mostró a Brad: «¡Sorpresa!».

Le dio las entradas a Myron. Su padre se quedaría en la grada superior, y sus dos hijos ocuparían las localidades de platea. Myron tomó de la mano al entusiasmado Brad y bajaron. Cuando llegaron, Myron no podía creer lo cerca que estaban del campo. Los asientos eran, en una palabra, espectaculares.

En cuanto Brad vio a Yaz a sólo unos metros de distancia, en su rostro apareció una sonrisa que incluso ahora, cuando Myron cerraba los ojos, podía ver y sentir. Brad comenzó a gritar como un loco. En el momento en que Carl Yastrzemski entró en la caja del bateador, Brad se desmelenó: «¡Yaz! ¡Yaz! ¡Yaz!».

El tipo que estaba sentado delante de ellos se volvió, ceñudo. Tendría unos veinticinco años y tenía la barba desaliñada. Era otra cosa que Myron nunca olvidaría. Aquella barba.

– Ya está bien -le ordenó el tipo barbudo a Brad-. ¡Cállate!

El tipo de la barba volvió a mirar al campo. Brad se quedó como si alguien le hubiese dado una bofetada.

– No le hagas caso -dijo Myron-. Está permitido gritar.

Fue entones cuando todo se torció. El tipo barbudo se dio la vuelta y agarró a Myron por la camisa. Myron, que entonces tenía diez años, era un niño alto, pero de todos modos era sólo un niño de diez años. El hombre apretó el escudo de los Yankees en su enorme puño de adulto y se acercó a Myron lo suficiente como para que éste oliese la cerveza rancia en su aliento.

– Le está dando dolor de cabeza a mi novia -dijo el hombre de la barba-. Que se calle ahora mismo.

Myron se quedó pasmado. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no las dejó salir. Sintió miedo en el pecho y, por alguna razón, vergüenza. El hombre lo mantuvo agarrado por la camisa unos segundos más y le hizo sentarse de un empujón. Después volvió la atención al juego y pasó un brazo sobre los hombros de su novia. Con miedo de echarse a llorar, Myron cogió de la mano a Brad y corrió a la grada superior. No dijo nada, al menos al principio, pero su padre era perspicaz y los chicos de diez años no son grandes actores.

– ¿Qué pasa? -preguntó papá.

Con el pecho atenazado por una mezcla de miedo y vergüenza, Myron le contó a su padre lo del hombre de la barba. Al Bolitar intentó mantener la calma mientras escuchaba. Apoyó una mano en el hombro de su hijo y asintió con él, pero el cuerpo de su padre se sacudía. Su rostro enrojeció. Cuando Myron llegó al punto de su relato en que el hombre le había agarrado por la camisa, los ojos de Al Bolitar parecieron estallar y tornarse negros.

– Ahora mismo vuelvo -dijo papá, con un tono muy controlado.

Myron observó el resto a través de los prismáticos.

Cinco minutos más tarde, su padre bajaba los escalones hasta la platea y se colocaba en la tercera fila detrás del hombre de la barba. Se llevó las manos a la boca como si fuese un megáfono y comenzó a gritar con toda su alma. El color rojo de su rostro se volvió escarlata. Su padre continuó gritando. El hombre barbudo no se volvió. Papá se inclinó hacia él hasta que su boca abierta quedó a un par de centímetros del hombre de la barba.

Gritó un poco más.

El hombre barbudo por fin se dio la vuelta y entonces su padre hizo algo que sorprendió a Myron hasta el tuétano. Empujó al hombre de la barba. El hombre de la barba separó las manos como si dijese: «¿Qué pasa?». Su padre le empujó dos veces más y después le señaló la salida con el pulgar, invitándolo a salir de allí con él. Cuando el tipo de la barba rehusó, su padre le empujó de nuevo.

A estas alturas, el público se había dado cuenta de lo que pasaba. Dos guardias de seguridad con sudaderas amarillas se apresuraron a bajar los escalones. Los jugadores, incluso Yaz, miraban lo que estaba pasando. Los guardias los separaron. Acompañaron a su padre escaleras arriba. Los aficionados le aplaudían. Su padre agradeció los aplausos mientras subía.

Diez minutos más tarde, su padre estaba en la grada superior.

– Volved abajo -dijo papá-. No os molestará.

Pero Myron y Brad sacudieron las cabezas. Preferían los asientos de allí arriba, junto a su verdadero héroe.

En esos momentos, más de treinta años más tarde, su héroe yacía en el suelo del sótano, agonizante.


Pasaron las horas.

En la sala de espera del hospital de St. Barnabas, su madre se balanceaba hacia atrás y hacia delante. Myron estaba sentado a su lado, con la voluntad de evitar que se derrumbase. Mickey estaba paseando. Su madre comenzó a explicarle que papá había estado sin aliento todo el día -«En realidad desde anoche»-, y que ella se lo había tomado a broma – «Al, ¿por qué continúas jadeando como si fueses un pervertido?»-, y que él le dijo que no era nada y que ella tendría que haber llamado al médico de inmediato, «pero ya sabes lo testarudo que es tu padre, nunca le pasa nada», y por qué, por qué no habría hecho que llamase al médico.

Cuando su madre dijo que su padre había estado sin aliento desde la noche anterior, pareció como si a Mickey le hubiesen dado un puñetazo en la tripa. Myron intentó dirigirle una mirada de consuelo, pero el chico se dio la vuelta deprisa y se alejó por el pasillo.

Myron se levantó para ir tras él, pero entonces apareció el doctor. La placa de identificación decía que se llamaba Mark Q. Ellis, y vestía una bata azul sujeta con un cordón rosa. Llevaba la mascarilla quirúrgica bajada y metida debajo de la barbilla. Los ojos de Ellis estaban inyectados en sangre, tenía la mirada borrosa y su rostro mostraba una barba de dos días. El agotamiento emanaba de todos sus poros. Aparentaba la edad de Myron, pero era demasiado joven para ser un gran cardiólogo. Myron había llamado a Win para que le localizase al mejor y lo llevara allí aunque fuese a punta de pistola.

– Su padre ha sufrido un grave infarto de miocardio -explicó el doctor Ellis.

Un infarto. Myron sintió que se le aflojaban las rodillas. Su madre soltó un gemido. Mickey volvió y se unió a ellos.

– Hemos conseguido que vuelva a respirar, pero aún no está fuera de peligro. Hay un bloqueo muy grave. Sabré algo más dentro de un rato.

Cuando se giró para marcharse, Myron le llamó:

– ¿Doctor?

– ¿Sí?

– Creo saber cómo mi padre pudo hacer un sobreesfuerzo excesivo. -Había dicho «creo saber», no «creo» o «sé», como hacen los niños cuando hablan con frases cortas y nerviosas. A Myron le costaba encontrar las palabras correctas-. Anoche mi sobrino y yo tuvimos una pelea.

Explicó que su padre acudió corriendo a separarlos. Mientras hablaba, Myron sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos. La culpa, como cuando tenía diez años, y la vergüenza le dominaban. Vio a su madre por el rabillo del ojo. Ella le miraba de una manera que no había visto antes. Ellis escuchó, asintió y dijo:

– Gracias por la información -y desapareció por el pasillo.

Su madre continuaba mirándoles. Dirigió una mirada que parecía un rayo láser a Mickey y después otra a su hijo.

– ¿Vosotros dos os peleasteis?

Myron estuvo a punto de señalar a Mickey y de gritar: «¡Empezó el!», pero en vez de hacer eso, agachó la cabeza y asintió. Mickey mantuvo la mirada -el chico parecía la viva imagen del estoicismo-, pero su rostro había perdido el color. Su madre mantuvo la mirada fija en Myron.

– No lo entiendo. ¿Dejaste que tu padre interviniese en vuestra pelea?

– Fue culpa mía -dijo Mickey.

Su madre se volvió para mirar a su nieto. Myron quería decir algo para defender al chico, pero al mismo tiempo no quería mentir.

– Él reaccionó ante algo que yo hice -dijo Myron-. Yo también soy culpable.

Ambos esperaron a que la mujer dijese algo. Ella no lo hizo, pero fue mucho peor. Se volvió para sentarse de nuevo en su silla. Se llevó la mano temblorosa -¿Parkinson o preocupación?- a la cara e intentó contener las lágrimas. Myron comenzó a acercarse a ella pero se detuvo. No era el momento. Recordó aquella escena que siempre había imaginado, cuando mamá y papá llegaron a la casa de Livingston por primera vez, con el bebé a cuestas, iniciando el viaje de la familia «El-Al». No pudo evitar preguntarse si ése sería el capítulo final.

Mickey fue al otro lado de la sala de espera y se sentó delante de un televisor. Myron caminó un poco más. Sentía mucho frío. Cerró los ojos y comenzó a negociar con cualquier forma de poder superior que pudiese existir: todo lo que estaba dispuesto a hacer, a dar, a cambiar y a sacrificar si salvaba a su padre. Al cabo de veinte minutos llegaron Win, Esperanza y Big Cyndi. Win informó a Myron de que el doctor Mark Ellis era muy bueno, pero que el amigo de Win, el legendario cardiólogo Dennis Callahan, del New York Presbyterian, estaba de camino. Pasaron todos a una sala de espera privada, excepto Mickey, que no quería saber nada de ellos. Big Cyndi sostuvo la mano de la madre de Myron y lloró teatralmente. Eso pareció ayudarle.

Las horas pasaban con una lentitud tortuosa. Consideras todas las posibilidades. Aceptas, rechazas, animas y lloras. La montaña rusa emocional no se detiene nunca. Una enfermera entró varias veces para decirles que no había novedades.

Todo el mundo guardaba un silencio agotador. Myron estaba paseando por los pasillos cuando Mickey se le acercó corriendo.

– ¿Qué pasa?

– ¿Suzze T ha muerto? -preguntó Mickey.

– ¿No lo sabías?

– No. Acabo de verlo en las noticias.

– Por eso fui a ver a tu madre -dijo Myron.

– Espera, ¿qué tiene que ver mi madre?

– Suzze visitó la caravana unas pocas horas antes de morir.

Esto hizo que Mickey diese un paso atrás.

– ¿Crees que mamá le dio la droga?

– No. Quiero decir que no lo sé. Dijo que no lo hizo. Que ella y Suzze habían tenido una conversación de corazón a corazón.

– ¿Qué clase de corazón a corazón?

Myron recordó algo que Kitty le había dicho sobre la sobredosis de Suzze: «Ella no haría tal cosa. No le haría eso al bebé. La conozco. La mataron. Ellos la mataron». Algo encajó en el fondo del cerebro de Myron.

– Tu madre estaba segura de que alguien mató a Suzze.

Mickey no dijo nada.

– Estaba todavía más asustada cuando le hablé de la sobredosis.

– ¿Y?

– Pues que todo esto está conectado, Mickey. Vosotros huyendo. Suzze muerta. Tu padre desaparecido.

Mickey se encogió de hombros de forma exagerada.

– No veo cómo.

– ¿Chicos?

Se dieron la vuelta. La madre de Myron estaba allí. Había lágrimas en sus mejillas. Llevaba un pañuelo de papel hecho una bola en la mano. Se enjugó los ojos.

– Quiero saber qué está pasando.

– ¿Qué?

– No empieces de nuevo -le riñó ella con una voz que sólo una madre puede usar con su hijo-. Tú y Mickey os peleasteis. Y de pronto él se viene a vivir con nosotros. ¿Dónde están sus padres? Quiero saber qué está pasando. Todo. Ahora mismo.

Myron se lo explicó. Ella escuchó temblorosa, llorosa. Él no se guardó nada. Le dijo que Kitty estaba en rehabilitación, e incluso que Brad había desaparecido. Cuando acabó, su madre se acercó a ambos. Miró primero a Mickey, que le sostuvo la mirada. Ella le cogió la mano.

– No es culpa tuya -le dijo-. ¿Me oyes?

Mickey asintió, con los ojos cerrados.

– Tu abuelo nunca te echaría la culpa. Yo tampoco. Con la obstrucción que tenía, quizá sin darte cuenta, le has salvado la vida. Y tú -se volvió hacia Myron-, deja de llorar y sal de aquí. Ya te llamaré si hay alguna novedad.

– No puedo marcharme. -Claro que puedes. -Suponte que papá se despierta.

Ella se le acercó más y echó la cabeza hacia atrás para mirarle. -Tu padre te dijo que buscaras a tu hermano. No me importa lo enfermo que esté. Tú harás lo que él te dijo que hicieras.

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