12

Adriana envió invitaciones a diestra y siniestra. Vendría gente a comer y gente a cenar. Se celebraría una fiesta.

– Es espantoso, pero todo el mundo acepta y las cosas empiezan a marchar. Meriel, no puedes llamar por teléfono a toda la gente de esa lista. Y por el amor de Dios, no utilices la clase de voz que pueda hacerles pensar que están siendo invitados a mi funeral. Para algunos de ellos será una verdadera conmoción darse cuenta de que yo no estoy muerta ni enterrada, asi es que será mejor que pongas algo de salsa en el asunto o la mitad de ellos no acudirán. Mabel Preston estará aquí. Ha venido para su visita de otoño y la cuida como todo lo que hace, así que no puedo descartarla. Será como una cabeza muerta en la fiesta, sin aires de tragedia por parte de ninguna otra persona.

Ninian levantó la mirada de los sobres en los que estaba escribiendo direcciones a toda velocidad con un tipo de letra que parecía cuneiforme.

– Querida, ¡esa vieja Mabel no, por favor! ¡No puedes!

– ¡Claro que puedo!-dijo Adriana-.

Disfrutará cada minuto, aunque esté dispuesta a morir antes que admitirlo. Así es que no puedo dejarla al margen.

– No comprendo por qué te preocupas por ella -dijo Meriel con un quejoso tono de voz-. Ni siquiera se va a sentir agradecida. Vendrá aquí y se quejará de todo.

Las finas cejas de Adriana se alzaron.

– Resulta que es una vieja amiga. Y si el quejarse le hace más feliz, estoy segura de que será bien recibida. Si yo hubiera pasado lo que ella ha pasado, probablemente también me quejaría un poco.



Ninian besó las puntas de sus dedos, enviándole un beso.

– No lo harías. Pero dejemos eso. Mabel vendrá y disfrutará todo lo que pueda. Dispondrá de grupos enteros de invitados para que escuchen sus penas, y de un constante suministro de pañuelos limpios para secar sus frecuentes lágrimas.

Mrs. Preston llegó al día siguiente. Sus visitas a la Casa Ford eran las únicas interrupciones en la monotonía de una vida monótona. Vivía en dos habitaciones amuebladas en uno de los suburbios más baratos y tenía muy pocos amigos. La gente tenía sus propios problemas y no se mostraba muy dispuesta a escuchar interminables historias sobre lo mal que había sido tratada prácticamente por todos aquellos que habían establecido contacto con ella. Acudía a la Casa Ford cuatro veces al año y se dedicaba a expresar los antiguos motivos de queja. Adriana, que no era dada a sufrir con resignación la incompetencia, se mostraba sorprendentemente paciente bajo el castigo, pero hacia el final de la visita su paciencia ya se había ido atenuando y era capaz de decir lo que pensaba, añadiendo así un motivo más actual de queja a las viejas y mohosas con las que, en forma desordenada, se atestaba la cabeza la pobre Mabel Preston. Después de lo cual, ella decía que lo sentía y se olvidaba de todo.

Ninian fue enviado a Ledbury al tren de las 11,45 para recibirla. Pasó antes por el cuarto de la niñera, en busca de Janet y la encontró clasificando la ropa de Stella.

– Querida, tienes que salvarme la vida. Si recibo solo a Mabel, no creo que pueda sobrevivir a la experiencia. ¡Ponte un abrigo y vente conmigo!

– ¡Tengo que recoger a Stella en la vicaría!

– Tú sabes y yo sé y todo el mundo sabe que Stella no estará lista hasta las doce_ y media. Disponemos de mucho tiempo.

– Es que estoy arreglando esta ropa.

– ¿Por qué?

– Acabo de recibir un telegrama de Star. Quiere saber muchas cosas.

– ¿Y por qué no las descubrió por sí misma antes de marcharse?

– Parece que no se le ocurrió. Dice que los vestidos para niñas son encantadores y quiere enviarle algunos a Stella. Tengo que mandarle las medidas en un telegrama.

– Supongo que ya sabrá lo que tendrá que pagar en la Aduana.

– Creo que ni siquiera se le habrá ocurrido pensarlo. Y, de todos modos, no tendrá que pagarlo…, lo hará Adriana. Acabo de hablar con ella al respecto.

– ¿Y qué ha dicho?

– Se ha echado a reír y ha comentado que si ella misma se ha comprado alguna ropa, es justo que Stella también la tenga. Parece sentirse muy contenta con Star.

– Todo el mundo lo está. Hasta tu frío corazón guarda un poco de calor para ella.

– Yo no tengo un corazón frío.

Ninian sacudió la cabeza.

– «La prueba del pastel está en el comer»… «Los hechos antes que las palabras» y todo eso.

Y a continuación, empezó a recitar con voz melancólica:

Un hombre de palabras, y no de hechos,

es como un jardín lleno de semillas,

y cuando las semillas empiezan a crecer

es como un jardín lleno de nieve.

– Ahí lo tienes. Y más adelante hay una estrofa que dice: «Es como una navaja en tu corazón.» Pero no puedo recordar cómo llegaste ahí. Mira, ponte ese abrigo y ven conmigo o llegaremos tarde al tren y eso daría a Mabel un motivo para hablar durante el resto de su visita. De veras, querida, no puedo enfrentarme solo a ella. Haría muchas cosas por Adriana, pero hay ciertos límites. Y bajaremos por las escaleras de atrás en el caso de que Meriel tenga una de sus brillantes ideas sobre tres personas haciéndose compañía.

Janet se encontró atrapada en lo que sintió como algo extraordinariamente parecido al antiguo juego del escondite con los adultos. Se deslizaron por la puerta de atrás, rodearon las cuadras, y se marcharon con la alborozada sensación de que estaban escapando. El coche era un viejo Daimler, el fiel servidor de tantas temporadas. Consumía mucho combustible, pero funcionaba un año tras otro, y ahora les llevó hasta la estación de Ledbury, adonde llegaron con cinco minutos de adelanto.

Mrs. Preston bajó de un vagón de tercera y se dirigió lánguidamente hacia ellos. Era una mujer alta y delgada, con una mirada mortecina. Todo lo que llevaba puesto había pertenecido antes a Adriana, sólo que, en lugar de causar un efecto destacado, la mujer producía la impresión de haber descendido a un mundo que no le gustaba. El abrigo gris a cuadros y la falda le colgaban fláccidamente. La corta chaqueta de piel de topo estaba gastada. Y nada podría haber sido menos favorecedor que el sombrero de brillante color esmeralda y el pañuelo de color magenta que se enrollaba dos veces alrededor del cuello fibroso. Estrechó sus manos y dijo con lo que Meeson llamaba una voz quejumbrosa: -¡Qué viaje tan aburrido!… No había nada que mirar en todo el trayecto, y nadie en el vagón con quien poder hablar. Realmente, los ingleses son gente muy poco amistosa. Había un hombre de aspecto gastante agradable que tenía dos periódicos. ¿Se le ocurrió ofrecerme uno? ¡Oh, no, ni hablar! Supongo que no me consideró lo bastante adulta como para tomar nota de mi presencia. Pero ésa es la forma en que van las cosas'…, si no sabes nadar, ahí te pudras y ya te puedes morir. ¡O peor!

Janet no tuvo más remedio que concederle puntos a Ninian por la forma en que la trató. La escuchó con una actitud simpática, con un ocasional murmullo de asentimiento, mientras ella respondía con quejumbrosa satisfacción. La pequeñez de sus habitaciones, el temperamento de su patrona, el alza del coste de la vida, la incivilización predominante en las tiendas, la indiferencia y negligencia por parte de un público que antes era entusiasta…, la corriente de quejas y lamentos continuó sin que ella se concediera apenas un respiro.

Janet, después de descender del coche ante la puerta de la vicaría, pudo escuchar su voz por encima del zumbido del motor que arrancaba. Miró su reloj y se dio cuenta de que Stella no saldría hasta dentro de otros diez minutos. La mañana había sido brumosa, pero el cielo se había aclarado y ahora el sol calentaba un poco. Echó a andar, pasando junto a la vicaría, hacia la hilera de casas de campo situadas más allá, con sus jardines coloreados por las flores del otoño. Ciertamente, no había hada más bonito que un pueblecito inglés. La primera casa pertenecía al sacristán. Su tatarabuelo ya había vivido en ella y trabajaba en el mismo oficio. Fue él quien empezó a dar forma al seto con cresta de gallo y con un arco. Las figuras estaban ahora una a cada lado del arco, muy rígidas y brillantes, y tenían más de cien años. Mr. Bury se sentía muy orgulloso de ellas. A continuación, la vieja Mrs. Street tenía una excelente exposición de rascamoños, cabezas de dragón y dalias. Su hijo, que era jardinero, la asesoraba en plantas, pero ella no entendía todas aquellas cosas que él sacaba de los libros. Lo que ella plantaba, crecía, y no se podía pedir más.

En una parte había una hilera regular de jardines. En otra había un prado y el largo y tortuoso camino que conducía a Hersham Place, caserón vacío, porque en estos tiempos nadie se podía permitir vivir en una casa que tenía treinta dormitorios. La casa del guarda fue alquilada a la madre de Jackie Trent que, según se decía, estaba emparentada con la familia. Era una mujer joven, de muy buen aspecto, y en el pueblo se hablaba de ella. Pasaba una buena parte del tiempo acicalándose, pero no remendaba las ropas de Jackie y no había una sola casa en todo el lugar que no se sintiera avergonzada de su poco cuidado jardín. Estaba ciertamente muy descuidado…, como Jackie.

Al pasar Janet, salió Esmé Trent. Llevaba la cabeza al descubierto y el pelo le brillaba bajo el sol. Había sido abrillantado hasta adquirir un tono mucho más atractivo que el original, y sus cejas y pestañas estaban oscurecidas adecuadamente. Había elegido un lápiz de labios algo chillón. En conjunto, había en ella más maquillaje de lo que solía ser normal en el campo. En cuanto al resto, llevaba un traje chaqueta de franela de un corte admirable y por el hecho de que llevaba puestas medias de nilón y zapatos de tacón alto y lucía un elegante bolso gris, no parecía probable que fuera simplemente a recoger a Jackie. Bajó por el camino, andando con rapidez, y mientras Janet, que había dado media vuelta, llegaba de nuevo a la vicaría, Esmé Trent se dirigía hacia la parada de autobús de Ledbury.

Mrs. Lenton estaba en el jardín, cortando dalias. Tenía los mismos ojos redondos y azules y el mismo pelo rubio que sus dos hijas pequeñas. Había en su naturaleza una predisposición a la risa y a tomarse las cosas con sencillez. En cierto sentido, eso la convertía en una persona agradable con la que vivir, pero también le retrasaba con respecto a las cosas que tendría que haber estado haciendo. Había tenido la intención de cortar las flores después del desayuno, pero no tuvo tiempo y ahora lo hacía con rapidez, pensando en el budín de leche que había dejado en la cocina, al fuego. El ver a Esmé Trent desaparecer en el autobús, la distrajo. Su piel rubia se ruborizó y con un tono de enfado en su voz, preguntó:

– ¿Ha visto eso, Miss Johnstone? Allá va, y Dios sabe por cuánto tiempo…, ¡seguramente por horas! Y ese pobre chico se tiene que quedar solo en una casa vacía y comer cualquier cosa que ella se haya molestado en prepararle. Y sólo tiene seis años. ¡Es chocante! Yo lo he tenido en casa una o dos veces, pero a ella no le gusta…, me dijo que ya lo había dejado todo arreglado…, así es que ahora ya no me atrevo a hacerlo.

– Pues sí que está mal -admitió Janet.

Mrs. Lenton cortó una dalia con excesiva fuerza.

– No me importaría lo que dijo, pero es que, además, se lo advirtió a Jackie. Es muy conveniente que John diga que todos debemos ser caritativos, pero cuando la gente hace esas cosas con los niños, no puedo serlo.

Las tres niñas salieron corriendo, con Jackie rezagado tras ellas. Ellie Page, la prima del párroco, que les daba clases, salió hasta el escalón, pero cuando vio a Janet se dio media vuelta. Mary Lenton la llamó.

– Ellie, venga aquí a conocer a Miss Johnstone.

Se acercó con cierta desgana. Janet no pudo entenderla. No era bonita, pero tenía una especie de tímida gracia. Los niños disfrutaban con sus lecciones, ¿y por qué diablos tenía que mirar a Janet como si fuera una enemiga o, en el mejor de los casos, como a alguien con quien se debía andar con cautela? Cuando habló, su voz tuvo un tono insólito, dulce y bastante agudo. Sin ninguna clase de explicaciones preliminares, dijo:

– Espero que Stella ya le haya hablado de la clase de baile. Es esta tarde, a las tres. Miss Lañe llega desde Ledbury.

Mary Lenton se volvió con las dalias doradas y anaranjadas en la mano.

– ¡Claro!… Ya sabía yo que había alguna razón para que tuviera que cortar flores. Tendremos una media docena de niños y la mayoría se quedarán a tomar el té. Stella siempre lo hace. ¡Oh, y quizá a Jackie le guste venir! El no aprende a bailar, pero al menos podría observar -se dirigió a él cuando el chico pasaba a su lado arrastrando los pies-. Querido, ¿no te gustaría volver esta tarde para ver el baile y tomar el té?

Jackie pegó una patada a la gravilla y contestó:

– ¡No!

– Pero, querido…

El chico se apartó, revolviéndose, y salió corriendo por la puerta.

– ¡Oh, querida! ¿No es realmente un chico desagradable? -dijo Ellie Page con un tono dolorido.

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