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Aquella mañana, Miss Silver avanzó mucho en su chal blanco. Tenía la sensación de que el permanecer haciendo punto era algo estimulante para el pensamiento. El movimiento suavemente rítmico de las agujas formaba como una barrera contra las pequeñas e inevitables distracciones. Detrás de esta barrera, se sentía capaz de seguir el cuidadoso examen de motivos, carácter y acción. Una vez que hubo llegado a ciertas conclusiones, dejó su trabajo en la bolsa de hacer punto y subió al dormitorio.

Poco más tarde salió vestida con el abrigo negro, el sombrero que consideró adecuado para dar un paseo matutino -más viejo y con menos adornos que el sombrero con el que había hecho el viaje-, los limpios zapatos de cordones, los guantes de lana y la antigua bufanda de piel. Se encontró entonces con Meeson, que le dio un mensaje: Adriana deseaba verla…

– Y si le pregunta, Miss Silver, creo que ya es hora de que alguien se lo diga. Sólo tiene que hacer una cosa y debe hacerla lo más rápidamente posible: las maletas, y marcharnos de aquí antes de que todos nosotros seamos asesinados. Y si antes se lo había dicho una vez, ahora se lo he repetido veinte veces desde que la pobre Mabel fue empujada a ese estanque. «¡Si alguien fue capaz de hacérselo a ella, también será capaz de hacérselo a usted o a mí!», le dije. «¡En cuanto ese alguien nos eche la vista encima! ¡Y eso no tardará en ocurrir! ¡Una vez que el asesinato se ha apoderado de alguien, nadie sabe cómo detenerlo! ¡Y eso es un hecho! Primero la pobre Mabel, de la que nadie se podía imaginar que tuviera un enemigo en el mundo, y después Meriel, y nadie sabe quién será el próximo.» Y todo lo que he conseguido que me diga ha sido: «¡Gertie, por favor, deja ya de hablar!»

Adriana estaba en pie junto a la ventana, mirando hacia el exterior. Se volvió en cuanto Miss Silver entró en la habitación, y se acercó a ella, cojeando más visiblemente de lo que había hecho durante su visita a Montagne Mansions. Cuando habló, su voz sonó dura:

– Geoffrey no ha vuelto.

– Sólo son las doce. Apenas ha tenido tiempo.

– ¿Qué significa eso de «seguir el interrogatorio»? ¡Creía que ya le habían preguntado todo lo que tenían que preguntarle!

– No están satisfechos con sus respuestas -comentó Miss Silver seriamente.

– ¿Por qué? -preguntó, casi arrojando la pregunta al rostro de Miss Silver.

– No creen que esté diciendo la verdad.

– ¿Qué cree usted?

– Que no ha sido franco con ellos.

Adriana hizo un gesto de impaciencia.

– ¡Oh! Geoffrey se arrastrará si se ve en una situación comprometida. Pero eso no quiere decir que sea capaz de asesinar a nadie. No lo haría. Le gusta que todo sea fácil y agradable, y si se ve envuelto en algún lío, tratará de abrirse paso a base de coba para salir de él. Si cree usted que es capaz de hacer algo violento, no es una detective tan buena como tiene fama de serlo.

Miss Silver introdujo una cierta distancia en su actitud.

– No estoy preparada para dar ninguna opinión por el momento.

Adriana se dejó caer cansadamente en una silla.

– No sé por qué estamos de pie, excepto por el hecho de que no puedo descansar. ¿Sabe lo que ha dicho Edna? Esa es una de las cosas que me han puesto como estoy. Me encontré con ella en el descansillo de la escalera, después de que Geoffrey se marchara con el superintendente y ella me dijo -tuvo los nervios suficientes para decirme- que, en cualquier caso, si ellos retenían a Geoffrey en Ledbury, él no podría echar a correr detrás de Esmé Trent. ¡Yo no perdí mi compostura!… No en ese momento…, pero no podía dejar pasar esa observación. Le pregunté a bocajarro si sabía lo que estaba diciendo… «¿Quieres decirme que preferirías que fuera detenido por una sospecha de asesinato?» Y todo lo que fue capaz de contestar fue que Esmé Trent era una mujer malvada y que cualquier cosa que mantuviera a Geoffrey apartado de ella, sería para bien. Fue entonces cuando perdí la compostura y se lo demostré… No hay nada que me fastidie más que la estupidez…, ¡la estupidez y la obstinación! ¡Y Edna tiene ambas cosas en abundancia! Cuando una la oye hablar, se puede creer que tiene alguna idea concreta, pero sea lo que sea, en cuanto la tiene, nadie ni nada es capaz de hacérselo decir. Pero no sigamos hablando de ella…, me irrita, y ya tengo bastante sin eso! Este asunto de Geoffrey… no entiendo por qué no regresa.

– El superintendente no estaba satisfecho -observó Miss Silver seriamente.

Adriana hizo un gesto impaciente.

– Entonces, ¡es un tonto! Cualquiera que piense que Geoffrey es capaz de cometer un acto de violencia es un condenado tonto. Ahora bien, si se tratara de Esmé Trent…, ¡eso ya no lo dudaría!

– ¿Cree usted que ella sería capaz de cometer un crimen violento?

– Creo que es una mujer despiadada e implacable en sus propósitos. Sus instintos son destructivos y su moralidad parece ser muy baja. Y eso lo digo precisamente yo, ¿verdad?, pero es que, además, descuida y maltrata a su hijo, y no me gustan las mujeres que hacen eso. Creo que sería capaz de hacer cualquier cosa que significara un beneficio para Esmé Trent, y si se piensa que Geoffrey iba a recibir mi dinero, supongo que creerá que lo mejor que puede hacer es apartarlo de Edna y casarse con él.

Miss Silver emitió una ligera tosecilla de desaprobación.

– ¿Conoce ella las cláusulas de su testamentó…, que ha dejado a Mrs. Geoffrey una renta vitalicia en el legado de su esposo?

Adriana levantó las cejas.

– ¿Y quién se lo va a decir? Geoffrey lo sabe, porque pensé que sería conveniente que lo supiera, pero no se lo dije a Edna, y estoy absolutamente segura de que él tampoco se lo dijo. Y a Esmé Trent mucho menos. ¡Eso le haría perder muchos puntos ante ella! No me lo imagino fustigando a Edna, ni poniendo sus posesiones a los pies de Esmé. ¡Oh, no! Mantendrá la boca cerrada -hubo entonces un cambio brusco en su actitud y preguntó-: ¿Pensaba usted salir?

Era como si sólo entonces se hubiera dado cuenta de que Miss Silver se había puesto la ropa apropiada para salir.

– Pensé que me gustaría dar un paseo hasta el pueblo. Tengo que enviar una carta.

Adriana se echó a reír.

– Geoffrey tiene cartas que escribir, ¡y usted ahora tiene una carta que enviar! ¡La excusa para conseguir tiempo! Nadie cree en ella, pero sirve. No me asombra que quiera marcharse de esta casa, aunque sólo sea por media hora.

Al llegar al camino central, Miss Silver giró hacia la izquierda. Cuando pasó ante la casa del guarda, apenas si dirigió una mirada. No sentía deseo de dar a Mrs. Trent motivos para suponer que era objeto de interés para la amiga que visitaba Adriana. Lo que le interesaba era determinar la distancia existente entre la casa del guarda y la vicaría, a la que se estaba aproximando ahora. Era, en realidad, una distancia muy corta; sí, muy corta y tanto desde la ventana frontal como lateral de la casa de la vicaría se dominaba perfectamente el camino. Había pensado visitar a Mrs. Lenton para interesarse por la salud de su prima Miss Page, pero cuando aún le quedaba un trozo por recorrer vio a Ellie salir de la casa, dar unos pasos vacilantes por el camino y meterse después en el patio de la iglesia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, que ocultaba la mayor parte de su rostro. Miss Silver sólo pudo captar una visión fugaz de su cara, pero recibió una fuerte impresión de palidez y fragilidad.

Aminoró un poco el paso, pasó junto a la casa y siguió a Ellie a una discreta distancia. La joven caminaba con una lentitud dolorosa y en ningún momento miró a su alrededor. Tomó por una senda que rodeaba la iglesia y se introdujo en ella por una pequeña puerta lateral. A Miss Silver siempre le agradaba encontrar una iglesia abierta. A las personas cansadas, viajeras y afligidas no se les debía negar nunca la protección de sus muros. Cuando abrió la puerta y la cerró suavemente tras de sí, se encontró en una dulce semipenumbra. La Iglesia Ford era rica en vidrieras de colores, la mayor parte de ellos antiguos y bien conservados. Había una tumba de piedra a su derecha, con la figura de un cruzado. También había antiguas planchas de bronce en las paredes. El escalón que ella había bajado aparecía gastado por las pisadas de muchas generaciones.

Moviéndose silenciosamente, y pasando junto a una columna que le impedía la vista, se dio cuenta de la existencia de una pequeña capilla a la derecha. Contenía una tumba grande y fea del último período georgiano, con un grueso caballero de mármol que llevaba peluca y estaba sostenido por una serie de rígidos querubines. Casi ocultas por todos estos ornamentos funerarios, pudo ver dos o tres sillas, y en una de ellas estaba sentada Ellie Page, con el rostro oculto entre las manos y la frente apretada contra el mármol de la tumba. Miss Silver se dirigió hacia la silla más próxima y se sentó en ella. No cabía la menor duda de que ambas estaban solas en la iglesia. Podrían haber estado solas en el mundo, tan muerta y silenciosa estaba la atmósfera. Había un olor de cojines antiguos y madera vieja y del fino e inevitable polvo de los siglos. No se produjo ningún ruido, hasta que Ellie empezó a respirar de forma prolongada y dolorosa. Siguió así durante un rato y después cesó. No siguieron los sollozos que Miss Silver había en parte esperado. En su lugar, reinó de nuevo el más completo silencio. Acercándose un poco, pudo ver el perfil elevado de la joven tan blanco como si fuera parte de la tumba contra la que había doblado su frente, ahora alzada mientras los ojos miraban fijamente.

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