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Adriana Ford se echó a reír.

– Es usted insistente, ¿verdad?-pasó la risa y siguió diciendo con voz profunda-: Quiere usted saber quién estaba en la casa, y qué estaban haciendo y si yo pienso que alguno de ellos ha tratado de asesinarme…, ¿no es cierto? Bueno, le puedo dar una lista de nombres, pero eso no va a ayudarle más que a mí. A veces, pienso que me lo estoy imaginando todo. He venido a verla porque, de repente, tuve la impresión de que no podía quedarme sentada, en espera de que sucediera otra cosa. En la casa Ford entra y sale una gran cantidad de gente. Le daré sus nombres y le diré lo que son, pero quiero que entienda con toda claridad que no sospecho de nadie en particular, ni mucho menos acuso a nadie, y que si yo lo digo así, romperá usted todas las notas que haya podido tomar y olvidará todo lo que le he dicho.

– Ya le he asegurado que todo lo que me diga quedará entre nosotras -afirmó Miss Silver-, siempre y cuando no se produzca ningún acontecimiento trágico que haga necesaria la intervención de la ley.

La mano de Adriana se alzó y volvió a descender. Era el mismo gesto que Miss Sil- ver había recordado… ligero, gracioso y expresivo.

– ¡Oh, después de mí el diluvio! Si soy asesinada puede hacer lo que guste -las palabras fueron pronunciadas siguiendo un impulso que se elevó y se apagó por sí mismo; frunció el entrecejo y añadió-: ¿Por qué he dicho eso? En realidad, no quería decirlo. Bueno, será mejor que empecemos con esos nombres -dio unos suaves golpecitos con los dedos sobre el brazo del sillón-. No lo mucho o poco que sabe usted de mí, pero todo el mundo sabe que me he retirado de la escena. Vivo a cinco kilómetros de Ledbury, en una vieja casa, junto al río. Se la llama

Casa Ford y la compré hace unos veinte años. Me encapriché de ella por el nombre. Mi apellido verdadero es Rutherford, pero cuando empecé a actuar adopté el nombre de Adriana Ford. Algunos de mis parientes han mantenido el apellido escocés de Rutherford, pero otros se hacen llamar Ford… como yo. Soy la última descendiente de mi generación.

Y ahora empezaré hablándole del personal que trabaja en la Casa Ford. Alfred Simmons y su esposa son el mayordomo y la cocinera. Están conmigo desde hace veinte años. Viven en la casa, como Meeson, a quien supongo se le puede llamar mi doncella. Antes era mi modista y está completamente dedicada a cuidarme. Empezó a trabajar para mí cuando sólo era una niña y ahora ya tiene unos sesenta años. Además, hay dos mujeres que vienen todos los días… una chica llamada Joan Cuttle, una criatura tonta y bastante irritante, a la que no se puede imaginar queriendo envenenar a nadie… y una viuda de edad mediana, cuyo esposo era jardinero. Si quiere saberlo, se llama Pratt. Además, hay un jardinero llamado Robertson y un joven que trabaja a sus órdenes, Sam Bolton. Él es quien se cuida del coche y realiza los trabajos más molestos.

Miss Silver se apuntó los nombres en el cuaderno azul, mientras Adriana guardaba silencio, con el ceño fruncido. Al final, dijo:

– Bueno, ése es todo el personal, y no se me ocurre una sola razón por la que alguno de ellos desee quitarme de en medio.

– ¿No hay herencias? -preguntó Miss Silver, tosiendo.

– ¡Desde luego! ¿Por quién me toma? Meeson está conmigo desde hace cuarenta años, y los Simmons desde hace veinte.

– ¿Saben ellos que usted les deja algo en su testamento?

– Pensarían muy mal de mí si no lo hiciera.

– Miss Ford, debo pedirle que sea lo más exacta posible. ¿Saben realmente que usted les va a dejar algo?

– ¡Pues claro que lo saben!

– ¿Y se trata de cantidades considerables?

– ¡Yo nunca hago las cosas a medias!

– ¿Alguna otra herencia para el personal?

– ¡Oh, no! Por lo menos… bueno, cinco libras por cada año de servicio. Con cien se cubre lo máximo.

Miss Silver trazó una línea a lo largo de la página.

– Bien, ya hemos revisado al personal. ¿Me permite preguntarle ahora quién más vive en la Casa Ford?

Los dedos de Adriana recorrieron la figura de una hoja de acanto tallado.

– Mi primo Geoffrey Ford y su esposa Edna. Él está cercano a los cincuenta. Sus medios no son los que a él le gustaría que fueran y la vida de un caballero del campo se le da muy bien. Empezó a venir para hacer visitas, que se fueron prolongando hasta convertirse en una estancia más o menos permanente. Es una compañía agradable y a mí me gusta tener a un hombre en la casa. Su esposa es una de esas mujeres pesadas, pero bien intencionadas. Vigila a los sirvientes y es una especie de ama de llaves. Le gustaría tenerlo todo cerrado con llave para ir distribuyéndolo en dosis diarias. Y siente unos celos ridículos de Geoffrey.

El lápiz de Miss Silver se detuvo en el aire.

– Cuando dice ridículos, ¿quiere dar a entender que no tiene motivo alguno para sentirse celosa?

Adriana se echó a reír con aspereza.

– ¡Al contrario! Debería decir que tiene todas las razones para sentirse así. Pero ¿qué otra cosa puede esperar? Ella tiene más años que Geoffrey y nunca fue atractiva. Nadie ha logrado comprender por qué se casó con ella. Por lo que sé, ella no tiene dinero. Y eso es todo lo concerniente a Geoffrey y Edna. Después está Meriel.

Miss Silver escribió el nombre y lo repitió con tono interrogativo.

– ¿Meriel…?

– ¡Oh! Ford… Ford. En cualquier caso, así es como se ha llamado durante los últimos veintitrés años. Y no vale la pena que me pregunte de dónde viene, porque no viene de ninguna parte. Se puede decir que fue arrojada en mis brazos y lo más probable es que permanezca así. Atemoriza a los hombres, alejándolos de su lado. Es una criatura intensa… probablemente una desadaptada.

– ¿Qué hace?

– Las flores -la boca de Adriana se contrajo.

– ¿No ha pensado nunca en darle una profesión?

– Claro que lo he pensado, pero todo lo que ella ha deseado alguna vez es trabajar en el escenario, o bailar… empezando inmediatamente por lo más alto. No tiene la menor idea del trabajo y tampoco tiene verdadero talento. De hecho, toda ella es una pena.

Junto al nombre de Meriel Ford, Miss Sil- ver escribió: «Emocional, desilusionada, descontenta.» Levantó la mirada, para encontrarse con los ojos de Adriana fijos en ella, con una expresión de incertidumbre.

– Esa es toda la gente habitual, pero, desde luego, también hubo visitantes. Supongo que no querrá saber nada de ellos.

– ¿Quiere decir que había visitantes en la casa en el momento en que se produjeron los incidentes que la alarmaron?

– ¡Oh, sí!

– Entonces, creo que será mejor que me dé también sus nombres.

Adriana se inclinó hacia atrás, en el sillón.

– Bueno, estaba Mabel Preston. Estuvo allí el día en que me rompí la pierna, pero ella no pudo tener nada que ver con eso.-

– ¿Y quién es Mabel Preston?

Adriana hizo una mueca.

– ¡Oh! Una vieja amiga, y muy desgraciada. Hubo una época en que fue muy conocida como Mabel Prestayne, pero se casó con un don nadie y empezó a decaer. El se gastaba todo lo que ella ganaba, y cuando no pudo ganar más, la abandonó. ¡Pobre mujer! La tengo en casa de vez en cuando, pero debo admitir que ese día no la quería allí.

De nuevo con el lápiz en suspenso, Miss Silver preguntó:

– ¿Tiene ella algún interés en su testamento?

Adriana pareció sentirse triste.

– Sí, lo tiene. La he ayudado un poco y le dejo una renta vitalicia. Pero, en realidad, no creo que sea ninguna ventaja para ella. De hecho, creo que saldrá perdiendo con mi muerte, porque de vez en cuando le doy cosas… ya sabe, ropas y esa clase de cosas. Puede apartar a Mabel de su mente. Ni siquiera vale la pena que la anote en ese cuaderno. La conozco desde hace cuarenta años y es incapaz de hacerle daño a una mosca.



– ¿Tiene algún otro nombre que darme?

– Estaba mi joven prima. Star Somers… habrá oído hablar de ella. Es muy guapa y atractiva y ha logrado un buen éxito en la comedia. No vive en la Casa Ford, pero va y viene porque su hija pequeña vive allí con una niñera. Star se divorció de su esposo hace ahora un año. Viene a veces a ver a la niña, pero no se queda en la casa. Hay otro visitante ocasional, Ninian Rutherford, el primo de Star. Son como hermanos y se sienten muy orgullosos el uno del otro… sus padres eran gemelos. Él se queda cuando ella está allí.

Miss Silver escribió el nombre. Después, dijo:

– ¿Y cuál de esas personas estaba en la casa cuando se cayó usted por las escaleras?

Los ojos de Adriana la miraron con una expresión burlona.

– Todos ellos, excepto Robin Somers. No, déjeme pensar… Creo que él también estaba. Por regla general, no viene cuando Star está en casa, pero era el cumpleaños de Stella… la pequeña, ya sabe, y él se acordó. Star no quería verle… estaba furiosa. Hubo una fiesta… sólo unos pocos niños de los alrededores, y yo estuve en medio de todo el jaleo, pero subí a las habitaciones de arriba para tratar de que Star bajara, y ella no quiso a causa de Robin. Así es que tuvo que haber estado en casa cuando me caí… ¿La fecha? El quince de marzo.

Miss Silver también anotó aquel dato.

– ¿Y el incidente con la sopa de champiñones?

– Eso ocurrió en agosto, aunque no sabría decirle la fecha exacta, así es que no vale la pena que me lo pregunte. Recuerdo la fecha de mi caída porque era el cumpleaños de Stella. Pero tuvo que haber sido en un fin de semana, si eso sirve de algo, porque Star estaba allí y Mabel y… sí, supongo que también estaban la mayor parte de los otros, pero no Robin. Al menos que nosotros lo supiéramos. Pero en cuanto a la cápsula, comprenderá que pudo haberla colocado en el frasco cualquier persona en cualquier momento. De hecho -añadió Adriana con una sonrisa radiante-, cualquiera podría haber hecho las tres cosas, o puede que ninguno de ellos lo haya hecho -abrió el viejo abrigo de piel y se lo echó hacia atrás con un gesto lleno de confianza-. Y ahora que se lo he contado todo, no puede imaginarse lo bien que me siento. Ya sabe cómo son estas cosas, se piensa en ellas durante la noche y terminan por obsesionarte. Espero que todo este asunto sea producto de mi imaginación, de principio al fin. Resbalé y me caí. La mosca junto a la gota de sopa murió en aquel momento por causas naturales… eso también les sucede a las moscas. Y, en cuanto a la cápsula, supongo que se trató de una clase diferente colocada en el frasco por equivocación, o quizá una que no había sido fabricada bien… algo así. Pero quería apartar todo este asunto de mi cabeza.

Miss Silver guardó silencio. Tenía una expresión seria y tranquila en el rostro. Pensó que Adriana Ford estaba hablando para convencerse a sí misma, y se preguntó si el efecto sería algo transitorio. Transcurrió algún tiempo antes de que hablara de nuevo.

– Como usted misma ha dicho, hay pocos indicios en los que basarse. La caída puede haber sido completamente accidental, y la prueba con respecto a la sopa no es en modo alguno definitiva. La cápsula, en cambio, ya da motivos para pensar. Es una lástima que la tirara. Como ha venido a consultarme, le daré el mejor consejo que pueda. Cambiar sus quehaceres domésticos y todo su estilo de vida, puede permitirle hacer ciertas cosas.

Las delgadas cejas de Adriana se alzaron.

– ¿Cómo qué?

– Puede volver a comer con el resto de la familia. Las comidas individuales son mucho más fáciles de manipular. Este es el primer punto.

– ¿Y el siguiente?

– Deje saber a los sirvientes lo suficiente como para que supongan que ha hecho cambios en el testamento. Si hay alguien que piense que su muerte puede beneficiarle, ese anuncio le producirá ciertas dudas sobre el tema, eliminando así una posible tentación.

Adriana extendió las manos, con gesto de barrido.

– ¡Oh, mi querida Miss Silver!

– Ese es mi consejo -dijo Miss Silver sosegadamente.

Adriana echó la cabeza hacia atrás, riéndose. Fue un sonido profundo y musical.

– ¿Sabe lo que voy a hacer?

– Creo que puedo suponerlo.

– En tal caso, es usted mucho más inteligente de lo que se cree. Voy a alquilar otra vivienda y voy a llevar mi propia vida. Mientras estaba aquí sentada, contándole mi sospecha de que alguien trataba de asesinarme… ya no lo creía, o si lo creía ya no me importaba. Ahora, voy a vivir. No me refiero a arrastrarme indefinidamente, como una inválida en una silla de ruedas… Me refiero a vivir de verdad. Hoy he alquilado un coche y Meeson me está esperando en él, y cuando salga de aquí voy a ir de compras, y voy a adquirir una gran cantidad de ropa, y haré que me arreglen el pelo… ya me hace falta.

Y volveré a la Casa Ford y organizaré una gran fiesta. Mis fiestas solían ser famosas. No sé por qué dejé de darlas, quizá por la guerra y porque después ya no quise tomarme la molestia, pero voy a empezar todo de nuevo. Y trataré de permanecer vigilante, se lo aseguro. Si hay alguien que pretenda apartarme de la circulación, ¡no les va a resultar tan fácil!

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