A la mañana siguiente, Janet dio el desayuno a Stella y la llevó a la vicaría, sin ver a ninguno de los otros habitantes de la casa. Al regresar, estaban todos en el comedor. Edna servía el té y Geoffrey repartía unas pastas, como si no hubiera habido ninguna excursión de medianoche. Edna parecía más ojerosa que de costumbre, pero su actitud no había cambiado. Puso de manifiesto, con cierto nerviosismo, pequeños errores sobre el servicio, se quejó del tiempo y prácticamente de todo. Las tostadas no estaban recién hechas.
– Mrs. Simmons las hace demasiado pronto. Es increíble la cantidad de veces que se tienen que decir las cosas para que se hagan como es debido.
Geoffrey emitió su risa fácil y agradable.
– Quizá, querida, si no lo dijeras tan a menudo…
Edna aún tenía los ojos enrojecidos por el llanto de la noche anterior. Los posó sobre su marido durante un instante.
– Siempre hay cosas que se tienen que decir, Geoffrey.
Él le devolvió la mirada, elegante y de buen humor.
– Bueno, querida, no comprendo por qué tienes que preocuparte tanto. Te estás destrozando y la mayoría de la gente suele tomarse las cosas a su manera. No puedes cambiar la naturaleza humana. Vive y deja vivir…, pero supongo que terminarás por decirme que me guarde mis consejos y te deje hacer lo que quieras. ¿Cuánta gente va a venir mañana a esa fiesta de Adriana?
Meriel sonrió desdeñosamente.
– La mitad del condado, por lo menos. No vamos a poder escuchar lo que dicen los demás y todo el mundo va a terminar por odiar la fiesta como si fuera verano. Pero Adriana habrá representado así su regreso a escena, que es todo lo que importa… ¡para ella!
Mabel Preston quiso saber quién iba a venir.
– En realidad, es para mañana, ¿verdad? ¿Vendrá la duquesa? ¿Se lo pidió Adriana? La vi de lejos una vez, inaugurando un bazar. Tenía un aspecto muy distinguido, pero yo no diría que es bonita. Claro que no se necesita parecerlo si se es duquesa. ¡Dios mío! Creo que no tengo nada ni siquiera medianamente elegante que ponerme. No es que esa gente de la alta sociedad sea siempre elegante… en modo alguno. En cierta ocasión vi a la duquesa de Hochstein en un bazar de caridad y era realmente lo que se puede decir poco elegante. Demasiado corpulenta, ya saben, y muy lejos de la moda. ¡Y era de la realeza!
Janet se dirigió hacia su habitación. Ninian la siguió.
– Hemos perdido el de las nueve y media, pero aún podemos coger el de las diez veintinueve. Será mejor que te des prisa y te arregles.
Se volvió hacia él, con una mirada de enfado en los ojos.
– Ninian, termina de una vez con esto. ¡Es una estupidez!
Él se apoyó sobre la repisa de la chimenea.
– Hacer una expedición seria a la ciudad para alquilar un piso no es la idea que yo tengo de la estupidez.
– ¡No tengo la menor intención de alquilar un piso!
– ¿De veras? Eso es muy interesante. Será mejor que me lo anote por si se me olvida. ¿No crees que me lo estás poniendo un poco difícil? No resulta fácil hacer nada si no te permites tener al menos alguna intención.
– ¡Ninian!
– Está bien, está bien. Si no quieres venir, no vengas, pero no me digas luego que no te lo pedí. Y una vez que haya alquilado el piso' sin ayuda de nadie, no me vengas diciendo que el parquet no es bonito o que no puedes vivir con esas cortinas… eso es todo. Tengo que darme prisa.
Fue aproximadamente media hora después cuando Meriel entró precipitadamente en la habitación. Sus mejillas estaban encendidas en forma desacostumbrada y el tono de su voz mostraba ira.
– Realmente, ¡Adriana es el colmo!
Janet terminó de escribir: «Dos blusas azules… ya no lo resistirán más…»
Meriel dio una patada en el suelo.
– ¿Por qué no me contestas? ¿Qué estás haciendo ahora?
– Me parecía que no había nada que contestar. Estoy haciendo una lista de la ropa de Stella.
– ¿Por qué?
– Star quiere' tenerla.
Meriel echó la cabeza hacia atrás y rió.
– ¡Ropa! ¡No hay forma de librarse de ella! Acabo de venir de la habitación de Adriana, y ¿qué imaginas que está haciendo? Su habitación parece un departamento de ventas… ¡está llena de ropa por todas partes! ¿Y sabes lo que está haciendo con ella? ¡Le está regalando la mayor parte a esa condenada de Mabel!
– ¿Y por qué no iba a hacerlo?
Meriel puso una expresión dramática.
– ¡Porque es ropa en estado perfectamente bueno! ¡Porque podría haberme preguntado a mí si yo quería alguna! Porque lo único que le interesa es jugar a hacerse la grande y conseguir que esa vieja ande dando vueltas a su alrededor diciendo lo maravillosa que es. ¿Sabes que hay allí un abrigo que deseaba tener desde que ella se lo compró? ¡Estaría maravillosa con él! Mabel, en cambio, logra que todo lo que se pone parezca salido de un ropavejero.
– ¿Por qué no le pediste a Adriana que te lo diera?
– ¡Lo hice…, lo hice! ¿Y qué te imaginas que me dijo? Juraría que se lo iba a dar a Mabel, pero cuando se lo pedí, me dijo que no creía poder prescindir de él. Le gustaba ponérselo para salir al jardín, y me dijo que lo dejaría en el guardarropa para tenerlo a mano por si quería salir un rato.
– Bueno, eso parece razonable.
– ¡No lo es…, no lo es! ¡Lo hace por despecho hacia mí! Te aseguro que el otro día se compró un abrigo en la ciudad… con grandes y suaves solapas doradas y marrones. Y éste, en cambio, se adapta mucho más a mí -estilo…, grandes cuadrados negros y blancos con una franja esmeralda. ¡Te digo que es para mí! Pero en cuanto vuelva la espalda, se lo dará a Mabel… ¡Sé que lo hará! A menos que… ¡Oh, Janet! ¿No podrías decirle algo… no podrías detenerla?
– No, creo que no puedo.
– ¡Di que no quieres! No te importa… ¡a nadie le importa!
Janet se controló. Le resultaba difícil mantener con Meriel una conversación de más de cinco minutos sin sentir deseos de zarandearla. Pensó con amargura que sus principios morales debían estar deteriorándose. Hizo un verdadero esfuerzo.
– Mira…, ¿por qué no esperas a que Adriana esté sola y entonces le preguntas tranquilamente por ese abrigo? Si ha dicho que lo quiere conservar, seguramente no se lo habrá dado a Mabel y no te conviene pedírselo ahora. Pero le puedes decir lo mucho que te gusta y que esperas que no se lo dé a nadie.
Meriel adoptó una actitud afectada.
– ¿Y crees que eso la detendrá? ¡Qué poco nos conoces! Si ella se da cuenta de que he puesto mi corazón en algo, eso le decidirá a mantenerlo apartado de mí…, sí, ¡eso es lo que hará! ¡Y hasta me obligará a mirar mientras se lo da a otra persona! Esa es la clase de cosas con las que se divierte. ¿Sabes? Tú tienes una mentalidad ordinaria… no, no te ofendas. Debe ser maravilloso tomarse las cosas tal y como llegan y no mirar nunca bajo la superficie ni caminar demasiado entre las estrellas. Desearía ser así, pero no vale le pena. Y tú no puedes comprender ni a Adriana ni a mí, así que tampoco vale la pena que lo intentes. Pero nosotras nos comprendemos. Ella sabe lo que puede herirme más, y yo veo cómo disfruta poniéndolo en práctica. No es nada agradable el poder leer en la mente de otra persona. Agradece el no haber nacido con ese don. Yo veo demasiadas cosas y a veces me estremezco ante lo que veo.
Se pasó una mano por los ojos y, tambaleándose, se marchó del cuarto.
Cuando Janet terminó con la ropa de Stella, se dirigió a la habitación de Adriana. Se encontró con una escena que parecía realmente la de un departamento de ventas. Ropa de toda clase colgaba de las sillas, del canapé y aparecía amontonada en cualquier lugar donde hubiera sitio para ello. El abrigo descrito por Meriel estaba a la vista, destacado. De hecho, Adriana estaba probándoselo en aquel instante.
Era, desde luego, muy elegante. El agudo contraste entre los cuadros blancos y negros, el verde vivo de la franja que los cruzaba, hicieron parpadear a Janet y reflexionar sobre lo inadecuado que sería esta prenda para la pobre Mabel Preston. Realmente, era mucho más adecuada para Meriel. La podía imaginar con el abrigo puesto y con una actitud dramática y ciertamente elegante.
Adriana le hizo señas de que se acercara.
– Llévate el abrigo abajo y cuélgalo en el guardarropa. Se lo voy a dar a Mabel y Meriel ha estado armando mucho jaleo para conseguirlo, así que he pensado que será mejor dejarlo abajo y ponérmelo una o dos veces antes. Mabel también podrá ponérselo si quiere y después se lo podrá llevar cuando se marche y no se producirá más alboroto. ¡Meriel es terrible cuando se propone conseguir algo!
Janet habló con tono de voz suave y mimoso:
– En realidad, ella lo desea mucho.
Adriana emitió una risa seca.
– ¿Te ha enviado para que me lo pidas?
– Bueno, le dije que no…
Adriana le dio una palmadita en la mejilla.
– No permitas que la gente te utilice, o terminarás bajo el pie de alguien. No puedes imaginarte cómo se pone Meriel cuando -quiere conseguir lo que desea.
– ¿Y realmente no puede conseguir ese abrigo?
Adriana frunció el ceño.
– No -contestó-, no puede, y te voy a decir por qué. Está demasiado gastado y yo misma lo he llevado demasiadas veces. No quiero que la gente vaya diciendo por ahí que no doy a Meriel el dinero suficiente, hasta el punto de que tiene que llevar mi ropa. Y sabes muy bien que eso es lo que dirían. En quince kilómetros a la redonda, todo el mundo me ha visto con ese abrigo puesto y has de admitir que es una prenda que no se olvida… ¿no te parece?
Cuando Janet se volvió hacia la puerta con el abrigo colgado del brazo, Mabel Preston llegó desde el dormitorio, vestida con un vestido de fiesta negro y amarillo que le daba la más desgraciada semejanza con una avispa. Se había peinado el pelo rojo en rulos de aspecto bastante desordenado y había estado experimentando con el colorete y el lápiz de labios de Adriana. El resultado tenía que ser visto para ser creído, pero era evidente que ella se sentía muy contenta. Entró en el cuarto haciendo una imitación bastante buena del pase de una maniquí.
– ¡Mira! -dijo-. ¿Qué te parece esto? Bastante bueno, ¿no crees? Y nadie lo recuerda, así que lo podré llevar mañana en la fiesta…, ¿no te parece, querida? ¡Qué elegante me siento! ¡Y es bastante nuevo! Nadie pensaría que ha sido llevado alguna vez… al menos mientras no lo miren muy atentamente, y nadie va a hacerlo.
Janet se escapó. Se llevó el abrigo a su cuarto y cuando fue a recoger a Stella a la vicaría, lo bajó consigo y lo colgó en el guardarropa.