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Miss Silver tenía la costumbre de abrir su correspondencia mientras tomaba el desayuno. Fiel a las máximas aprendidas cuando aún era muy joven, solía dar preferencia al deber en su vida. Una llamada en la que se solicitara su asistencia personal o profesional, ya fuera por teléfono o por carta, encontraría preferencia, de modo natural, a cualquier frivolidad aparecida en los dos periódicos que recibía de la mañana: uno de carácter tan reservado e impersonal que parecía como si los acontecimientos que con más violencia sacudían al mundo se estuvieran produciendo a una distancia inmensa, dando por lo tanto la impresión de que tenían muy poco que ver con la vida de cada día; el otro, francamente volcado en los titulares, con unas sensacionalistas crónicas políticas en especial amenazadoras, y con temas tan triviales y opresivos como quien se había casado, divorciado o había sido asesinado. Recogió las cartas y las clasificó. Había una de su sobrina Ethel Burkett, esposa de un director de banco en la región central de Inglaterra. La abrió de inmediato. Roger, el más joven de los tres chicos, no parecía encontrarse muy bien la última vez que Ethel le escribió, y fue para ella un alivio leer, en frases reconfortantes, que ahora volvía a ser él mismo y acudía de nuevo a la escuela. Seguían unas noticias de tipo familiar. Mrs. Burkett escribía:

«Estarás encantada, lo sé, al recibir la noticia de la llegada sin novedad de los gemelos de Dorothy, un chico y una chica. Son bebés hermosos y tanto ella como Jim están muy contentos. Realmente, no se puede decir que lo hayan hecho mal, después de esos diez años sin hijos y de su infelicidad que ello les causaba, pues ahora, tras el primer niño y la primera niña, vuelven a tener una pareja. Personalmente, creo que deben detenerse donde están.»

Jim, hermano de Ethel Burkett y sobrino de Miss Silver, era un hombre de gran inteligencia y naturaleza complaciente. Dos pequeñas chaquetitas y tres pares de escarpines para bebés habían sido ya enviados a Dorothy Silver, pero ahora era indispensable duplicar el regalo. Recordó con placer que aún le quedaba buena parte de la lana para los escarpines, y que el día anterior había visto unos atractivos ovillos de color azul pálido en el departamento de lanas de Mesiter. Sería la materia prima más adecuada para confeccionar las pequeñas chaquetitas.

Dejando el resto de la carta de Ethel para más tarde, cuando pudiera leerla con más tranquilidad, abrió una de su otra sobrina, Gladys.

Como ya esperaba, contenía una serie de quejas e insinuaba que una invitación para quedarse con la «querida tía», sería para ella un modo de endulzar el lote que le había correspondido. Miss Silver tenía un corazón bondadoso, pero eso no la predisponía a sentir lástima por Gladys. Se había casado por su propia y libre voluntad. Su esposo era un hombre de lo más honesto, aunque algo torpe. No lo era tanto cuando ella decidió casarse con él. Ahora no estaba tan bien -poca gente lo estaba-. Pero Gladys, que se había casado para escapar a la necesidad de tener que ganarse la vida, consideraba una injusticia el verse obligada ahora a barrer, quitar el polvo y cocinar. Por cierto, que hacía estas tres cosas bastante mal y Miss Silver no podía dejar de sentir una gran simpatía por Andrew Robinson.

Un simple vistazo a la página, desordenadamente escrita, confirmó que la carta era lo que esperaba. Por eso la dejó a un lado, y cogió una con el matasellos de Ledbury. Conocía bien Ledshire y tenía muchos amigos allí, pero esta escritura grande y peculiar le resultaba desconocida; el papel era más grueso y caro de lo que la mayor parte de la gente podía permitirse en estos tiempos. Extendió ante sí una hoja doble y leyó:

«Mrs. Smith presenta sus respetos a Miss Maud Silver y comunica que estaría encantada de poder concertar una entrevista en algún momento entre las 10 a. m. y el mediodía de mañana, jueves. Ella espera estar en Londres y llamará desde su hotel para confirmar la entrevista y fijar la hora exacta.»

Miss Silver observó la hoja con interés. Su parte superior había sido recortada unos pocos centímetros, sin duda alguna para eliminar una dirección. El tipo de letra mostraba signos de apresuramiento y había dos borrones. Decidió que podría ser interesante ver a aquella Mrs. Smith y saber lo que deseaba.

Pero tenía tiempo no sólo para terminar su desayuno y leer primero la encantadora carta de Ethel, tan cálida, tan llena de detalles sobre la feliz vida familiar, sino que también podría leer, con cierto malhumorado disgusto, la de Gladys Robinson, que sólo se diferenciaba de sus numerosos esfuerzos anteriores por el hecho de que, en esta ocasión, llegaba a pedirle dinero…

«Andrew no me da lo suficiente y si lo cojo del dinero de casa, se enfada. ¡No parece darse cuenta de que necesito ropa! Y se muestra bastante desagradable si hablo con alguien del asunto. Por eso, querida tía, si tú pudieras…»

Miss Silver reunió sus cartas y los periódicos y se encaminó hacia la sala de estar de su piso. Rara vez llegaba a él, aun después de una corta ausencia sin sentir una efusión de gratitud para con lo que ella llamaba la Providencia, por haberle permitido conseguir esta modesta comodidad. Durante veinte años de su vida no había esperado otra cosa que ser institutriz en las casas de otras personas, para retirarse por fin con alguna pequeña renta que le permitiera vivir humildemente. Pero entonces, de repente, se abrió ante ella un nuevo estilo de vida por completo diferente. Dotada de fuertes principios morales, de una pasión por la justicia y del don de poder leer en el corazón humano, inició una inesperada carrera como detective privado. No era desconocida para Scotland Yard. El inspector jefe de detectives Lamb la tenía en gran estima. Si ésta se veía mediatizada a veces por la exasperación, ello no interfería en absoluto en su antigua y sincera amistad. En momentos de irreverencia, el inspector Frank Abbott declaraba que su estimado jefe sospechaba que «Maudie» poseía poderes alarmantemente cercanos a la brujería…, pero todo el mundo sabe que, en ocasiones, este brillante policía se permite el lujo de hablar de una forma ciertamente exiravagante.

Tras haber dejado los periódicos sobre la parte superior de un pequeño estante giratorio, colocó las cartas de sus sobrinas en un cajón de la mesa de despacho, y depositó la comunicación de Mrs. Smith sobre el portaobjetos del escritorio.

La habitación era agradable. Para su estilo moderno, contenía demasiados cuadros,, demasiados muebles, y demasiadas fotografías. Los cuadros, encuadrados en amarillentos marcos de madera de arce, eran reproducciones de obras maestras victorianas: las Burbujas y el Despertar del alma, de Sir John Millais; Esperanza, de Mr. G. F. Watt, y un melancólico Ciervo, de Landseer. Las sillas, de madera de nogal profusamente talladas, pero sorprendentemente cómodas, con los brazos curvados y espaciosos asientos. Las fotografías eran casi como una guía de la moda de los últimos veinte años, en marcos mucho más antiguos, como reliquias de una época dedicada a las filigranas plateadas y a la felpa. De hecho, estas fotografías eran un archivo de los casos de Miss Silver. Al servir los fines de la justicia, ella había salvado el buen nombre, la felicidad y, a veces incluso, la vida de estas gentes que le sonreían desde la repisa de la chimenea, desde la parte superior de la estantería y desde cualquier otro lugar donde había sido posible encontrar sitio para ellas. También había bastantes fotografías de los bebés para los que había hecho escarpines y chales de punto, y pequeñas chaquetitas de lana. Mientras permanecía junto a la mesa de despacho, miró a su alrededor, con expresión de placer. El sol penetraba sesgadamente entre las cortinas azules y tocaba apenas la punta de la alfombra, realzando la acertada combinación de colores.

Cuando echó hacia atrás la silla y tomó asiento, sonó el teléfono. Descolgó el receptor y oyó una voz profunda, que dijo:

– ¿Es ahí el número 15 de Montague Mansions?

– Sí, aquí es -contestó.

Era una voz de mujer, aunque lo bastante grave como para haber sido de un hombre. Ahora volvió a hablar.

– ¿Estoy hablando con Miss Maud Silver?

– En efecto. Al habla.

– Supongo que ya habrá recibido mi carta… -siguió diciendo la voz- solicitándole una entrevista… Soy Mrs. Smith.

– Sí, la tengo aquí.

– ¿Cuándo puedo verla?

– Ahora, tengo tiempo libre.

– Entonces, iré a verla en seguida. Supongo que tardaré unos veinte minutos. Hasta ahora.

El otro receptor colgó. Miss Silver hizo lo propio con el suyo. Después tomó la pluma y comenzó a escribir una carta breve, pero severa a su sobrina Gladys.

Ya había avanzado algo en la mucho más agradable tarea de contestar punto por punto la carta de su querida Ethel, cuando sonó el timbre de la puerta, y se vio obligada a dejarla. Un instante después, la fiel Emma Meadows abría la puerta y anunciaba:

– Mrs. Smith.

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